Jacobo Rozenbaum
E n noviembre pasado emprendí junto a mi esposa, mi hijo y unos primos un viaje a Polonia. La idea era “reencontrarnos” con los familiares que no pudimos conocer, y cuyos nombres llevamos de acuerdo con la tradición asquenazí. También para reencontrarnos con aquellas historias que mis padres nos contaban, en especial mi papá, quien nació y vivió en la aldea de Sterdyn, al sureste de Polonia.
Como parte del viaje, fui a Sterdyn con mi esposa Jeanette y mi hijo Abraham. Por lo que mi papá nos contaba desde niños, y que plasmó en su libro La crónica (el primero escrito por un sobreviviente del Holocausto en Venezuela), sabíamos que mi abuelo tenía un molino de trigo, cómo era su casa, la vida de la familia, y el dolor por el antisemitismo que sentían en carne propia debido a los malos tratos de gran parte de la comunidad no judía. Pero a pesar de todo, papá nos describía la alegría de las festividades judías y la estrecha relación familiar.
En el camino a Sterdyn recordé lo que mi hermano Sami me comentó antes del viaje: los Rozenbaum regresaban a Sterdyn después de más de 70 años.
No esperaba encontrar nada específico, salvo el lugar donde habían estado la casa y el molino, a sabiendas de que ya no existían porque mi padre nos contó que cuando regresaron, al salir de su escondite terminada la guerra, no quedaba nada. Los nazis habían volado el molino antes de huir.
Asumí que posiblemente sería fácil que la gente de Sterdyn recordara dónde estuvo el molino, porque tenía un motor-generador que en aquella época permitía el suministro eléctrico a todo el pueblo, siendo además el centro de la molienda de trigo en la zona. Pero debido al paso del tiempo, y posiblemente para tratar de “olvidar” que hubo una comunidad judía activa que llegó a ser más del 50% de la población de esa pequeña aldea, además de lo sucedido durante la guerra y después de esta, prefirieron no guardar recuerdos.
Nos dirigimos a la oficina de Atención Ciudadana de Sterdyn, donde la gente fue realmente amable y hasta nos regalaron un libro en polaco sobre el pueblo; pero este solo relata en detalle la historia de Sterdyn a partir de la llegada de los soviéticos, es decir, casi nada sobre lo que existía o sucedía antes de eso. Al preguntar sobre la Calle 11 de Noviembre (fecha de la independencia de Polonia, donde vivía mi familia), la desconocían, porque en la época comunista se cambiaron todos los nombres. Tampoco sabían del molino; pero nos dieron el nombre y ubicación de la persona más anciana de la comunidad, mayor de 90 años, quien quizá podría ayudar.
Fuimos a su encuentro, y ciertamente el anciano recordaba cuál era la calle. Sin saberlo, ya estábamos allí: ¡acabábamos de pasar frente al lugar donde habían estado la casa y el molino!
El anciano solo “recordó” eso. Comentó que el molino pertenecía a una familia judía que había sobrevivido la guerra y había emigrado a Israel (en efecto, así fue). El guía polaco que nos servía de traductor comentó que el anciano le dijo que no quería hablar “demasiado” para no “comprometer” a nadie.
Darnos cuenta de que estábamos allí, que ese era el lugar, no me dejó pensar en otras posibles preguntas al anciano, quien se retiraba con su caminar lento y pausado, como la historia que se va…
La impresión de estar precisamente en el sitio que queríamos encontrar fue indescriptible: estábamos pisando donde mi papá y los demás miembros de la familia habían vivido, donde habían pasado tantas de las cosas que él nos contaba. Pero la impresión más fuerte fue ver a mi hijo, Abraham Haskiel (quien lleva los nombres del padre y del hermano de mi papá, y quien también conoce muchas historias que su abuelo le contaba desde niño), llorar con un sentimiento profundo frente al terreno donde alguna vez nuestra familia convivió, vivió… para luego entregarme una piedra que tomó del suelo, solicitándome que la llevara a Caracas para colocarla sobre la tumba de su abuelo, mi padre, Isaac Rozenbaum (Z’L), en señal de que “visitamos su casa”.
Aún ahora, recordar ese momento hace que broten lágrimas de mis ojos.
Mi esposa Jeanette y yo nos dijimos: lo hemos hecho bien. Estamos orgullosos de nuestros hijos.
Por solicitud de mi hijo, planificamos para ese mismo día visitar el cercano lugar donde estuvo el campo de exterminio de Treblinka, porque allí deben haber sido asesinados varios de nuestros familiares directos.
Ahora solo hay en Treblinka un bosque y piedras conmemorativas. Ubicamos la piedra que simboliza a la gente de Sterdyn que murió allí. Nos quedamos de pie en silencio. Éramos los únicos en el campo en ese momento. El frío y la brisa del otoño eran muy fuertes para nosotros, y nos preguntábamos cómo podía la gente sobrevivir en ese lugar, vestida con harapos, si nosotros que estábamos bien abrigados y alimentados apenas soportábamos el frío.
El silencio nos permitía oír el ruido. Sí: podíamos escuchar el aire pasando entre los árboles. Al principio sonaba como agua fluyendo, pero nos terminó pareciendo el gemido de miles de personas en el bosque. Al momento de retirarnos empezó a llover suavemente, como lágrimas que caían. El cielo lloraba…
Caminamos hacia la salida, tristes pero con la frente en alto, porque no pudieron acabar con nosotros: dos nuevas generaciones de sobrevivientes estábamos allí para demostrarlo.
La experiencia que vivimos en este “encuentro con lo que ya no está”, el libro y los demás escritos e historias que papá nos contaba, me hizo recordar lo que mi hermano hizo inscribir en la lápida de mi padre, tomado de Deuteronomio - Devarim 4:9: “Para que no olvides las cosas que vieron tus ojos, y para que no se aparten de tu corazón todos los días de tu vida, hazlas conocer a tus hijos y a los hijos de tus hijos”.
1 Comment
Hola Jacobo, es Pedro González tu compañero de trabajo. Recuerdo las historias de tu papá y me contenta mucho que hayas hecho ese viaje con tu hijo. Me gustaron mucho las últimas líneas. Efectivamente, afortunado aquél que siga viviendo en la memoria de sus descendientes cómo lo es tu papá. Un abrazo, se te recuerda con cariño.