El Medio Oriente es un condominio muy particular. Algunas actitudes pacifistas se toman como debilidades que deben ser explotadas antes que agradecidas. Y la debilidad percibida como tal es la antesala de la agresión.
En el año 2000, el entonces primer ministro de Israel era el general Ehud Barak, el militar más condecorado de la historia de Israel. Había conseguido el poder dentro del Partido Laborista desplazando al legendario Shimón Peres, desbancando de la primera magistratura a Benjamín Netanyahu y el Likud en lo que fue su primera gestión en el cargo de Bibi. Barak tenía una visión muy lógica y clara de cómo resolver el conflicto árabe-israelí, y su arista más delicada entonces, el palestino-israelí.
Israel tenía casi dos décadas en el sur del Líbano; una ocupación para garantizar la paz en la frontera norte que parecía no tener sentido. Sin conversaciones ni negociaciones de por medio, un buen día Barak se retiró unilateralmente del Líbano. Para pelear hacen falta dos, Barak se bajaba del cuadrilátero. Israel se evitaba las bajas frecuentes de soldados, y parecía que las decisiones unilaterales constituirían la forma de hacer las cosas de entonces en adelante. Hezbolá se fortaleció en el Líbano. Su presencia resultó en una amenaza ya existencial para Israel, cada vez más peligrosa.
Simpatizantes de Hezbolá encima de un tanque israelí abandonado en el sur del Líbano tras la retirada unilateral de las FDI en mayo de 2000, que fue interpretada como una muestra de debilidad
(Foto: AFP)
También en el año 2000, Ehud Barak tuvo una lógica iniciativa. Viendo que el proceso de Oslo se estancaba, que el llamado Nuevo Medio Oriente seguía siendo el Viejo Medio Oriente de siempre, y aprovechando la disposición y necesidad del entonces presidente americano Bill Clinton, se lanzó a una cumbre en Camp David con el objetivo de lograr el tan ansiado Acuerdo de Estatus Final con Yasser Arafat. Barak ofreció con sinceridad y hasta candidez todo lo que Israel estaba dispuesto a dar, aun a riesgo de perder su débil coalición, y acudir a las urnas para un eventual referéndum que refrendara el ilusorio acuerdo con la Autoridad Nacional Palestina. Arafat no quiso asumir esa responsabilidad y desató la llamada segunda intifada.
En el año 2005, Ariel Sharón era el primer ministro de Israel. Aplicando una lógica bastante convincente, decidió retirarse de Gaza. Los asentamientos israelíes allí fueron desmantelados; no parecía tener sentido que unos pocos miles de ciudadanos israelíes vivieran en un territorio hostil, necesitando de una poderosa fuerza militar que garantizase su seguridad. Hubo quienes se opusieron a esta retirada, pues consideraban que la presencia israelí en Gaza era el impedimento de alguna agresión futura. Pero estos argumentos, ciertamente poco razonables pero sí reales, no fueron convincentes.
La retirada del Líbano, la iniciativa de Barak en Camp David, la retirada unilateral de Gaza en 2005, fueron medidas tendientes a bajar la tensión, solucionar conflictos, evitar enfrentamientos, allanar el camino de una necesaria y merecida paz. Las contrapartes de Israel tomaron estos gestos y estas acciones como muestras de debilidad, una debilidad que debía ser aprovechada. Así, el sur del Líbano se convirtió en un arsenal de cohetes que amenazan a Israel, la segunda intifada dio al traste con cualquier esperanza surgida de los Acuerdos de Oslo desatando una ola de terrorismo, la salida de Gaza terminó con Hamás tomando el control y convirtiendo el enclave en un centro de terror que ha golpeado a Israel sin misericordia.
Ehud Barak, en una entrevista ofrecida a CNN el 12 de octubre de 2000 señalaba, desencajado, que en el Medio Oriente no se pueden dar señales de debilidad. Lo dijo justo cuando tuvo que lanzar un ataque con helicópteros sobre Ramala, luego del asesinato de dos israelíes que se equivocaron de camino, entraron a esa ciudad árabe y fueron masacrados. Hace unos días, Dani Yatom exdirector del Mossad, la agencia de inteligencia israelí, un hombre bastante moderado, señalaba que Israel no puede correr el riego de ser percibido como un tigre de papel.
La retirada del Líbano, la iniciativa de Barak en Camp David, la retirada unilateral de Gaza en 2005, fueron medidas tendientes a bajar la tensión, solucionar conflictos, evitar enfrentamientos, allanar el camino de una necesaria y merecida paz. Las contrapartes de Israel tomaron estos gestos y estas acciones como muestras de debilidad, una debilidad que debía ser aprovechada
A la comprobada percepción de debilidad cuando se trata de apaciguar, debe sumarse la también peligrosa percepción de ser un tigre de papel cuando no se cumple con las amenazas hechas. Israel, al iniciarse los terribles acontecimientos del 7 de octubre de 2023, amenazó con destruir a Hamás, con liquidar su control sobre Gaza. Esto no se ha podido logar por razones que no necesariamente sean la falta de poderío israelí o su capacidad militar. Diplomacia, daños colaterales, presiones de muchos y falta de empatía con Israel de parte de otros tantos, han hecho difícil cumplir la amenaza. Pero estas circunstancias, que debieran tomarse como válidas razones para deponer las armas, regresar a los rehenes y acordar un cese al fuego, terminan generando la peligrosa impresión de Israel como un tigre de papel.
Si con Hamás en Gaza esta percepción es muy peligrosa, mucho más lo es cuando se refiere al conflicto postergado con Hezbolá en el sur del Líbano. Israel ha amenazado con terminar esta delicada y desagradable vivencia de cohetes que son disparados todos los días sobre su población, y decenas de miles de refugiados dentro del país sin poder regresar a sus casas.
Y si Hezbolá constituye un peligro, uno descomunalmente mayor es Irán y su capacidad nuclear en desarrollo. Un tigre de papel que ruge y no muerde, sin amigos ni aliados que lo respalden, tiene pocas probabilidades se sobrevivir si es que no se convierte en un verdadero león. Un león que muerda sin tener que rugir.