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La Hagadá de Sarajevo es una muestra de la riqueza cultural que España perdió con la expulsión de los judíos, y su supervivencia es tan asombrosa como la del pueblo que la creó
Giulio Maria Piantadosi*
D urante cien años, las 34 páginas iluminadas de esta Hagadá (texto que se lee en Pésaj, la Pascua judía) se conservaron en Barcelona. Pero antes de que llegara el verano de 1492, el libro estaba de camino hacia Italia.
Los Reyes Católicos habían concedido tres meses a los judíos que vivían en la Península Ibérica para decidir: o se bautizaban o se iban. El Edicto de Granada, emanado pocos meses después de la conquista de la Alhambra, sentaba las bases para una España donde solo había sitio para los cristianos. A los judíos que decidieron marchar se les prohibió llevarse oro, dinero y plata. Pero sí les dejaron sacar algo incluso más valioso: los libros.
Empezaron así las peregrinaciones de esta Hagadá, un libro que se ha vuelto un símbolo del desarraigo y de las tribulaciones de la comunidad sefardí. La belleza de sus ilustraciones y la riqueza de sus colores lo convirtieron en seguida en un codiciado manuscrito. En Venecia, donde los judíos gozaban de cierta libertad, el cura católico Giovanni Visitorini puso su firma encima del volumen: el libro podía quedarse sin temor a represalias por parte de la Iglesia.
Volvemos a encontrarlo en 1894 en el Imperio Otomano, en la ciudad de Sarajevo, cuando una familia judía decide venderlo al Museo Nacional de Bosnia-Herzegovina. “Los judíos españoles, los sefardíes, vivían en la ciudad hacía ya cientos de años. Vinieron más o menos cuando se construyó el puente sobre el Drina”, cuenta el escritor bosnio Ivo Andrić en su novela sobre la historia de Sarajevo.
Cuando las tropas serbias asediaron la capital, durante la guerra de Bosnia en 1992, proteger el tesoro más preciado de los sefardíes se convirtió en una prioridad. Cincuenta años antes la Hagadá, escondida entre los muchos títulos conservados en el museo, se había salvado de la destrucción nazi. O por el altruismo de un clérigo musulmán que la ocultó bajo un nogal, según reza una versión más novelada. Pero ahora, con la Biblioteca de Sarajevo en llamas, el riesgo de perderla para siempre había vuelto.
El Museo Nacional, donde la Hagadá era custodiada, se convirtió en un blanco constante de los francotiradores serbios. Su director, Rizo Sijari, murió por la explosión de una granada mientras intentaba reparar los huecos abiertos en los muros por el fuego de las ametralladoras.
El gobierno bosnio la ha vendido para comprar armas, decía un rumor. No, se la llevaron agentes del Mossad por un túnel bajo el aeropuerto de Sarajevo. “No creía en ninguna de las opciones. El libro se había convertido probablemente en ceniza después de haber pasado por el fuego de las bombas de fósforo”, escribe Geraldine Brooks, ganadora del premio Pulitzer, en El pueblo del libro, donde se reconstruyen la vicisitudes de la Hagadá.
El libro, sin embargo, se salvó. Fue escondido secretamente en la cámara de seguridad subterránea de un banco. En 1995, con los escombros todavía por las calles de Sarajevo, se concedió a la comunidad judía de la ciudad permiso para celebrar la Pascua con su Hagadá. En 2002, después de 10 años, volvió a exponerse en el restaurado Museo Nacional bajo una protección de vidrio blindado.
“Las bibliotecas de Roma, París, Londres y Oxford están llenas de manuscritos sefardíes de incalculable valor”, explica José Ayaso, docente de Historia del Pueblo Judío en la Universidad de Granada. Un patrimonio que España ha perdido para siempre. “Algo queda en El Escorial y en la Biblioteca Nacional”, añade Mariano Gómez Aranda, investigador del CSIC, “pero en España sigue habiendo libros que todavía no se han ni estudiado ni traducido”.
En la Península Ibérica el antisemitismo fue un fenómeno relativamente tardío con respecto al resto de Europa, debido a los siglos de convivencia entre las tres religiones monoteístas. “El Edicto de Granada fue el último acto de una persecución que empezó cien años antes”, explica María Antonia Bel Bravo, profesora de la Universidad de Jaén. Progresivamente la comunidad hebrea se ruralizó y abandonó las juderías. Para vivir mejor muchos se convirtieron, manteniendo al mismo tiempo la religión y las instituciones judías. “Sin embargo, el nuevo reino construido por los Reyes Católicos era un Estado centralista y unificador, no admitía una comunidad autónoma con reglas propias”, añade Bel Bravo.
Es posible que las consecuencias del Edicto fueran más allá de lo previsto. “Los reyes querían prohibir una religión, no expulsar un pueblo entero”, afirma Gómez Aranda, investigador especializado en Estudios Judíos. “Las condiciones fueron muy duras con el objetivo de obligarlos a quedarse y no perder todos sus bienes. Pero no fue así”, añade.
Por el norte de África, Italia, Holanda o el Imperio Otomano (que entonces comprendía Israel) los sefardíes se refugiaron en los países donde podían vivir el Judaísmo. Muchos se fueron creyendo que volverían al cabo de pocos años. Pasaron siglos.
“¿A este Fernando le llamáis rey, que empobrece sus estados para enriquecer los míos?”. La frase, atribuida al sultán turco Bayaceto II, sirve para entender la magnitud del error de Isabel y Fernando. Para Gómez Aranda no se puede cuantificar el daño económico que provocó la diáspora judía. Sin embargo, fue una grave pérdida cultural en el campo científico, filosófico y financiero.
Para quienes se quedaron en España, la vida fue terrible. “Después de la expulsión, oficialmente los judíos no existían. Los que mantuvieron en secreto su religión vivían con la amenaza constante de la Inquisición”, explica Bel Bravo.
Las cosas no fueron mejores para los marranos: nunca consiguieron quitarse de encima la reputación de ser unos impostores.
Los judíos volverían con los negocios y el ferrocarril. En 1834, con la abolición definitiva de la Inquisición, los banqueros Rothschild se instalaron en Madrid. El gobierno necesitaba urgentemente nuevas fuentes de financiación para salvarse de la quiebra.
La libertad de culto se restauró con la Constitución de 1869, pero hasta 1917 no hubo en Madrid un lugar de culto judío abierto al público. Entonces cientos de judíos llegaron a España huyendo de la Primera Guerra Mundial. “Se trataba de una nueva comunidad, que no tenía nada que ver con la que vivía en España antes de la diáspora”, explica Jacobo Israel. “Algunos de ellos eran sefardíes, pero la mayoría no”, añade este historiador y ex presidente de la Federación de las Comunidades Judías de España.
En 1968, el franquismo intentó aprovecharse de la inauguración de la sinagoga de la Calle Balmes para darse un aire de modernidad. El Ministerio de Justicia incluso envió una carta, para comunicar a la comunidad judía de la capital que el Edicto de Granada quedaba “sin efecto según la vigente ley”. La noticia acabó en la portada del New York Times y del Chicago Tribune.
Para el profesor Ayaso las heridas se cerraron del todo en 2015, cuando el gobierno de Mariano Rajoy aprobó la ley que otorga la nacionalidad a los descendientes sefardíes. “Un hito histórico, ratificado por unanimidad por el Parlamento”, afirma Isaac Querub, presidente de la Federación de las Comunidades Judías. Sin embargo, se trata de una norma muy enrevesada, repleta de requisitos y con fecha de caducidad. El plazo para pedir el pasaporte español caducará en 2018, y de momento ha habido solo unas 3000 solicitudes.
La comunidad judía cuenta hoy con aproximadamente 45.000 personas: “La integración en la sociedad española es perfecta”, explica Querub. Los años en que España se veía como un país excesivamente católico y antisemita forman parte del pasado. Miguel de Lucas, director del Centro Sefarad-Israel de Madrid, añade que con respecto a otros países europeos hay muy pocas manifestaciones antisemitas, aunque las tensiones en Oriente Próximo derivan en sentimientos “antisionistas”.
El Centro Sefarad-Israel, institución impulsada por la diplomacia española, celebra este año 2017 su décimo aniversario. “Somos un puente entre España y el Judaísmo. Trabajamos para recuperar el tiempo perdido. Hay mucho deseo de conocimiento sobre el mundo judío en la sociedad, desde la historia de Israel al Holocausto”, explica de Lucas.
Ayaso. Los ateneos de Madrid, Barcelona, Salamanca y Granada, y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas están a la vanguardia en estudios semíticos. El turismo ha contribuido a la creación de la Red de Juderías, dedicada a la recuperación de los antiguos barrios judíos en toda la Península.
Sin embargo, para el investigador Gómez Aranda falta un museo de la historia de los judíos en España digno de ese nombre. “De momento solo existe una pequeña exposición en la Sinagoga del Tránsito de Toledo. Demasiado poco para expresar el aporte judío a la cultura española. Los judíos no son ‘otra gente’, somos nosotros, los españoles”, dice.
En opinión de José Ayuso, a España le queda otro reto pendiente: reconocer y recuperar también la herencia de los moriscos, musulmanes obligados a convertirse al Cristianismo en 1502 y definitivamente expulsados por orden de Felipe III en 1609.
*Periodista italiano radicado en España.
Fuente: El Independiente (España). Versión NMI.