Alberto Moryusef*
E ntre los incontables mensajes, discursos y reseñas que se difundieron tras la desaparición física del ex presidente de Israel Shimon Peres, un elemento ampliamente señalado fue su compromiso con la búsqueda de la paz entre Israel y los palestinos.
Pero mientras que en la mayoría de ellos se destacó como su mayor logro en ese sentido, su participación en primera línea en la negociación y firma de los llamados Acuerdos de Oslo de 1993, en pocos se recordó que hasta ese momento Peres había dedicado su vida a trabajar por un Israel fuerte política, militar, tecnológica y económicamente, lo que en su visión era fundamental para que cualquier arreglo con el enemigo tuviera viabilidad y esa paz fuera posible.
Como uno de los padres fundadores, que contribuyó en la creación de algunas de las instituciones fundamentales de Israel, comprendió desde antes de 1948 que el pequeño Estado judío estaba destinado a vivir bajo amenaza en esa convulsionada región. Israel sobreviviría si lograba consolidar una democracia igualitaria, con una población educada, a la vanguardia del desarrollo y con un ejército bien equipado y mejor adiestrado. Se involucró directamente en el desarrollo del programa nuclear como poder disuasivo, y de una economía sólida como poder efectivo, capaz de soportar un estado de alerta permanente y de guerra intermitente, convencido de que estos poderes darían seguridad a la población e infundirían respeto, y hasta temor, en un complicado vecindario que en muchos casos solo sabe hacer política a través del terror.
Calificado como soñador, se ha interpretado el interés de Peres de llegar a un acuerdo con los palestinos como concesión, para algunos justa y para otros irresponsable, a unas aspiraciones políticas y territoriales que gozan de una legitimidad igualmente dudosa, en parte por la falta de compromiso con los objetivos del lado del liderazgo árabe. La ilusión radicaba quizá en la creencia de que los palestinos aspiraban compartir el bienestar y la justicia social del que gozan los israelíes, y que esas aspiraciones bastaban para alcanzar arreglos y trasformar esa porción del Medio Oriente en un escenario de cooperación e integración.
La obtención del Premio Nobel de la Paz en 1994, que destaca en su biografía y en la de su copartidario y a la vez rival político Itzjak Rabin, pierde relevancia a la sombra del nefasto legado del tercer correceptor, Yasser Arafat, y del cuestionable resultado de los acuerdos que los convirtieron en merecedores del reconocimiento. En los últimos años, el mismo Peres evitaba hablar de Oslo y del Nobel: “Estoy mucho más interesado en el mañana que en el pasado, el pasado no me importa mucho”, le dijo al respecto al periodista de El Universal Frank López Ballesteros, en 2013.
A pesar de Oslo y del Nobel, y más allá del discurso pacifista, el aporte de Shimon Peres a la anhelada paz de Israel con sus vecinos está en haber contribuido a la consolidación de un Israel democrático y altamente desarrollado, que debe servir de ejemplo y guía a los palestinos y otros países de la región, en un futuro que aún no llega.
*Vicepresidente de la Federación Sionista de Venezuela