“Y cercarás al pueblo alrededor (del Monte Sinaí), diciendo: ‘Cuídense de subir al monte o tocarlo en sus extremos, todo aquel que toque el monte ciertamente morirá. No lo tocará ni una mano, pues será lapidado, o arrojado (del monte), sea una bestia o un hombre no vivirá; cuando se escuche el sonido extenso del shofar, entonces podrán subir al monte’”. (19,12-13)
Parte de las condiciones que estableció Dios para entregar la Torá y revelarse en su mundo fue la de prohibir a Israel subir al Monte Sinaí, aproximarse a él, e inclusive tocarlo.
La presencia de Dios trasformó el sitio en una especie de Kodesh HaKodashim (el sitio más santificado del tabernáculo), el cual, como se sabe, contenía una santidad tal que todo lo que se pudiera encontrar ahí, y no sea absolutamente puro y santificado, quedaría nulificado por la intensidad de la manifestación de Dios.
En nuestra parashá está escrito que se hizo sonar un shofar que anunciaba el fin de esta santidad y, eventualmente, la permisión de aproximarse al monte, inclusive pastar en él. ¿Cuál era el propósito de este anuncio? ¿Acaso no se sobreentendía que en el momento de dejar Sinaí todo volvería a su estado original?
Rabí Meir Simja, HaCohén, de Dvinsk, el “Meshej Jojma”, explica lo siguiente: “Dios quería desarraigar de dentro de los hijos de Israel cualquier rastro de pensamiento idólatra, e implantar en sus corazones la confianza en Dios, depurada y nítida, pues nada tiene santidad por sí mismo sino únicamente por Dios, origen y núcleo de la santidad en el universo. Y para que Israel no se confunda pensando que la Torá se entregó en ese monte porque era santo por sí mismo sobre los demás, Dios determinó que inmediatamente después de entregar la Torá en él, se anunciara que el monte regresaba a su estado original, a ser un lugar común y corriente, donde el rebaño podría pastar sin ningún inconveniente. La santidad durará solamente el tiempo que la Presencia Divina repose en él, y no más”.
Hasta aquí sus palabras.
En no pocas ocasiones solemos atribuir ciertas características elevadas a distintos objetos solo por haber servido como medios de santidad en algún momento, o por haber pertenecido a algún tzadik. Los guardamos y los consideramos verdaderos “amuletos” de bendición. De nuestra parashá se entiende que esta actitud raya en la idolatría.
Durante nuestra historia vimos casos en los que tuvieron que ocultar algunos objetos para que el pueblo no los adorara y cayera en idolatría. Por ejemplo, la vara de Moshé Rabeinu, o la serpiente de cobre que se utilizó para curar a quienes fueron mordidos por serpientes. La tumba de Moshé quedó oculta hasta el día de hoy, porque Dios sospechó que en un futuro la gente podría llegar a idolatrar al máximo líder de Israel. Incluso cuando rezamos en la tumba de algún tzadik, la idea no es pedirle nada, sino suplicar a Dios que nos escuche, tomando en cuenta el mérito de quien descansa en ese lugar.
Y aun cuando vemos que sí se atribuyen propiedades espirituales a distintos elementos, de curación o de protección, o que determinados salmos sean buenos para tal o cual problema, es únicamente porque existe una naturaleza espiritual en ellos que sirve para determinados asuntos. Parecido a las propiedades químicas que hay dentro de las plantas y demás sustancias, que tienen la facultad de curar enfermedades. Nada que ver con el esoterismo.
La regla de oro en estos temas es verificar internamente si lo que utilizamos para nuestro beneficio nos acerca más al servicio a Dios o, por el contrario, nos hace creer que tiene poderes especiales o “mágicos”. Podría ser un amuleto, una piedra, una medicina o un doctor. Todos entran en la misma categoría.
La consigna de Moshé Rabeinu cuando solicitó de Parö permitir salir al pueblo judío era: “Para servir a Dios en aquel monte”. Todo el tiempo que hubo servicio a Dios en él, se encontraba santificado, después… se acabó.
De esta manera, cualquier elemento en este mundo que nos haga pasivos en nuestro servicio a Dios, sin miedo a equivocarnos, ¡no tiene rastros de santidad!
¡Shabat Shalom!
Yair Ben Yehuda