A lgunas semanas después de la partida de mi amado esposo Amram Cohen Pariente (Z’L), recibí una llamada del director teatral Johnny Gavlovski: tenía en mente hacer una versión en jaquetía del clásico Yerma, de Federico García Lorca, y se le ocurría que nada mejor que estrenarla —si yo lo aprobaba— como homenaje a mi esposo, por haber sido un cultor permanente y fervoroso del sefardismo. Por supuesto que lo aprobé tan entusiasmada como lo habría hecho Amram.
La secuencia posterior a esa primera conversación fue así: me escribió Miriam Harrar de Bierman, presidenta del Centro de Estudios Sefardíes de Caracas, para decirme cuánto le gustaba la idea y su propósito de llevarla a la directiva del CESC para que se considerara el patrocinio de esa institución. Recibí luego una comunicación de Anabella Jaroslavsky en la que me informaba con cuánto beneplácito Hebraica sería copatrocinante y se encargaría de la organización, para que el estreno de la obra se realizara en su sede. Unas semanas después, la periodista y escritora Raquel Markus me hizo saber que le había sido encomendado realizar un breve documental sobre la vida de Amram y necesitaba su curriculum y fotografías.
Amram nunca, que yo sepa, escribió su curriculum: lo narraba. Quizá por eso su conversación encantaba a los más jóvenes, porque eran las aventuras de un joven marroquí que llegó a Venezuela en 1951, con 21 años de edad, y empezó a recorrer aquel país semi-rural, de punta a punta, como agente viajero. Le hice contar muchas veces su experiencia con el espiritista que, con solo al pasar a su lado en un restaurante de Barquisimeto, adivinó que Amram tenía un dolor en la cabeza que lo torturaba, y cómo fue una medium quien lo curó. Y la vez que acompañó al italiano dueño de una pensión de Puerto La Cruz a visitar a un brujo quien, con solo ver al posadero, adivinó su dolencia y le dictó el nombre de una medicina, ya que no sabía escribir. Cuando fueron a buscarla a una farmacia, el farmacéutico, sorprendido, les dijo que esa medicina acababa de salir al mercado en Estados Unidos y aún no había llegado a Venezuela. Y así muchos cuentos que de verdad eran cuentos de camino, sin la connotación peyorativa que se le da a esa expresión.
Mi vida conyugal con Amram duró veinte años, y realmente fue un matrimonio de esos de “hasta que la muerte los separe”. Pero pude armar su curriculum desde los 65 años anteriores a nuestra boda, porque mi esposo era un conversador grato que disfrutaba con los cuentos y anécdotas de su infancia en Tetuán, de su pubertad y adolescencia en aquel Tánger que aún se parecía al de la película Casablanca, porque lo visitaban estrellas de cine y figuras del equivalente para la época al jet set internacional. Y así conocí también a sus amigos de esos años, que lo fueron para toda la vida, a su familia corta en cuanto a lazos consanguíneos directos pero que se extendía a primos cuartos, quintos y sextos, y a los primos de sus primos, todos muy queridos. La familia y la amistad fueron sus dos más grandes devociones. Y, porque lo viví, pude hablar de su manera hermosa de rezar, de su respeto por las tradiciones y festividades religiosas, de su amor por el sefardismo y de su empeño porque la cultura sefardí prevaleciera, de cuánto quería a Hebraica, de su pasión por las Macabiadas y de su sionismo militante, siempre tratando de convencerme —sin éxito— de que nos mudáramos a Israel.
Llegó el día del homenaje, con el estreno de Yerma en la versión jajequetiesca de Johnny Gavlovski. El magnífico documental realizado por Raquel Markus y Rafael Pérez Octavio, con locución de Carlos Aranguren, fue el abreboca. A ellos les estoy muy agradecida. Antes unas elogiosas palabras de Alberto Benaim, vicepresidente del Centro de Estudios Sefardíes de Caracas, y de Abraham Levy Benshimol, amigo y compañero de ruta de Amram, de quien hizo la semblanza. Y luego Yerma, una tragedia que el ingenio de Johnny Gavlovski trasformó en algo para pensar y también para reír.
Mi eterna gratitud para Johnny y para ese magnífico elenco teatral de Hebraica que ha logrado formar. Para Miriam Harrar de Bierman, por ser impulsora de ese homenaje. Para Anabella Jaroslavsky, por su afecto perenne para Amram. Para Elías Sultán, presidente y demás directivos de Hebraica, por haberse sumado al homenaje. Para Alberto Benaim, vicepresidente del CESC, quien fue el maestro de ceremonias. Para Abraham Levy Benshimol, por haber reseñado de manera impecable la entrega de Amram a la labor comunitaria. Para Iris Keren, directora del Centro Cultural Brief-Kohn, y a su valioso equipo organizador del acto. Para Doris Benmamán, por haber prestado su hermosa voz y su armonioso laúd como parte del espectáculo. Y dejo para el final la gratitud muy especial para Moisés Garzón Serfaty, el mejor y más querido amigo de Amram desde su primera infancia en Tetuán, por sus palabras tan sentidas y ciertas sobre la rectitud moral y la calidad humana de mi querido Amram.