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Yair Ben Yehuda
C omo es sabido, el gran milagro de la salida de Egipto no solamente hizo mella en nuestro pueblo: también consiguió repercutir a lo largo y ancho del mundo. Las naciones fueron testigos de lo que aconteció ahí, de las plagas que sufrieron y de cómo Dios se encargó de borrar el poderío de ese vasto imperio por medio de la división del mar Rojo.
No obstante, y contra todo pronóstico, una sola persona de entre los pueblos gentiles se animó a unirse al pueblo de Dios, a pertenecer a la nación del Pacto Divino; ese fue Yitró.
Después de comprobar en persona que las idolatrías e ideologías ajenas a la visión del judaísmo eran meras falsedades, Yitró depuso su posición honorable de líder sobre los midianitas para convertirse en uno más de esa maravillosa nación. Consiguió intervenir incluso en la estructura legislativa del pueblo de Israel.
Hasta ese momento todo mundo recibía los dictámenes halájicos por parte de Moshé Rabenu de manera personal, tanto en lo referente al cumplimiento correcto de las leyes divinas como en la solución de conflictos interpersonales, desde el caso más complicado hasta el más sencillo.
Yitró le señaló a Moshé que ese sistema perjudicaba igualmente al pueblo de Israel y a él mismo. Debía derivar, pues, sus responsabilidades a subordinados.
Esta idea bien la aceptaron Moshé y, por último, Dios mismo, e inmediatamente se puso en práctica.
El Or HaJayim HaKadosh pregunta:
“¿Por qué Dios permitió que se diera esta situación? ¿Por qué tuvo que venir alguien de afuera y rectificarnos nuestro sistema legal? Me parece que la razón es que Dios quería mostrar a los hijos de Israel, a esa generación y a las futuras, que hay dentro de las naciones gentiles personas de alto nivel intelectual, verdaderos sabios con vasto entendimiento, como lo era Yitró, quien consiguió detectar un problema y rectificarlo. La intención con ello era transmitirles que no es por sus capacidades físicas o espirituales, inteligencia y sabiduría superiores como Dios los ha preferido, sino únicamente por un acto divino de bondad, y por amor a nuestros patriarcas”.
En no pocas ocasiones nosotros mismos, e incluso gente ajena a nuestras comunidades, señalamos que el pueblo judío goza de niveles intelectuales, económicos, sociales, etc., superiores a los de cualquier otro grupo humano, siendo esa la única causa de nuestro éxito (además, a nosotros mismos también nos gusta escucharlo).
En esta parashá se revela que esa idea es falsa, pues la verdadera razón de nuestro éxito simplemente radica en ser el pueblo de Dios, sin ningún agregado.
El Todopoderoso ha puesto sus ojos sobre nosotros por un motivo que está muy alejado de nuestro entendimiento. Pues también el mérito de nuestros padres, Abraham, Itzjak y Yaacov, podría verse demasiado distante de nosotros, y casi podría decirse que no tenemos nada que ver con ellos y, aun así, el Creador del mundo continúa recordándolos para nuestro bien.
Por algún motivo hemos encontrado gracia a los ojos de Dios: como dice el profeta, somos “el hijo predilecto, con el que Dios se deleita solamente al recordarlo”.
En resumen: nuestra inteligencia o demás capacidades nunca nos sirvieron, y no nos servirán para nada.
Por añadidura, en la mayoría de los casos fueron justamente ellas las que motivaron a otros pueblos a que nos persiguieran y oprimieran, pues despertaron gran envidia en sus corazones.
No obstante, contamos con una gran cualidad que sin lugar a dudas siempre nos ayudó a salir adelante en momentos de apremio y peligro: conservar nuestra condición de ser un solo pueblo. ¡Uno solo! No uno disperso en pequeños grupos riñendo entre sí.
Pues solo en ese modo es posible encontrar gracia ante Dios, Quien se interesa en Su nación predilecta, la que le proporciona “satisfacciones” y buenas razones para mantener este mundo en movimiento a pesar de todo. Esta es simplemente nuestra esencia.
Shabat Shalom
Como es sabido, el gran milagro de la salida de Egipto no solamente hizo mella en nuestro pueblo: también consiguió repercutir a lo largo y ancho del mundo. Las naciones fueron testigos de lo que aconteció ahí, de las plagas que sufrieron y de cómo Dios se encargó de borrar el poderío de ese vasto imperio por medio de la división del mar Rojo.