En las últimas semanas ha habido un intenso movimiento en organismos e instituciones que deploran lo que sucede en Gaza. Una guerra desigual en todos los sentidos, desde cualquier punto que se mire. Es un lugar común deplorar guerras y conflictos, un lugar inusual actuar para evitarlas o pararlas.
Un país establecido en 1948, bajo la autorización de las Naciones Unidas con voto favorable, sigue sin ser reconocido por sus vecinos inmediatos, ya divididos en dos enclaves independientes uno del otro, y con la conmemoración anual cada 15 de mayo de un día de Nakba; algo que, paradójicamente, han respaldado las Naciones Unidas en los últimos años. Pareciera que el conflicto de 1948, y aun desde antes, persiste en virtud del no reconocimiento de Israel como Estado judío independiente.
No se puede decir que el mundo haya sido ajeno o impasible al problema entre Israel y los palestinos. Ha habido decenas de iniciativas de paz que fracasaron. Las partes desconfían unas de otras, las mentalidades y enfoques de vida y sociedad difieren. Los enfrentamientos continuos, que alcanzan picos de agresividad cada cierto tiempo, generan más odio y rencores, aumentando la desconfianza. Están también las partes interesadas en mantener un foco de conflicto permanente, y aquellos que no renuncian a las jugosas parcelas de poder y beneficios que se derivan de la beligerancia siempre existente.
La solución de dos Estados para dos pueblos parece lógica; preferible a cualquier alternativa de guerra. Pero no se ha logrado materializarla nunca, ni por etapas ni de una sola vez. Hoy parecieran existir tres Estados para dos pueblos, enfrentados entre sí y eventualmente unidos por la conveniencia de enfrentar al tercero. Una mezcla de fanatismos, concepciones religiosas, posiciones extremas y muy poco pragmatismo.
No será con extravagantes denuncias contra Israel en el Tribunal Penal Internacional, ni con votaciones automáticas en organismos internacionales, como se solucionará el conflicto entre Israel y los palestinos
(Foto: Europa Press)
Cuando los organismos internacionales emiten opiniones, comunicados y dictámenes, estos reflejan un idealismo (¿una ceguera?) que no se conduele con la realidad. Parece olvidarse la historia del Medio Oriente, las posiciones de todos y cada uno de los actores de este drama de 76 años. También se juzga con rigor a quien se supone más poderoso, que no menos correcto por ello. Y se obvian eventos lejanos y cercanos en el tiempo, se hace caso omiso de la realidad que se vive, se emiten declaraciones y se asumen posturas que satisfacen electorados específicos, agradan a intereses evidentes y posiciones conocidas. A la hora de la verdad, las declaraciones y condenas unilaterales a Israel, los comentarios fuera de lugar y proporción, terminan dando fuerza a quienes insisten en su postura negacionista relacionada con Israel. Muchos no ocultan su consideración acerca de la creación del Estado de Israel como causa del problema.
Hay un principio tácito de responsabilidad que aplica a aquellas sociedades con un aparente nivel alto de educación y civilización; es el caso de Israel como Estado judío. Atribuirse la condición de pueblo elegido por Dios, con un código de ética universal y la promesa de una tierra para la posteridad, exige una conducta ejemplar, negociadora y tolerante; pero no timorata.
La sociedad israelí es exigente con su gobierno y consigo misma. Le demanda un alto estándar moral en la guerra de Gaza, protesta el que no se haya logrado la liberación de los rehenes, y está confundida respecto a qué acciones son las realmente correctas. Parece ridículo que los israelíes apoyen el suministro de ayuda humanitaria al enclave que retiene a los rehenes, parece fuera de lugar que en medio de una guerra se proteste contra el gobierno como si no hubiera combates. Pero en cierta forma reconforta saber que los estándares morales del Estado, las instituciones y la población de Israel son altos. No se le exige nada igual y ni siquiera parecido a sus enemigos, pero hay un cierto estatus que requiere esta conducta. Ojalá en las calles de la contraparte se protestara contra la guerra y se llamara a la convivencia.
La solución de dos Estados para dos pueblos parece lógica; preferible a cualquier alternativa de guerra. Pero no se ha logrado materializarla nunca, ni por etapas ni de una sola vez. Hoy parecieran existir tres Estados para dos pueblos, enfrentados entre sí y eventualmente unidos por la conveniencia de enfrentar al tercero
El conflicto entre Israel y los palestinos es muy fácil de resolver en teoría: reconocimiento mutuo y negociaciones. Se dice fácil, pero ha sido imposible. Justo ahora, en plena guerra en Gaza, también la solución es muy simple en teoría: liberar a los rehenes secuestrados e implementar un alto al fuego, negociación de una rendición del gobierno de Hamás que todos reconocen como no legítimo, y negociaciones que establezcan una convivencia segura y la reconstrucción necesaria. Suena tan simple, pero ha resultado imposible. Concesiones aquí y allá, generación de confianza, deseo sincero de que no haya guerra ni violencia.
En la teoría todo es fácil y lógico. En la práctica, lamentablemente no. Echar las culpas al más fuerte según el poderío militar que parece tener, hacerse de la vista gorda ante ciertas violaciones y utilizar los foros internacionales para votaciones amañadas, no traerán las soluciones requeridas. La realidad de personas sufriendo y dirigentes vociferando sigue vigente. Con sorpresa vemos la actitud de Pedro Sánchez, los zigzags de Joe Biden, y el drama de unos secuestrados que van apareciendo como cadáveres rescatados de una muerte muy prematura, antes que cualquier negociación emprendida.
Una gran distancia separa la teoría de la práctica. Y pocos parecen querer recorrerla.