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“En Israel, quien no cree en milagros no es realista”
David Ben Gurión
L a Providencia Divina ha velado, vela y velará siempre por el pueblo judío y cuanto a él concierne. La historia es testigo irrefutable.
¿Hay otro pueblo que haya logrado regresar a su tierra y reconstruir su nación después de casi 2000 años de exilio?
La tierra de Israel permaneció desolada durante esos casi veinte siglos, sin que se estableciera en ella ninguna otra nación permanentemente. Las que la ocuparon, fueron aventadas una y otra vez como hojas secas. Fueron aves de paso. Esa tierra fue dada por el Supremo a su pueblo, Israel, para la eternidad.
Por su situación estratégica, ese país fue el epicentro del mundo conocido. Los no judíos también ponían su foco en Jerusalén, atraídos por una fuerza magnética espiritual, y traían ofrendas al Templo. Cuando el rey Salomón construyó el Templo, pidió a Dios que atendiera las plegarias de los no judíos que se acercaban (Reyes 1, 8:41-43). En palabras del profeta Isaías, el Templo era “una casa de plegaria para todas las naciones”.
Jerusalén es la ciudad santa y el corazón del pueblo judío. La Torá ordenó que los judíos debían acudir en peregrinación tres veces al año, tanto al Primer Templo que fuera destruido por los persas, como al Segundo, del cual queda en pie el Muro Occidental, también llamado “Muro de los Lamentos”. Los judíos dispersos por el mundo todavía rezamos tres veces al día en dirección a Jerusalén. El Talmud dice: “Si alguien está rezando fuera de la tierra de Israel, debe apuntar su corazón en dirección a Israel; quienes rezan dentro de Israel, deben apuntar su corazón hacia Jerusalén; y quienes están en Jerusalén, deben apuntar su corazón hacia el Templo”.
En cada boda judía, el novio rompe un objeto de vidrio para conmemorar la destrucción del Templo. Durante el Séder de Pésaj (cena pascual en la que se recuerda la salida de Egipto con la lectura de la Hagadá), en cada hogar judío fuera de Israel se expresa este anhelo de siglos: “El año próximo en Jerusalén”. Como dijera rabí Yehudá Halevy: “Yo estoy en Occidente, pero mi corazón está en el Oriente (Jerusalén)”.
El rey David escribió hace tres mil años: “Si te olvidare, Jerusalén, que se olvide (la capacidad de) mi mano derecha (para tocar el arpa). Que mi lengua se adhiera al paladar (impidiéndome hablar y cantar alabanzas a Dios) si no te recuerdo, si fallo en elevar a Jerusalén por encima de toda alegría” (Salmo 137). ¿Algún otro rey o dignatario, a través de la historia, ha expresado algo parecido? ¿Algún otro pueblo ha expresado su anhelo de siglos por retornar a Jerusalén? ¿Se conoce algún otro pueblo que le cante a Jerusalén? ¿A la “Jerusalén de oro”?
Jerusalén fue destruida y reconstruida nueve veces, y siempre, como un símbolo, el Muro Occidental permaneció intacto. Nuestros sabios profetizaron que aun después de la destrucción del Templo, la Presencia Divina nunca dejaría el Muro Occidental, y que el Muro no sería destruido.
Al establecer el pacto eterno con Abraham, Dios le prometió que el pueblo judío nunca sería destruido (Génesis, 17:7). De acuerdo con esto, el Muro es un símbolo del pueblo judío. Así como ha habido repetidos intentos para destruir el Muro y sigue existiendo, así el pueblo judío ha sobrevivido a sus enemigos y sigue siendo eterno.
Los triunfos de las Fuerzas de Defensa de Israel en las guerras que le fueron impuestas, ganándolas todas, ¿no son milagros reiterados desde antes y después de la liberación de la esclavitud en Egipto? He aquí algunos de esos milagros: Abraham salió indemne del horno en el que fue introducido; no se llegó a consumar el sacrificio de Isaac; Jacob venció al ángel de Dios; José contó con la protección divina al interpretar los sueños del Faraón y salvar al país de la hambruna, por lo que ganó el favor del soberano; las diez plagas de Egipto no afectaron a los judíos esclavizados; las aguas del mar se separaron dejando un camino seco por el que pasaron los hijos de Israel a la otra orilla; en pleno desierto tuvieron luz de noche y sombra de día, gracias a las “nubes de gloria” que Dios les proporcionó, al igual que la milagrosa comida que diariamente bajaba del cielo, el maná. Obtuvieron la victoria cuando fueron atacados por los amalequitas; el edicto de exterminio del pueblo judío que firmó el emperador persa Asuero a pedido de su ministro Amán, el malvado, fue derogado gracias a la intervención divina por intermedio del judío Mordejái el justo y su sobrina, la reina Esther. La derrota de los sirio-griegos a manos de los hijos de Matatyah Ben Yohanán, sumo sacerdote hasmoneo, liderados por Yehudá y que junto a sus hermanos, llamados los macabeos, inspiraron al pueblo, recuperaron y procedieron a la purificación del sagrado Templo que había sido profanado; luego, el hallazgo de una vasija con aceite puro para encender la menorá que duró ocho días, cuando solamente era suficiente para un día. La victoria, como siempre, de los pocos sobre los muchos, de los justos sobre los malvados… y tantos otros milagros hasta nuestros días.
A través de las vicisitudes por las que ha atravesado el pueblo judío, ¿no ha quedado demostrado ser cierta la profecía “Dios luchará por vosotros y vosotros prevaleceréis”?
Los milagros, las promesas y las profecías se han venido cumpliendo y seguirán cumpliéndose eternamente.
Israel es la nación eterna de Dios.
En cada boda judía, el novio rompe un objeto de vidrio para conmemorar la destrucción del Templo. Durante el Séder de Pésaj (cena pascual en la que se recuerda la salida de Egipto con la lectura de la Hagadá), en cada hogar judío fuera de Israel se expresa este anhelo de siglos: “El año próximo en Jerusalén”. Como dijera rabí Yehudá Halevy: “Yo estoy en Occidente, pero mi corazón está en el Oriente (Jerusalén)”.
*Co-fundador de Nuevo Mundo Israelita