El 12 de marzo, en plena festividad de Purim, la Comisión de Cultura de la Unión Israelita de Caracas inauguró en el Museo Kern la exposición Yiddish – Idioma, vida y cultura, que tiene el propósito de reflejar y exaltar la amplísima creación cultural producida en el idioma de los judíos asquenazíes, lengua que aunque se usa cada vez menos ha dejado una impronta en múltiples expresiones del Judaísmo
Redacción NMI
E l surgimiento del idish (yiddish según la grafía que ha adoptado la exposición), hace más de mil años, fue un proceso que los filósofos, sociólogos e historiadores de hoy llamarían “emergente”: algo espontáneo, necesario y útil.
Como explicó la morá Nusia Wacher en un dossier que NMI publicó en 2012 con el título de “La epopeya del idish”*, este surgió en el centro de Europa, en una región situada entre las ciudades de Speyer, Worms y Mainz hacia el siglo IX. Esa zona no pertenecía a las actuales Francia ni Alemania, era un centro de comercio y tenía un clima relativamente benigno.
En aquella época todo se escribía en latín, pero los judíos de esa región hablaban un alemán medieval que escribían con caracteres hebreos, mezclado con otros elementos de su herencia cultural y términos de uso local. Esa jerga dio origen al idish (literalmente, “judío”).
Como comenta Sonia Zilzer, líder del proyecto de la actual exposición en la UIC, a medida que los avatares históricos empujaban a los judíos a emigrar y extenderse hacia el oriente de Europa, el idish fue absorbiendo palabras y giros de las lenguas de esas regiones, como las eslavas o la magiar.
A partir del siglo XVI comenzaron a aparecer libros en idish, y en 1686 el primer periódico, el Amsterdam Courant, lo que marcó un paso fundamental para que se convirtiera en un verdadero idioma. Su mayor desarrollo lo alcanzaría desde finales del siglo XIX, y una verdadera explosión de literatura, teatro, música y cine ocurrió en vísperas del Holocausto, cuando trágicamente la mayoría de los idish-parlantes fue aniquilada junto con sus instituciones. Todavía en 1940, el idish era la lengua materna o familiar de aproximadamente 11 de los 16 millones de los judíos que había en el mundo, es decir, dos de cada tres; hoy ni siquiera se escriben libros en idish.
Sin embargo, el idish se sigue hablando entre los judíos ultraortodoxos de Israel, Estados Unidos y otros países, y se siguen montando obras teatrales en esa lengua. Su amplísimo acervo cultural sigue siendo estudiado por especialistas en muchas universidades de todo el orbe, y muchas de sus palabras han sido asimiladas en la cultura popular norteamericana.
Yiddish – Idioma, vida y cultura es producto de año y medio de trabajo, aunque era una “vieja añoranza” que venía gestándose desde mucho antes. En su preparación y montaje participaron, además de Zilzer, Olga Hariton, César Núñez, Emanuel Abramovits (director de la Comisión de Cultura de la UIC), Nelson Hariton, Néstor Garrido y Domingo Pérez Sayago.
Al preguntársele cuál fue la mayor dificultad para compilar los materiales y ensamblar la exposición, Zilzer responde, paradójicamente, que “el idioma”, ya que ninguno de los participantes lo habla; ello complicó la utilización del abundante material bibliográfico, hemerográfico y documental de que dispone la Comisión de Cultura, como la antigua Biblioteca Isaac Kohn, la del hoy desaparecido Centro Shalom Aleijem —ambas cuidadosamente resguardadas en la sede de la UIC—, y la Biblioteca Leo y Anita Blum, que continúa en funcionamiento. Para la exposición también se han recibido materiales en donación y préstamo.
El objetivo central, según Zilzer, es mostrar “la forma de ver las cosas” en idish. Reflejar en un espacio limitado la rica literatura, teatro, humor, música, cine e incluso gastronomía idish, es decir, “cómo contar el cuento” de toda una cultura, fue otra de las dificultades.
La exposición es multimedia, pues cuenta con libros en idish y español (Shalom Aleijem, Sholem Asch, An-ski, etc.), publicaciones periódicas idish de Venezuela y EEUU, fotografías, videos, un tapiz auténtico de Marc Chagall, y maquetas alegóricas de la vida en el shtetl, cuidadosamente armadas y decoradas por Olga Hariton.
La exhibición no tiene una secuencia temporal, explica Zilzer, sino que puede comenzar a verse desde el centro, extendiendo su desarrollo radialmente hacia las distintas expresiones de esa cultura. El tema gastronómico, el idishe tam, es, comenta, el más difícil de representar, pero durante el acto inaugural los visitantes pudieron degustar borsht, barénikes y repollo relleno.
Yiddish – Idioma, vida y cultura estará abierta al público por un año, durante el cual se llevarán a cabo ciclos de cine, conferencias, conversatorios y otras actividades. También será visitada por grupos de alumnos de los colegios comunitarios, y está previsto realizar visitas guiadas para adultos. La idea es que posteriormente se convierta en una exposición itinerante.
*Puede verse en archivo.nmidigital.com pulsando “Ediciones Anteriores”, edición número 1850.
Teatro: entre lo sagrado y lo profano
Hablar del teatro idish es hablar de la esencia misma de lo que significa ser judío. Ya desde sus orígenes, esta disciplina de las artes escénicas se vio señalada por las severas creencias religiosas que proscribían la imitación de la imagen de Dios en el terreno de la ficción. Este incierto comienzo solo sería el presagio de una intrincada peregrinación a través de los siglos, de comediantes, dramaturgos y directores que apostándose el pellejo en la más efímera de las artes, redoblaron su jugada (¿Acaso “obra de teatro” traducida al inglés no es “play”?) al hacerlo en lengua idish.
La genealogía del teatro idish nos muestra que siempre ha oscilado entre lo sagrado y lo profano, dos conceptos que se miran de reojo y se sacan la lengua, pero que en las tablas judías estaban destinados a confraternizar, como podemos apreciar en el pistoletazo de salida de su andar con el Purim shpiel (La fiesta de Purim). Con sus puestas en escena rayanas en lo carnavalesco y lo insolente, con máscaras, artificios y cierto matiz satírico, estas representaciones eran toleradas por los rabinos, aunque al mismo tiempo no las tragaban del todo, como lo indica el hecho de que El Rollo de Esther con Amán, Asuero, Mardoqueo y compañía, se realizara fuera de la sinagoga. Esta suerte de invitación a desalojar el recinto marcó de alguna manera el porvenir andariego del quehacer teatral idish, siempre trashumante…
Gastronomía: Idishe tam
¿Existe algo que podamos definir como la “comida judía”? Los judíos han adaptado los alimentos de los países en que viven, pero en cada país su cocina ha tenido un toque especial y algunos platos son originales, siendo distintivos y reconocibles. La razón para estas adaptaciones parte de las normas del kashrut, que definen cuáles alimentos se deben consumir y en qué forma hacerlo. Si bien no podemos afirmar que todo lo que se come es comida judía, sí existe una forma especial y definida en la que la preparamos y servimos.
Así como el idish se convirtió en el idioma de los asquenazíes y absorbió voces de los diferentes ambientes donde llegó, el repertorio culinario creció a partir de una base alemana con antiguas influencias francesas e italianas, y eventualmente atrajo platos de Europa del Este. Además de la fusión de sabores y el kashrut, en la vida de los guetos y shtetls la práctica religiosa dictaba la dinámica social, y de ahí que hubiera un fogón común para hornear pan, donde se separaba la carne de los lácteos, se preparaba la comida del shabat y las festividades.
En los países del este europeo hubo dos tipos de cocina: la popular y la aristocrática, influida por Francia e Italia. Conocemos la comida de los shtetls que era “la pobre”, la de los que luchaban por sobrevivir. Si bien la comida diaria era precaria, los manjares eran para el sábado y las festividades. El viernes se comía jalá, pescado relleno, hígado de ganso picado, caldo con fideos, pasteles de carne y kugel. La comida del sábado era el chólent, una combinación de granos y carnes que se cocinaba lentamente durante la noche; su nombre viene del francés: chaud (caliente) y lent (lento).
Con las particiones de Polonia, los judíos se integraron a los imperios de Rusia, Austria y Prusia, y las comidas del shtetl y sus estructuras socioculturales fueron llevadas por toda Europa Oriental, siendo la judería rusa la mayor de la cultura asquenazí.
En Polonia, los judíos adquirieron un gusto por lo dulce. Son famosos por el gefilte fish dulce con jrein. El shnítzel de ternera y los buñuelos llenos de mermelada que se comen en Janucá son de Viena. De Hungría se adoptó el gúlash, así como los blintzes y el strudel, cuya masa es herencia turca, al igual que los pimientos rellenos. La cocina de Rumania y los Balcanes tenía más en común con Turquía; traía carnes a la parrilla, pimientos asados y puré de berenjena, así como la masa de maíz: mameligue, y el uso de yogur y ajo.
Cuando los judíos salieron en grandes oleadas para América y otros lugares para evitar el reclutamiento, escapar a los pogromos y, más tarde, huir del nazismo, llevaron consigo las viejas tradiciones culinarias.
Artes plásticas: Chagall y compañía
“Pinta tu aldea y serás universal”, sentenció alguna vez León Tolstoi. Estas palabras podrían acoplarse plácidamente, de manera inequívoca, a la obra inmortal de ese pájaro solitario llamado Marc Chagall.
Luego del ancestral ostracismo al que fueron proscritos los creadores judíos en su posibilidad de recrear imágenes figurativas (no tenían el derecho de hacer lo que Dios había hecho), en los albores del siglo XX emergió un puñado de artistas (Weber, Chagall, Soutine y Mané-Katz, entre otros) que revelaron al mundo toda la iconografía represada (oscilante entre lo evidente y lo soterrado) del amplio espectro de la cultura judía. En este contexto se erige de manera portentosa la figura de Marc Chagall.
Chagall (Vítebsk, Bielorrusia, 1887- Saint-Paul de Vence, Francia, 1985) fue un artista excepcional (el mote de “Picasso judío” no era gratuito), cuya relación vida-obra estuvo sedimentada en un maridaje inseparable, producto de una labor honrada y tesonera que siempre fue impermeable a los ismos, modas y comparsas que suelen gravitar, y en muchos casos intoxicar la profesión de fe que reviste a todo espíritu creador.
Los sólidos cimientos de la obra chagalliana se levantan sobre los recuerdos de un endeble shtetl, con sus casas de madera, su carácter rural y su pobreza. Chagall va a evocar en sus lienzos el mundo de su infancia en Rusia: los polvorientos suburbios de Vitebsk, los solemnes personajes de la pequeña burguesía judía, los tozudos campesinos y violinistas alucinados. Dicha evocación parece prefigurar, por décadas, un aforismo implacable del poeta venezolano Rafael Cadenas: “Los ojos inocentes reconquistan territorios perdidos”.
El shtetl como hecho germinal de la creación plástica no fue monopolio exclusivo de Marc Chagall; también lo podemos rastrear en la obra de otro pintor judío, como es el caso de Chaim Soutine. Si en Chagall asistimos a la visión más idílica y festiva de la vida en el shtetl, en los descarnados lienzos de Soutine nos damos de bruces con su vertiente más amarga y desoladora; para muestra basta con asomarse a su “Naturaleza muerta con arenques”, para percibir todo un mundo de privaciones y carencias inherentes a los judíos que poblaban las regiones más deprimidas del gueto natal del pintor. En el caso de Soutine podemos advertir que su obra está “amasada con la brutal arcilla de la ausencia” (Alfredo Silva Estrada, dixit).
Cine: la impronta del teatro
Aunque entre las décadas de 1910 y 1930 se produjeron películas silentes realizadas por y para los judíos, no sería hasta el advenimiento del sonoro cuando el cine en lengua idish emergió con ímpetu, logrando cierto espesor, fulgor y sustancia gracias a la peculiaridad del idioma, sus sólidas tradiciones musicales y, sobre todo, la presencia del teatro idish, cantera primordial de este cine.
Desde el punto de vista artístico, el cine idish viene a ser una prolongación de la literatura y dramaturgia en esa lengua; el cine como medio de reproducción de los éxitos novelescos y teatrales. También podría ser considerado como un curioso antecedente del cine independiente, con sus producciones a muy bajo costo y filmaciones de pocos días en locaciones naturales (sitios como Pensilvania o New Jersey sirvieron para recrear shtetls polacos y estepas rusas). Ciertamente, en el cine idish no vamos a hallar un repertorio de obras maestras; el influjo del teatro idish a nivel argumental, actoral y de puesta en escena termina siendo un fardo pesado a efectos de la adaptación cinematográfica. Sin embargo, en su contexto podemos precisar producciones de innegable entidad como Yidische glikn (Aleksej Granovski, URSS, 1925), Uncle Moses (Sidney M. Goldin, Aubrey Scotto, EEUU, 1932), Yidl mitn fidl (Joseph Green, Jan Nowina-Przybylski, EEUU, 1936), Grine felder (Edgar G. Ullmer, EEUU, 1937), Der Dybuk (Michal Wasinsky, Polonia, 1937), A brívele der mamen (Joseph Green, Leon Trystan, Polonia, 1938) y otras. Todas estas historias guardan en común —aparte de la misma lengua, claro está— el conflicto de la tradición versus la modernidad, presente en la nostalgia por los tiempos idos y el terruño perdido, lo que da cuenta de la gran brecha que se había zanjado en las raíces de su comunidad.
El cine idish dio muestras de agotamiento después de la Segunda Guerra Mundial. En Estados Unidos, principal productor de estos filmes, la segunda y tercera generación de judeo-americanos casi no empleaban el idish, y el contacto con Europa Oriental fue liquidado para siempre por la Shoá. Surgieron algunas producciones en el Estado de Israel, pero el hebreo moderno ya se había entronizado como el idioma oficial en detrimento del idish como la lengua del gueto. El cine idish se sumergió vertiginosamente en el olvido, hasta que un grupo de historiadores comenzaron a mostrar un renovado interés por estas películas en los años 1970.
Al día de hoy, este cine es la memoria rotunda y sensible de una época, de una identidad, de una ética y de una lengua, en un momento fascinante de transición en la vida y cultura del pueblo judío.