Isaac Cherem*
Hace poco, leyendo al gran rabino, recientemente fallecido, Jonathan Sacks (Z’L), uno de los grandes pensadores judíos de nuestra época, este menciona en uno de sus libros una disquisición referida a la Torá, específicamente en las perashiot Emor y Behar. En la primera, Hashem ordena al individuo el conteo de los días del Omer. En la otra, la orden se refiere a los años del jubileo y la consecución de todas sus normas, y esta es dirigida al Sanedrín, o sea, a su liderazgo.
Hay decisiones en el corto plazo, y esas nos atañen a todos, no solamente a quienes dirigen. Hay decisiones a largo plazo, que deben ser tomadas por los dirigentes de una nación.
Cuando se constituyó el moderno Estado de Israel, hace setenta y tres años, el liderazgo en toda su amplitud, desde David Ben Gurión hasta Menájem Beguin, sabía que la población árabe dentro de las fronteras del Estado, salvo contadas excepciones, no se sumaría a participar en la construcción de su desarrollo.
Era para los árabes, tanto un tema de pertenencia a una gran nación —no importa liderada por quién o quiénes—, como también un sesgo obligado de lealtad a creencias religiosas que renegaban de cualquier otra opción que no fuese la suya. Es decir, una comunidad identificada con creencias religiosas inmutables, y con un odio contenido pero nunca disimulado contra los judíos, forasteros para ellos, incrustados a la fuerza en un Medio Oriente todo musulmán.
Aunque la historia demuestra todo lo contrario, se creen pertenecientes a un espejismo creado hace dos mil años por un emperador romano, dueño de la fuerza y del poder que aquel le otorgaba, y que obviamente no podía imaginar el costo irreparable de su estupidez al cambiar el nombre de Judea por el recuerdo a los filisteos, en su afán de humillar a un pequeño pueblo que le había hecho la vida imposible a sus mercenarios.
Dos hombres retiran los sefarim Torá de una sinagoga incendiada por habitantes árabes de la ciudad de Lod, que hasta ahora era considerada un ejemplo de convivencia en Israel
(Foto: Reuters)
Y hoy, setenta y tres años después de la recuperación de la nación judía, y como reacción y respaldo a los ataques de los criminales del Hamás iniciados hace pocos días, esas comunidades, en su mayoría nunca integradas, y con profundos resentimientos, aunque benefactores de todas las prerrogativas que les otorga ser ciudadanos israelíes, dan comienzo a lo que se puede vislumbrar en un futuro cercano: una guerra civil con efectos catastróficos para la sociedad judía en Israel.
Y la pregunta es: ¿Si en setenta y tres años no se han integrado, y, por el contrario, las grandes mayorías nos odian como los hechos actuales lo demuestran, porqué lo van a hacer en un futuro?
Ese estallido de violencia no surge de la nada, no es espontáneo. Es la expresión de un sentimiento que fue sembrado a través de los años; y si las fuerzas policiales se vieron superadas al enfrentarse a las muchedumbres agresoras, es porque el poder de calle está en manos de los grupos violentos. Y eso es preocupante.
¿Qué se puede hacer? ¿Cómo evitar que en el futuro, en medio de la nada, con cualquier excusa o por cualquier motivo, un conglomerado de individuos con odio acumulado exteriorice sus sentimientos y se proponga destruir a sus compañeros de vida, los judíos?
El Estado de Israel está preparado para enfrentar a los terroristas de Hamás, de la Yijad Islámica, de Hezbolá, y seguramente está muy bien preparado para enfrentar también al Estado Teocrático de Irán, cuyos dirigentes estimulan todo tipo de actividades genocidas.
Pero no lo está para enfrentar una guerra civil.
¿Tomaría Israel las medidas conducentes para prevenir una guerra civil promocionada por los enemigos de su existencia? ¿Y cuáles serían esas medidas? ¿Hay, acaso, medidas intermedias?
Algunas pueden reducir las posibilidades por un tiempo, pero no resuelven el problema.
Las discusiones en el pasado se centraban en si el Estado de Israel debía asumir como propias las tierras que históricamente le habían pertenecido, pero que estaban pobladas por mayorías árabes. El ejemplo de Hebrón es más que demostrativo. El robo de tierras bíblicas, usurpadas mediante el asalto de muchedumbres que destruían todo a su paso y asesinaban a judíos desarmados, es historia conocida.
Las discusiones futuras serán cómo hacer para evitar el despojo desde adentro de la patria judía. Como defender a las comunidades judías dentro del Estado de Israel. Suena paradójico ¿no?
Y el silencio de la Lista Conjunta Árabe responde a lo esperado. No nos llama la atención, porque siempre han sido fieles exponentes del sentir de las mayorías árabes israelíes. Contribuyen además a difundir el odio y exacerbarlo. La democracia israelí tiene un gran defecto: ser demasiado democrática para la realidad que le toca vivir.
Por otro lado, ¿surgirá dentro de la población árabe israelí un liderazgo alternativo, que pueda sentar las bases de una verdadera integración de su comunidad al Estado de Israel ¿Y ayudar a crear ese liderazgo alternativo es función de la dirigencia judía, o debe surgir del sector árabe, o es función de ambos?
Como no sé predecir el futuro, y confío en el liderazgo israelí, espero seguir sintiéndome orgulloso de tener nietos judíos, y la certeza de que ellos y sus descendientes vivirán seguros en un mundo más humano.
*Activista en la comunidad judía venezolana desde 1967. Autor de libros sobre temas comunitarios.