Con el paso del tiempo se nos va esa generación de sobrevivientes de la Shoá que han definido buena parte de nuestra identidad y nuestro compromiso con el pueblo judío. En el caso de varias personas, muy cercanas y todavía más queridas que conocí, la influencia que han tenido sobre mi persona, mi familia y mis amigos, la ejercieron y consiguieron sin siquiera relatar los horrores de la más absoluta tragedia de la humanidad. Tragedia que habría de quitarnos el denominador de humanidad.
Una de estas personas fue el Señor Eric Schwartz. Ami.
Un hombre de bien. Culto, pulcro, con un excelente y agudo sentido del humor. Realista y sarcástico. Un caballero. De excelente conversación. Admirador de todo lo admirable, y con puntos de vista propios y sólidos que no le impedían aceptar y tolerar posiciones e ideas encontradas, de personas algo menos o mucho menos ilustradas que él.
Como varios sobrevivientes de la Shoá, su epopeya de vida ha sido la construcción de una familia buena. Esa es la palabra. Porque Eric Schwartz, Ami, era esencialmente un hombre bueno.
Ser bueno es a veces difícil. Pero ser bueno después de haber vivido la muerte, es heroico. No ser un resentido ni un ser que odia a sus congéneres, es algo que cuesta entender, más aún cuando esos congéneres, en el mejor de los casos, solo guardaron silencio ante el horror infligido.
Nunca le pregunté, ni me atreví preguntar tampoco a otros, el por qué de sus varios nombres. Tampoco por sus hermanos y familiares que no vivieron. Ni nada sobre su pasado. La mirada de los sobrevivientes es muy especial. En ella se percibe, siempre, un optimismo por el futuro, dentro de una resignación suprema que no es derrota ni desánimo. Esa mirada, la sonrisa dibujada en los labios, el orgullo manifiesto de saberse poseedor de hijos y nietos, dice mucho más que las palabras y los relatos.
Fueron y son una generación que no conoció ni disfrutó de padres y abuelos. Ni de hermanos. Tienen hijos y nietos; aprendieron el oficio sin haber tenido padres ni abuelos, como debió ser el orden natural.
Varias veces, muchas, estuve en conversaciones con el señor Ami. Sobre política, sobre Israel, sobre cosas simpáticas y otras no tanto. Su tono de voz y especial modulación eran agradables, amenos.
La última vez que conversé con él quedé impactado por algo que me dijo acerca de ayudar al prójimo; estábamos conversando sobre la actitud de personas que no son agradecidas, o que no se encariñan con otros a pesar de haber convivido y compartido muchos años, muchas vivencias, cosas buenas y cosas malas. En una de esas, me miró con esa mirada que da el tiempo, la sabiduría, la resignación y el optimismo, y me dijo: “Pero nosotros no somos así. Somos agradecidos y queremos a la gente. Hay que ayudar”. Fue lo último que me dijo, y creo que ambos sabíamos que esa tarde nos estábamos despidiendo.
Sí. Así era este amigo de la vida: bueno y agradecido. No es trivial serlo con una carga de vida así. Se despidió sin irse, y se fue sin despedirse. Yehí Zijronó liBerajá.
Es un compromiso para con los que vienen, una deuda para con quienes se van, aquello de no olvidar. No olvidaremos, ni dejaremos olvidar.