En septiembre pasado, una pareja del pueblo de Sorges, en el sur de Francia, recibió un homenaje póstumo como “Justos entre las Naciones”, el más alto reconocimiento civil del Estado de Israel, por haber escondido durante cuatro años a dos niños judíos que lograron así escapar a la barbarie nazi. Uno de esos niños era Jean Wecksler, quien vivió 50 años en Caracas y fue miembro activo de nuestra comunidad.
El siguiente es el discurso que el señor Wecksler ofreció durante el acto en Sorges
"Mi hermana y yo estuvimos escondidos aquí, en Sorges. Hoy he venido para dar mi testimonio, y para agradecerles que hayan venido a acompañarnos a mi familia, a mí y a mi sobrina Sylvie, que está presente en representación de mi hermana Lilianne, quien desgraciadamente ya no está entre nosotros, en este día tan importante.
Quiero agradecer especialmente a Jean Jacques Ratier, alcalde de Sorges, por su colaboración, sin la cual esta jornada no habría sido posible. Debo agradecer también a los funcionarios de la alcaldía que me ayudaron a organizar este evento, pero sobre todo a la delegación de Yad Vashem de Jerusalén, por haber aceptado mi petición de honrar la memoria de Jean y Rachel Lamargie, reconociendo su heroísmo desinteresado. Los hombres y mujeres de mi generación no olvidarán jamás las horas sombrías de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana, cuando aquellos que, como yo, nacimos en un hogar judío, debíamos escondernos para poder sobrevivir. Mis padres tuvieron que hacer el sacrificio de separarse de mi hermana Lilianne y de mí durante todos esos años de nuestra más tierna infancia, porque éramos perseguidos y acosados en una verdadera cacería del hombre por el hombre. Una cacería en la cual los colaboracionistas eran nuestros más encarnizados y temibles perseguidores, sobre todo los de la milicia francesa, que participó activamente, buscándonos para entregarnos como diera lugar a los verdugos alemanes.Si algún día van a París, aquellos de ustedes que se apasionan, como yo, por la historia de nuestra época, no dejen de visitar el Museo de la Shoá. Verán allí, entre otros documentos históricos, la proclamación de una orden directa del führer Adolfo Hitler al jefe del gobierno francés de Vichy, el mariscal Philippe Pétain; el mismo que después de la firma del armisticio, corroborando la derrota y dirigiéndose al país entero a través de la Radio Nacional, le pidió a todos los franceses que se comprometieran, como él, en ‘la colaboración’. El ocupante victorioso le exigió al gobierno de nuestra República entregar los judíos de Francia a las fuerzas alemanas.
Quiero señalar aquí un hecho que no es conocido por todos. En el Museo de la Shoá podrán ver también, enmarcado para la posteridad, un telegrama que el primer ministro francés de la época, Pierre Laval, envió a Hitler. Este documento, hoy notorio, público y autenticado, que tiene además el sello del correo de la época, demuestra que el presidente del Consejo de Ministros de Francia, Pierre Laval, la más alta autoridad del Estado en aquel momento, ofreció por propia iniciativa entregar también los niños judíos a los verdugos alemanes, cosa que el führer ni siquiera le había pedido.
Laval conocía perfectamente las funestas consecuencias de sus actos. Él sabía que esas familias judías enteras iban a ser enviadas a ‘los campos de la muerte’. Muy pocos de los más de 78.500 mártires franceses, si acaso algunos pocos centenares, volvieron vivos de la deportación luego de horribles sufrimientos físicos y morales, y han dado su testimonio para las nuevas generaciones.
En la larga historia de nuestro ‘viejo mundo’, desde la noche de los tiempos, en las innumerables guerras que han sido el principal flagelo de la humanidad, nunca se había visto algo tan abominable como la barbarie nazi. Ciertamente, ya habíamos presenciado a pueblos victoriosos ocupar militarmente territorios conquistados por las armas, practicar saqueos y posesionarse del país vencido. Incluso poblaciones enteras reducidas a la esclavitud. Pero nunca jamás se había visto a un pueblo exterminar tan metódica y fríamente a otro, incluyendo a las mujeres e incluso los niños pequeños.
Es increíble pensar que una barbaridad así pudiera ocurrir en Francia en el siglo XX, doscientos años después del ‘Siglo de las luces’, el gran siglo del esplendor francés que influyó tanto en la historia universal a través del pensamiento y de la palabra escrita.
Es en este contexto que hay que situar, para magnificarlo, el gesto heroico de dos admirables habitantes de Sorges: Jean y Rachel Lamargie, héroes anónimos sin proponérselo, de no ser por quienes yo no estaría hoy aquí ante ustedes para honrar su memoria que venero, pues por su valentía, y arriesgando sus vidas, nos salvaron a mi hermana Lilianne y a mí, dándonos su amor, calmando nuestras angustias (pues a nuestras edades estábamos aterrados), acogiéndonos en la intimidad de su hogar, protegiéndonos, enviándonos a vuestra escuela como si fuéramos sus propios hijos, niños de vuestro pueblo.
Podría elogiar, sin agotarme, la bondad de alma de la que fuimos objeto. Sin embargo, quiero dedicar el poco tiempo de palabra que me queda para dirigirme a los jóvenes de mi país aquí reunidos, destacando como ejemplo a mis salvadores y benefactores, para sacarlos del anonimato a pesar de su modestia, y hacerlos entrar por la gran puerta en la luz de la historia, con el fin de que cada uno de nosotros los admire, se inspire en ellos y sean recordados para siempre.
Mi mensaje para las jóvenes generaciones es un mensaje de vigilancia, pero sobre todo de esperanza, en un momento crítico en el cual la amenaza del terrorismo radical nos atormenta a todos, y en el que la sombra del antisemitismo amenaza de nuevo a mi pueblo. Estamos reunidos aquí por el deber de la memoria, para rendir homenaje al valor y la tolerancia que son, sin duda alguna, las dos virtudes más grandes, las cualidades de corazón que caracterizaron a nuestros héroes Lamargie, que a partir de hoy nunca más serán anónimos. Los honramos porque fueron una luz en la larga noche de la Shoá.
Los Lamargie no habrían podido realizar su hazaña ellos solos. Guardando nuestro secreto, todos los habitantes del pueblo de Sorges también fueron ejemplares. Les estoy muy agradecido, y estoy aquí para honrar su memoria ante sus descendientes.
Afortunadamente, otras personas en Francia hicieron también clandestinamente este gesto heroico lleno de generosidad. Era su manera de hacer ‘resistencia’. Los honramos aquí, y afirmamos que todos contribuyeron valientemente a salvar el honor de Francia.
Muchas gracias por su atención”.
Jean Wecksler
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Digno homenaje para todos héroes anónimos.
Y admirable ese gesto de agradecimiento a los descendientes.
El agradecimiento es una virtud que no prescribe.