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Un vacío. Esa es la sensación que ha provocado la desaparición de Marianne Kohn Beker, figura indispensable en el quehacer cultural y político de nuestra comunidad, e intelectual descollante en el ámbito académico nacional. Tras su deceso, NMI ha recibido una gran cantidad de homenajes y testimonios, y de seguro seguirán llegando. El factor común a todos ellos es asombro, dolor y pesadumbre. Marianne nos hará mucha falta, sobre todo en los turbulentos tiempos que vivimos, y en los que vendrán
Elisa Lerner*
M arianne Kohn Beker fue un lujo para nuestra comunidad y para el país. Sobre todo en estos últimos difíciles años, con su infatigable entrega al Espacio Anna Frank. Gracias a ella, ese Espacio se ha constituido en el claro verdor de una nueva arboleda para los bosques del corazón. Con su irremediable desaparición perdemos una pensadora, una densa escritora de artículos y ensayos, y una exquisita luchadora por los derechos humanos, los de la libertad y la democracia. Además, como pocos, fue una lúcida heredera de la riqueza de los tesoros de la cultura judía, y en su silueta, tan esbelta, se inventó la metáfora cierta de la joroba de un camello para cargar casi sola (como un dolor que en ella no tuvo atenuantes) los horrores del Holocausto.
Tuve el privilegio de conocerla muy pronto en la vida. Compartimos juntas la escuela primaria y, así, seguimos a través de los años de salón en salón. Recuerdo el de primer grado como un tren muy largo, desvencijado, oscuro, donde a mí me tocó uno de los primeros asientos de una primera fila muy estrecha, y cual si ya estuviéramos a punto de emprender un viaje, a una niña muy bella, bellísima, de clinejas rubias, la colocaron al final. Porque, quizá, la habrían traído a último momento. Esa niña bella, bellísima, de clinejas rubias, llevaba un suéter de un azul bastante subido, y en el borde próximo a los botones traía una hilera primorosa bordada a colores que causaron admiración de mi parte. No recuerdo más. Acaso sus padres habían hecho un viaje a Europa y le habían traído a la niña ese lindo suéter como trofeo contra el olvido. Quizá la guerra estaba por venir y no volverían a Europa. Todo eso era muy probable.
Marianne y yo hicimos la primaria justamente entre comienzos y finales de la Segunda Guerra Mundial. De ese primer momento rescato una mujer joven, también muy bella, alta y rubia, serena y ligeramente melancólica. Era Nulka, la madre de Marianne, que vino por su hijita. Bastaba verla. La señora Nulka rechazaba los artificios. Pero a través de los años en ella recuerdo la beldad absoluta de una actriz de la pantalla escandinava.
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Guardo otro recuerdo precioso de la infancia de Marianne. Su aparición en una boda era la de ángel rubio ayudando a cargar la pesada cola de la novia. Salta así mi evocación de la pequeña sinagoga de la familia Blum, en las nupcias de un señor Eisenthal, amigo de mi padre, con una distinguida dama sefardita. En manos de esa chiquilla tan inusualmente guapa (pero tan avizora de su destino), llevar la cola de una novia judía acaso fue para ella como izar la bandera de una ciudadanía sanguínea de la que siempre se sintió orgullosa y responsable. Un tierno designio para el que fue la más elegida. Casi con la misma exactitud la recuerdo en volandas, la cola de la novia hecha la nube blanca más movediza, en una boda celebrada en una vieja sinagoga de Marcos Parra.
Se licenció en Filosofía en la Universidad Central. Se graduó junto a su compañero de estudios Antonio Pasquali, y fue una alumna muy predilecta del sabio filósofo republicano del exilio español, Juan David García Bacca. Marianne dio clases una veintena de años en la Escuela de Filosofía, hasta que creyó conveniente jubilarse para dedicarse con más denuedo a proyectos culturales comunitarios.
Marianne creció en medio de una familia muy amorosa donde todos trabajaban decididamente. Quizá el único visible infortunio fue perder a la hermosa madre relativamente temprano. Sabía que eso era un golpe terrible para el padre. En esa primera generación que vino joven de Europa, y que fueron la mayoría de nuestros padres, el amor fidedigno que hubo entre ellos, al menos en una gran mayoría, terminó siendo un acicate para atenuar las malas noticias. El padre de Marianne, que en los años cuarenta manejaba un coche algo deslucido cuando casi nadie conducía, gracias al afecto de sus hijos y nietos fue brasa lonjeva que mantuvo encendida esa ciudadanía sanguínea, la de la familia.
Hogares en que los hermanos no solo tienen indisolubles lazos fraternales. Son también conciudadanos sanguíneos. Si les falla la historia (y la historia da muchos pasos en falso), la sangre familiar es el país al que el hermano judío se acoge. Eso explica la admiración del menor de los Kohn, Junito, por Marianne y Dita, y a la vez el insólito afecto y admiración de Dita hacia Marianne. Dita es inteligentísima. El más desapercibido puede ver cómo con su mirada alerta abarca el mundo. Pero Marianne ha sido la intelectual, la pensadora, la escritora de ideas (indistintamente hombre o mujer), que cada familia hebrea con sensibilidad para la cultura alberga en su seno. Lo sé como nadie. Leí y admiré la trasparencia de los poemas de la precoz niña de once años. Admiré con embobada sorpresa muchas cosas que me siguió diciendo a lo largo de la vida. Marianne Kohn fue mi primera compañera de letras. Llegó casi a enfadarse conmigo porque tardaba en escribir algo para el periódico de literatura y de ideas, Espiral, publicación del preuniversitario en Filosofía y Letras del Liceo Andrés Bello que gestionaba al lado de Antonio Pasquali, Guillermo Sucre y Paco Álvarez. Mi colaboración y la de Marianne salieron en sendos números de Espiral. Guillermo Sucre me hizo el elogio del terso estilo de nuestra amiga. No sé por qué enigmática razón, Marianne a lo largo de los años persistió en esconder o tuvo poco empeño en publicar lo que escribía. Como si envolviera todos sus ensayos y escritos en la nube inmensa de las colas de novia, grúa de la felicidad en manos de la bella niña rubia que fue. Pongamos por caso una joya: su escrito publicado en las páginas culturales del diario El Universal a propósito del libro de Arlette Machado sobre el trascurrir histórico de los judíos, editado por Grijalbo.
El bello hacer de Marianne Kohn Beker tiene muchos deudores. A mi modo de ver, uno de los justos homenajes para la memoria de su fecunda presencia en la tierra sería la edición de un tomo con una selección de sus ensayos y artículos. Con Marianne se ha ido la belleza que iluminó buena parte de mi mundo.
*Escritora
Paulina Gamus
Un día de 1969 recibí una llamada telefónica de Marianne Beker; me invitaba a una reunión en su casa de Lomas de San Rafael de La Florida. No era su amiga, pero sí testigo de su presencia y belleza desde el reinado que obtuvo con votos en un baile de Purim para recaudar fondos, ya no recuerdo si para la construcción del Colegio Moral y Luces “Herzl-Bialik” o para el edificio de la Unión Israelita de Caracas.
En la casa del matrimonio Beker-Kohn nos reunimos un grupo de profesionales judíos de distintas áreas, sin ser amigos entre nosotros, y sin saber muy bien el objeto de aquella convocatoria. Marianne nos contó de su encuentro con un distinguido enviado de Israel, quien le había hecho ver que pronto pasarían la euforia y las simpatías hacia el Estado judío por el resultado de la Guerra de los Seis Días, y se desataría una intensa campaña antisemita promovida por la Unión Soviética y el mundo árabe. La intención era formar un grupo de estudio que estuviera en condiciones de hacer esclarecimiento y defender la posición de Israel desde nuestra condición de judíos venezolanos. Esa misma noche nació el compromiso de los presentes con ese propósito de defender la imagen de Israel, y combatir con ideas la campaña antisemita que bajo el disfraz de antisionismo asumieron los partidos comunistas y de izquierda en todo el mundo. Venezuela no fue la excepción.
Marianne, quien desde sus años de juventud había sido una activista comunitaria y una sionista de corazón, fue nuestra abanderada, nuestra guía. Nos sugería lecturas, nos estimulaba a escribir. En su casa debatíamos con entusiasmo. Quizá por algo de celos, algunos le dieron a nuestro grupo el nombre de “X-1”, como si se tratara de una sociedad secreta. Y nosotros lo asumimos con mucho humor.
Por esas fechas, nuestro querido Simón Beker (Z’L) fue designado presidente de la Sociedad de Amigos de la Universidad Hebrea de Jerusalén, y su esposa Marianne fue la mejor colaboradora para desarrollar actividades que le dieran lustre a esa institución.
Marianne y yo iniciamos una amistad entrañable desde aquellos días. Marianne pensaba, ideaba, proyectaba, y yo procuraba plasmar en papel, con mi máquina de escribir manual, aquel torbellino de ideas. Fue la época en que conseguir la firma de un dirigente de izquierda para uno de nuestros remitidos en defensa de Israel, era como ganar el primer premio de la lotería. Y en esa tarea nos empleábamos todos los miembros del “X-1”.
Después vino la campaña en pro de los judíos de la Unión Soviética; me tocó coordinarla desde mi condición de directora de la Oficina de Derechos Humanos de la CAIV. La ayuda y consejos de Marianne fueron determinantes para el éxito obtenido. Y sin su presencia invalorable jamás habríamos logrado, años más tarde —en 2005—, el impacto que produjo en la sociedad venezolana la conmemoración de los 60 años de la liberación de Auschwitz.
Marianne, con el siempre inteligente y generoso apoyo de su hermana Dita, fue factor fundamental en la magnífica labor desarrollada por la Comisión de Cultura de la Unión Israelita de Caracas, de la que han quedado obras perdurables como los libros Exilio a la vida y los testimoniales de miembros importantes de la comunidad judía. En 2007, las hermanas Marianne y Dita Kohn hicieron posible la creación de Espacio Anna Frank, una institución que ha ganado prestigio en el escenario nacional por su contribución al respeto a las diferencias y a la convivencia.
Fue solidaria en cada momento en que sus amigos o cualquier persona de la comunidad necesitaban apoyo. Para mí fue una hermana afectiva. Duele mucho hablar en pretérito de una persona irrepetible e insustituible en todos los ámbitos en que destacó, y sobre todo en el respeto y admiración que logró despertar en tanta gente. Marianne fue la belleza perfecta, esa que sale de adentro, de lo profundo, para reflejarse en su exterior. Aprenderemos a vivir sin su presencia física, pero nos animará siempre su recuerdo imperecedero.
Rabino Pynchas Brener
Cuando llegamos a Venezuela, el señor Mote Kohn ya había enviudado y vivía en la casa de su hija mayor, Marianne. Mote era un señor serio, asiduo asistente a la sinagoga los días Shabat, tenía el cargo de fiscal dentro de la Junta Directiva de la kehilá, pero tenía un pensamiento universal, más allá de los confines de su tradición ancestral.
Luego conocí al doctor Simón Beker, extraordinario profesional de la medicina, quien contaba a las personalidades venezolanas más ilustres como pacientes. Su bella y culta esposa era Marianne. Muchos la conocían como la esposa del doctor Beker, pero la mayoría la identificaba solo como Marianne, por sus numerosas y extraordinarias cualidades individuales. Pareja extraordinaria de la comunidad judía, en la cual cada uno tenía también una personalidad importante e impactante.
Ávida lectora de historia y filosofía, profesora universitaria con un prisma universal, todo ello era secundario a su interés y compromiso con el presente y futuro del pueblo judío. Marianne era un punto de referencia indispensable frente a cualquier situación crítica que requería experiencia, juicio y sabiduría. Tuvo pocos cargos formales dentro de la comunidad, con la excepción de la Unión Israelita y la CAIV. No había declaración o comunicado comunitario que no pasara primero por su pluma y aprobación.
Cualquier evento cultural: foro, reunión internacional, era impensable sin la activa participación de Marianne, tanto en la preparación como en la ejecución. Fue la extraordinaria madre de Toni y Bernardo, Ilana y Sidney, Bernardo y Cirly. Tres hijos con cónyuges, y cada uno destacado en sus profesiones. Siempre pendiente de su hermano menor, Junito, Marianne vivía en una casa al lado de su querida hermana Dita en la Alta Florida, y reunía a la familia en un almuerzo dominical, porque Marianne también era una cocinera sin par. Combinación inusual de talento culinario con curiosidad intelectual.
Durante estos últimos y turbulentos años en Venezuela, fundó y dedicó muchísimo esfuerzo al Espacio Anna Frank, institución que ha estimulado la conciencia de gran parte de la sociedad venezolana para renovar esfuerzos por mantener en alto la bandera de la dignidad humana, la libertad de pensamiento y la convivencia. Recordando los horrores del pasado reciente durante la Segunda Guerra Mundial, a través de numerosas películas y foros, conversatorios y reuniones, ese Espacio ha promovido la identificación de la sociedad con los menos afortunados, al mismo tiempo que contribuye para enfrentar con aplomo y decisión las dificultades del momento actual en Venezuela.
Su nombre hebreo, Miryam, hace alusión a la hermana de nuestro gran líder Moshé Rabeinu. La bíblica Miryam fue hermana del ser humano más ilustre; sin embargo, la Torá testimonia que nunca fue opacada por Moshé. Tenía personalidad y liderazgo propio.
Siglos más tarde, nuestra Miryam, Marianne, también tenía liderazgo propio, y se convirtió en un ejemplo a seguir para la juventud de nuestra comunidad y para muchos otros que fueron sus discípulos, ya fuera en la universidad o a través de sus numerosos escritos y finos ensayos en la prensa del país. Llegó a una edad respetable, había pasado los 80 años de vida fructífera, que deja una huella indeleble.
La vi por última vez apenas unas semanas atrás, en la boda de su nieta Melanie con Danny, y se veía como siempre, bella y sonriente. Sabía que estaba enfrentando problemas de salud que no aparentaba físicamente, pero me dijo: “Estoy cansada de vivir, ya es suficiente”. Extrañas palabras para ese momento, pensé. Sin embargo, se me quedaron grabadas porque recordé que su difunto padre, Mote (Z’L), me había dicho: “No quiero vivir un momento más de lo que me corresponde”, no quería vivir sin tener todas sus facultades habituales. Marianne se fue de este mundo terrenal con todas sus facultades y numerosos talentos intactos.
Adoloridos por su sensible fallecimiento, todos ya la estamos echando de menos. Todos estamos enlutados.
Tehé zijrá baruj
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