sus casi imposible poner en palabras el profundo impacto que mi abuela Magda Weisz de Hartman, o añuca como la llamábamos sus nietos, tuvo en nuestra familia. Mi abuela nació hace más de 100 años en un pequeño pueblo húngaro rodeado de girasoles, cuando la Primera Guerra Mundial estaba por finalizar. A los 11 años perdió a su madre, y a los 26 perdió su hogar y todo lo que le era familiar cuando fue trasladada junto con su familia al gueto. Nada podía prepararla para lo que estaba por venir: Auschwitz. Allí perdió a su padre, hermanas, sobrinos, y hasta su propia identidad. La “marcha de la muerte” se encargó de llevarse a sus hermanas Regina y Olga, quienes la habían acompañado durante esa travesía. Cuando finalmente los ingleses la liberaron, quedaban apenas 4 hermanos de una familia de 11.
La historia de mi abuela nos ha acompañado y nos ha marcado, especialmente a sus hijas pero también a sus nietos. Las cicatrices de la guerra en su alma eran tan evidentes como el número tatuado en tinta azul en su antebrazo. Pero su resistencia, su capacidad de adaptarse, su infinito amor por su familia y su generosidad hacia los demás nunca dejaron de asombrarnos. ¿Cómo puede una persona que se vio cara a cara con la maldad humana en su máxima expresión encontrar razones para seguir adelante, con la fortaleza e integridad que tanto la caracterizaron?
El 28 de marzo, en vísperas de Pésaj, mi abuela se reencontró con los familiares que fueron arrebatados de su vida hace más de 70 años. Aquí en la tierra, sus familiares nos sentiremos eternamente agradecidos por el infinito regalo que fue tenerla con nosotros por tanto tiempo.
La abuela sobrevivió al Imperio Austro-Húngaro, a Hitler y hasta a Chávez. Creó una familia numerosa, llegó a conocer a docenas de bisnietos e incluso a dos tataranietos.
Sus abrazos, los residuos de pintura de labios en los cachetes de quienes la saludaban, sus postres y su sonrisa quedarán siempre en el recuerdo de quienes la conocimos. Pero en especial su forma de volver a levantarse cuando todo parece estar perdido y seguir adelante, ha sido una lección de vida para todos nosotros.
Añuca, no hay muerte, sólo es una mudanza. Feliz viaje. Nos vemos en la próxima estación.
Te adoramos y jamás te olvidaremos.
Tus nietos