Cuando nos graduamos del Preescolar, aprendimos tres canciones para cantarlas con nuestros padres. Una en inglés, una en hebreo y otra en español. Para ser honesta, apenas recuerdo las que cantamos en inglés y en hebreo, pero nunca olvidaré que en español aprendimos “Venezuela”.
E ra difícil entender la letra para una niña de seis años, que solo esperaba por la merienda y para jugar con sus tarjetas de Pokémon; pero al crecer descubrí que esa canción era más que solo palabras al azar: era el himno no oficial de Venezuela, una canción que puede hacer llorar a cualquiera, una canción que une al país.
Mi colegio y mi comunidad siempre lograron fusionar nuestra herencia judía con la cultura venezolana. Fuimos criados como jewtinos (judíos latinos), amando siempre al país que estaba siendo destruido poco a poco. Teníamos clases de danzas folclóricas israelíes, aprendimos el “Manduco” para bailarlo en el Festival Kineret, y promovíamos los valores de liderazgo que Venezuela necesitaba. Durante el bachillerato se nos alentó a inscribirnos en el registro electoral para votar y luchar por nuestro país.
El día que nos graduamos todos lloramos. Era el final de una época, de más de 14 años de amistad y recuerdos. Llorábamos porque sabíamos que la mayoría se iba a estudiar en otra parte: Boston, Panamá, Herzlya, Miami, Filadelfia y otras ciudades alrededor del globo. Sabíamos que ya no veríamos el Ávila, no comeríamos una empanada grasosa con malta para el desayuno, ni escucharíamos que la gente nos llamara “jefe”, “gorda”, “pana” o cualquier otro calificativo cuando nos viesen por allí.
Estar lejos de Venezuela es duro, pero pensamos mucho en nuestro país, o al menos yo lo hago. Pienso en cuán destruido está todo, cuán peligroso es salir de noche, y qué difícil es encontrar los alimentos en los supermercados. Pienso en cuán bellas son las playas, cuán impresionantes son los tepuyes de la Gran Sabana, y cuán majestuoso es el Ávila. Pienso en cuánto me preocupo cada vez que mis padres salen con sus amistades, en lo asustada que estaba yo cuando salía durante las vacaciones, y en qué vacías están de noche las calles.
Tengo sentimientos encontrados sobre Venezuela, pero mi amor por el país que fue —y sigue siendo— mío es incondicional. Saber que no puedo vivir allí porque me estoy construyendo un futuro en otro país no significa que no ame a Venezuela con todo mi corazón. Sé que no soy la única venezolana que se siente así, y que no soy la única que se quebró al escuchar la nueva canción de Víctor Muñoz, que muestra cómo se siente todo venezolano, el amor por nuestro país y la tristeza de su división. Cuando la oí por primera vez (y debo decir que la he estado escuchando en modo “repetición” durante una hora) pensé que Venezuela es el país que me dio tantas oportunidades, el país del que estoy orgullosa sin importar nada. Pensé en cuánto deseo regresar y tener un futuro allí. Cuán desesperadamente quiero que Venezuela florezca y vuelva a ser el increíble país que recibió a mis abuelos, que me convirtió en la persona que soy, el lugar que llamaré mi hogar sin importar dónde me encuentre.