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Paulina Gamus
N o puedo recordar cuándo conocí a Alberto Krygier, pero jamás olvidaré que al conocerlo sentí de inmediato una especial simpatía por su sonrisa franca y abierta, y por ese acento de su Cuba natal que lo acompañó siempre a pesar de sus décadas de residencia en Venezuela. Quizá el acento sea una manera de obligar a los exiliados a recordar sus orígenes, el país donde nacieron y pasaron su infancia y juventud.
Luego vino la admiración por su talento: sus artículos en El Nacional de Caracas ponían al alcance de lectores legos los más interesantes y densos conceptos sobre economía, finanzas y la manera adecuada de manejarlas.
Tiempo después tuve la suerte de compartir con Alberto dos años de reuniones en la Fundación Conciencia Activa, creada por el rabino Pynchas Brener. Sus opiniones siempre fueron oportunas y sabias, expresadas además con un fino sentido del humor que inmediatamente bajaba las tensiones.
Alberto Krygier fue un brillante profesional, un hombre de permanentes inquietudes intelectuales que se manifestaban en su cualidad de lector incansable, siempre ávido de nuevas ideas. Su currículo, que el espacio no permite trascribir, indica que fue además un hombre de firmes convicciones democráticas, comprometido con las mejores causas desde su juventud como estudiante en su Habana natal. En un momento determinado de su vida ya adulta, y casado con su amada María, la novia eterna, debió elegir entre vivir y trabajar en Nueva York o aventurarse en una Venezuela entonces próspera y grata. Escogió Venezuela y esa elección sería para siempre, hasta el día de su último aliento. Fue uno de esos cubanos brillantes perdidos por su país de origen y ganados por el de elección.
De todas sus muchas virtudes, quizá la más importante sea la hermosa y sólida familia que creó al lado de María: sus tres hijos Francis, Aron y Tamara, destacados cada uno en su área de actividades, que le dieron nietos y bisnietos.