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Lo que aconteció en el Medio Oriente entre el 5 y el 10 de junio de 1967 ha sido estudiado en profundidad; muchos artículos y libros tratan sobre aquellos eventos trascendentales que cambiaron la historia de la región. Este Dossier analiza el complejo escenario en el que se desató la guerra, así como algunos curiosos movimientos que se desarrollaban tras bastidores
Sami Rozenbaum
A mediados de 1967, la situación política y militar de Israel era producto del statu quo creado por la Campaña del Sinaí de 1956 . Las Fuerzas de Emergencia de las Naciones Unidas (UNEF por sus siglas en inglés) vigilaban la frontera entre Egipto e Israel, desde la Franja de Gaza hasta la Península del Sinaí frente a Eilat. El Estado judío disfrutaba desde hacía una década de libertad de navegación por el Mar Rojo a través de los Estrechos de Tirán, lo que le permitía comerciar con África y Asia.
Pero el mundo musulmán no había permanecido quieto en la década trascurrida. Constantes tumultos y golpes de Estado hacían cambiar las relaciones entre esos países y generaban nuevas amenazas. En 1958, los presidentes Gamal Abdel Nasser de Egipto y Shukry Kuwatly, de Siria, firmaron un tratado de integración política para crear la República Árabe Unida; parecía que la idea fundamental que propugnaba Nasser, el “panarabismo”, comenzaba a hacerse realidad. Sin embargo, el “socialismo árabe” que impuso el mismo Nasser (nacionalizaciones en el campo y la industria de ambos países) generó un profundo malestar en la población; además, el general egipcio Abdel Hakim Amer se comportó como un virtual virrey de Siria, relegando a los militares de ese país. La situación llegó al límite en septiembre de 1961, cuando un golpe de Estado expulsó ignominiosamente a los egipcios y Siria anunció su secesión de la RAU.
Los triunfadores del golpe sirio, dirigentes del partido izquierdista Baath –entre ellos Hafez al-Assad, quien sería luego presidente durante décadas–, eran aliados de la Unión Soviética en mayor medida que Nasser; pronto comenzaron a recibir un enorme apoyo económico y militar, lo que cambió el equilibrio estratégico de la zona, creando un nuevo peligro para Israel y amenazando la hegemonía de la que entonces disfrutaba Egipto en el mundo árabe.
Al año siguiente, 1962, un cuartelazo derrocó al imán del Yemen, Mohamed al-Badr, cuya dinastía había durado mil años; Nasser apoyó a los golpistas mientras que Arabia Saudita se puso de parte de la familia real, lo que desató una guerra civil que duraría una década. Por cierto que, durante ese sangriento conflicto, Nasser se convirtió en el primer líder árabe que empleó armas químicas, bombardeando con gases venenosos tanto a los yemenitas como a los soldados saudíes. Curiosamente, medio siglo más tarde se desarrolla otra guerra civil en Yemen, pero ahora Arabia Saudita se enfrenta indirectamente a Irán.
En 1963 se produjo otro golpe militar, esta vez en Iraq, donde la influencia egipcia fue extirpada en forma cruenta: cientos de militares pro-nasseristas fueron asesinados. Los sueños panárabes se disolvían en el odio y la desconfianza.
Un año después, 1964, un grupo izquierdista radical creó la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), que pretendía unificar los esfuerzos para destruir a Israel; en aquel momento no existía aún la excusa de los “territorios ocupados”. El 31 de diciembre de ese año, un grupo de la OLP denominado al-Fatah (“La conquista”) lanzó su primer ataque desde territorio libanés con apoyo sirio: varios terroristas intentaron volar una estación de bombeo del acueducto israelí que llevaba agua desde la Galilea hacia el Néguev. La idea, aparentemente muy simple, era que Israel actuara en represalia contra alguno de sus vecinos, y como consecuencia estallara una guerra de grandes proporciones que destruiría al Estado judío. Pero los explosivos soviéticos no detonaron, y al reingresar al Líbano los terroristas fueron detenidos. A pesar del fracaso de esta primera acción, el líder del grupo, Yasser Arafat, anunció que ese había sido el comienzo de “la yijad contra los sionistas”.
La OLP iniciaba así una serie de acciones terroristas, tanto desde el Líbano como desde Siria y Jordania; los sirios intesificaron también sus propios ataques y sabotajes, lo que caldeó progresivamente el clima político del Medio Oriente.
La Liga Árabe, principal organización regional, también estaba muy dividida. Las monarquías mantenían relaciones muy tensas con Egipto y Siria, y varios países boicotearon una reunión celebrada a mediados de esa década. Para 1966, el joven rey Hussein de Jordania ya había sobrevivido a nada menos que 12 intentos de derrocamiento o asesinato; Nasser y los sirios lo acusaban de “lacayo de Occidente” y de “colaborar con Israel”, debido a sus políticas relativamente moderadas.
El propio Nasser estaba en graves problemas. Su desastroso “socialismo árabe”, en el que los medios de producción habían sido “entregados a los trabajadores para acabar con el feudalismo”, agravó la pobreza y el desempleo; por ejemplo, la planta automovilística Al-Nasr, que contaba con 5000 empleados, producía solo ocho vehículos al mes. A esto se sumaban la costosa guerra en Yemen y el desprestigio por el derrumbe de la RAU. Finalmente, Egipto cayó en default al dejar de pagar 1000 millones de dólares de su deuda externa. El ejército, que contaba con suministros soviéticos desde hacía una década, estaba sin embargo desmoralizado por la corrupción y la pobreza, en un país donde la expectativa de vida masculina rondaba apenas los 35 años. El régimen de Nasser era un Estado policíaco, y estaba prohibida cualquier expresión de disidencia. En cada “elección” el gobierno obtenía el 99,99% de los votos.
Nasser se había convertido en uno de los principales líderes del Tercer Mundo gracias a lo que se percibía como sus grandes logros: fue uno de los jóvenes oficiales que en 1952 derrocaron la monarquía del rey Faruk –y luego también al propio líder de la asonada, Muhamad Naguib–; ordenó la construcción de la presa de Asuán, nacionalizó el Canal de Suez, y luego pudo sobrevivir (triunfante, según los medios oficiales) a la guerra de 1956. Pero 15 años después de llegar al poder, Nasser veía desmoronarse su idea del panarabismo mientras la economía egipcia se derrumbaba. Se volvió paranoico e irascible, y además sufría de diabetes. Rodeado de su policía política, se fue aislando progresivamente de la realidad, y era incapaz de admitir cualquier error. Según testigos, en las reuniones de gabinete solo él hablaba y hasta desvariaba.
Varios diplomáticos radicados en El Cairo comenzaron a intuir la posibilidad de que Nasser buscara un conflicto militar para acallar la insatisfacción interna; sin embargo, el presidente egipcio siempre decía que el inevitable ataque a Israel solo debía producirse cuando todos los países árabes estuviesen adecuadamente preparados.
Aprovechando esta situación, el general Abdel Hakim Amer, quien dirigió la guerra de 1956 y luego fue el “virrey” de Siria, amasaba cada vez más poder. Era un amigo muy cercano de Nasser desde su juventud (de hecho, el presidente era padrino de uno de sus hijos), y acumulaba los puestos de vicepresidente a cargo del ejército, ministro de Ciencias, presidente de la Comisión Egipcia para la Energía Atómica, y jefe del Comité para la Liquidación del Feudalismo; incluso presidía de la Federación Egipcia de Fútbol y la de los Niños Exploradores. Al parecer insatisfecho con tantas responsabilidades, se autodesignó Mariscal de Campo, el rango más alto de las fuerzas armadas egipcias. Por cierto que Amer era conocido por su corrupción y alcoholismo.
Amer le propuso a Nasser repetir el escenario de 1956, provocando una guerra con Israel que sería pronto interrumpida por una intervención de la ONU, y que finalizaría con una “declaración de victoria” por parte de Egipto.
En Siria, el gobierno estaba en manos de la minoría alawita, detestada por la mayoría sunita y que además se hallaba internamente dividida: los civiles se enfrentaban a los militares, y estos entre sí. Un conflicto externo, sobre todo contra Israel, resultaría una manera perfecta de ganar popularidad. En una ocasión, Hafez al-Assad, para entonces ministro de Defensa (y quien ya había superado más de un intento de asesinato), pidió prestados dinero y armas al empresario Farid Awda, quien disfrutaba de buenos contactos en el Reino Unido, para ejecutar una “acción de distracción en el frente sur contra Israel”; a cambio, el régimen del Baath ofrecía “olvidar” su campaña contra la Compañía Iraquí de Petróleo, empresa británica cuyos oleoductos atravesaban Siria.
La tentación siria de desatar una guerra contra Israel no era vista con malos ojos por Moscú, donde probablemente estimaban que si los árabes lograban destruir el Estado judío gracias al apoyo soviético, su influencia en la zona se volvería absoluta.
En este entorno regional tan inestable y tumultuoso, el pequeño Estado judío seguía los acontecimientos con suma atención. Para 1967 tenía dos millones y medio de habitantes, es decir, todo el país contaba con una población similar a la de El Cairo. Durante varios lustros su economía había experimentado un crecimiento del 10% anual, solo comparable al de Japón –y durante un tiempo, al de Venezuela–. Este auge estaba impulsado en buena parte por la fuerte inmigración, que demandaba la construcción de viviendas, bienes y servicios; sin embargo, la aliá cayó a mediados de los años 60 y el crecimiento se estancó.
Para entonces, Israel ya ocupaba el quinto lugar mundial en proporción de profesionales universitarios. La generación que se hizo adulta en el Estado judío era distinta de la de sus padres: la austeridad daba paso a una incipiente sociedad de consumo y crecía la atracción hacia la “rebelión juvenil” de Occidente, aunque en el país aún no existía la televisión y se prohibió la entrada de los Beatles.
Políticamente, el joven Estado ya había ingresado en una fase más madura: David Ben Gurión dimitió en 1963 por diferencias políticas dentro de su partido, y así el “padre fundador” dio paso a otros líderes; el nuevo primer ministro era el pragmático Levi Eshkol, también del Partido Laborista.
El país estaba rodeado por mil kilómetros de fronteras hostiles, detrás de las cuales lo acechaban 30 divisiones de cuatro ejércitos. Pero la población confiaba en sí misma, y las Fuerzas de Defensa de Israel, bien organizadas, mantenían una moral elevada junto a una sorprendente informalidad de trato entre oficiales y soldados. Al igual que hoy, Tzáhal era el principal medio de integración social y étnica del país, así como de entrenamiento laboral para quienes no aspiraban a carreras universitarias.
A pesar de la amistad con las administraciones de John F. Kennedy y Lyndon Johnson, Estados Unidos estaba reacio a venderle grandes cantidades de armamento a Israel, para mantener el “equilibrio estratégico” en medio de la Guerra Fría. Por tanto, Israel cerró tratos con Francia y otros países.
Una frase común en aquella época decía que Israel era “militarmente invencible, pero mortalmente vulnerable”. El primer ministro Eshkol lo expresaba en idish, calificando al país como Shimshom der nebéjdiker, “Sansón el temeroso”. De hecho, para Israel perder una guerra significaría la aniquilación. Cada quien se sentía responsable por la supervivencia de todos, y la frase ein brerá, “no hay alternativa”, seguía definiendo su actitud ante las amenazas militares.
Para el año 1966 los ataques terroristas contra Israel, y la propaganda de guerra trasmitida desde Egipto y Siria, mantenían muy caldeado el ambiente. Grupos armados se introducían constantemente en el Estado judío, sobre todo desde Jordania, para ejecutar actos de asesinato y sabotaje, aunque el principal instigador y financista era Siria. A pesar de que Eshkol era reacio a las acciones de represalia, el alto mando, y sobre todo el joven Jefe de Estado Mayor, Itzjak Rabin, lo convencieron de que la situación ya era insostenible; además, la opinión pública había perdido la paciencia.
En noviembre de ese año, vehículos blindados de Tzáhal penetraron en Cisjordania para una acción punitiva en el pueblo de Samu, cercano a Hebrón, desde donde habían procedido muchos de los ataques; el objetivo era destruir las casas donde estos se preparaban. Pero la respuesta jordana fue más rápida e intensa de lo esperado, y la represalia antiterrorista se convirtió en una batalla campal, la mayor que había sostenido Israel desde la guerra de 1956. Hubo varios muertos en ambos bandos, así como entre los civiles, y la reacción internacional fue muy negativa, sobre todo por parte de Estados Unidos.
En esos mismos días, los sirios retomaron sus viejos intentos de desviar las aguas que alimentaban el río Jordán, con el fin de doblegar a Israel por sed. Hubo varios encuentros militares a causa de ello, y también por los constantes bombardeos desde el Golán contra los kibutzim de la Galilea. El primer ministro sirio, Yusuf Zuayin, declaró a principios de 1967: “Le prenderemos fuego a la zona”. En el mes de abril, Israel reaccionó con un bombardeo al Golán; incluso hubo una batalla aérea en la que Siria perdió seis cazas MiG, y los aviones israelíes se dieron el lujo de dar una vuelta triunfal sobre su capital, Damasco. Pero a pesar de esta humillación, el gobierno sirio no abandonaba su idea de iniciar un conflicto mayor.
Entonces, la URSS creó una crisis: sus voceros acusaron a Israel de haber concentrado fuerzas en la frontera siria con el fin de atacar. La realidad era que Israel no deseaba ningún conflicto, sobre todo si pudiese terminar enfrentando a las grandes potencias. Pero la acusación tuvo eco en las capitales árabes, al punto que las autoridades israelíes ofrecieron a los diplomáticos occidentales darles un recorrido por la zona para demostrar que no existía tal despliegue militar.
La actitud antibélica de Israel quedó patente en el hecho de que el desfile de Yom Haatzmaut (Día de la Independencia) de mayo de 1967, realizado en Jerusalén, fue muy breve y no participaron vehículos blindados, para no generar recelos entre las fuerzas jordanas que ocupaban la parte oriental de la ciudad. Un general israelí lo calificó como “un desfile de boy scouts”.
Mientras tanto, en la guerra propagandística entre Siria, Jordania y Egipto, el rey Hussein respondió a las acusaciones de “colaboracionista” ridiculizando a Egipto por la presencia de las Fuerzas de Emergencia de la ONU (UNEF) en sus fronteras con Israel, y por el hecho de que Israel estuviese navegando libremente por los Estrechos de Tirán. Hussein sabía que estos eran hechos desconocidos para el pueblo egipcio, al que siempre se le dijo que Israel había sido derrotado en la Campaña del Sinaí de 1956. Humillado públicamente, Nasser prestó oídos al mariscal Abdel Hakim Amer, quien le exhortó a introducir fuerzas blindadas en el Sinaí y expulsar a la UNEF. Tras varias deliberaciones, e incluso un encuentro con el secretario general de la ONU, el birmano U Thant, Nasser ordenó el 17 de mayo la remoción de las fuerzas internacionales, lo que la ONU cumplió inmediatamente. Indar Rikhye, militar hindú que había comandado la UNEF, declaró: “Creo que va a estallar una grave guerra en el Medio Oriente, y que dentro de 50 años todavía estaremos resolviéndola”.
Aunque varios observadores militares consideraban que solo eran bravuconadas de Nasser para ganar popularidad interna, la salida de la UNEF trajo como consecuencia que Tzáhal convocara a parte de las reservas.
Ese mismo día, aviones egipcios entraron en el espacio aéreo de Israel y sobrevolaron la instalación nuclear de Dimona, un hecho tan sorpresivo que la Fuerza Aérea Israelí no tuvo tiempo de reaccionar. Esto alimentó más la escalada de tensiones, mientras Egipto se disponía a tomar importantes puntos del Sinaí como Sharm el-Sheik, desde donde se bloquearía el paso a los barcos israelíes por el Golfo de Aqaba; Israel había declarado desde hacía tiempo que eso sería casus belli.
Sin embargo, varios altos oficiales egipcios advirtieron que no estaban preparados para una guerra con Israel; muchos de los soldados acababan de ser trasladados desde el Yemen, y estaban cansados, mal entrenados y no recibían instrucción alguna sobre qué iban a hacer en el Sinaí. Pero Amer se sentía confiado por la escasa respuesta israelí a las acciones tomadas hasta el momento: Egipto ya tenía 80.000 soldados, 550 tanques y 1000 cañones en el Sinaí, muy cerca de la frontera israelí. En total, los países árabes disponían del triple de blindados y aviones de combate que Israel.
Tanto el primer ministro Levi Eshkol como el alto mando estaban muy preocupados, y para empeorar las cosas el presidente Johnson y el premier francés, Charles De Gaulle, advirtieron a Israel que no debía ejecutar ningún ataque preventivo, pues en ese caso no contaría con el apoyo de Estados Unidos ni de Francia. Los contactos diplomáticos con la URSS y otros países tampoco ofrecieron garantías. El propio David Ben Gurión, desde su retiro, criticaba acerbamente las acciones tomadas o dejadas de tomar por el gobierno israelí. A medida que los días pasaban, las tensiones se hacían insoportables; el jefe de Estado Mayor, Rabin, sufrió un colapso nervioso que le impidió trabajar durante varios días.
Mientras tanto, intentando calmar a la opinión pública, cesaron los debates en la Knésset y no se canceló ningún acto oficial; sin embargo, comenzó a estudiarse la posibilidad de crear un gobierno de unidad nacional para enfrentar la crisis, y se consideró por primera vez aplicar un plan secreto que Tzáhal había diseñado desde hacía varios años llamado Moked (Foco), que consistía en la destrucción sorpresiva y en tierra de la fuerza aérea egipcia. Con apoyo o no, sanciones de EEUU o no, Israel no se iba a quedar de brazos cruzados.
El 23 de mayo, Egipto bloqueó el paso a Israel por el Golfo de Aqaba. Ya no había vuelta atrás, pero Eshkol decidió agotar todos los caminos diplomáticos y envió al experimentado canciller Abba Eban a Washington; sus gestiones en la capital norteamericana no llegarían, a la larga, a ningún resultado concreto. Tras el regreso de Eban a Jerusalén, las discusiones en el gabinete también terminaron en punto muerto: la mitad de los ministros estaba de acuerdo con un ataque preventivo, la otra mitad se oponía.
El factor que rompió el estancamiento fue la firma, el 30 de mayo, de un pacto militar entre Egipto y su rival hasta hacía pocos días, Jordania. El rey Hussein invitó a las tropas iraquíes a entrar en su territorio para apoyarlo en el inminente conflicto con Israel; incluso el lejano Kuwait movilizó en forma entusiasta a su ejército, y la propaganda en todo el mundo árabe aseguraba que la hora de la destrucción de Israel había llegado.
Israel incrementó la cantidad de reservistas llamados al servicio, y comenzaron a cavarse trincheras en las calles de las ciudades. Curiosamente, ahora que los israelíes se convencieron de que estaban solos, la larga angustia fue sustituida por una extraña calma.
El 1º de junio se formó el gobierno de unidad nacional, y Moshé Dayán fue designado ministro de Defensa. Dayán estaba convencido de que esperar a que Egipto, o los países árabes en forma combinada, iniciaran la guerra sería suicida. Tras varios días de intensas discusiones, el domingo 4 de junio tuvo lugar una nueva reunión del gabinete. El primer ministro Levi Eshkol, a quien se había acusado de ser demasiado dubitativo, la cerró con estas palabras: “Estoy convencido de que hoy debemos ordenarle a Tzáhal que escoja la manera y la hora para actuar”.
El resto se conoce bien: en unas cuantas horas, el 5 de junio de 1967, Israel destruyó casi la totalidad de las fuerzas aéreas de Egipto, Siria y Jordania, e inició su avance para acabar con las divisiones blindadas enemigas. Para el 10 de junio Tzáhal ocupaba todo el Sinaí hasta el Canal de Suez, la Franja de Gaza, Cisjordania y los Altos del Golán (en 1982 devolvería el Sinaí a Egipto a cambio de la paz, y en 2005 se retiraría unilateralmente de Gaza). En cuestión de días desaparecieron todas las barreras que habían mantenido dividida a la ciudad de Jerusalén durante 19 años.
En Egipto, la propaganda hizo creer a las multitudes que Israel estaba siendo destruido, y los propios líderes, incluyendo Nasser, lo creyeron hasta el final del primer día. La dura verdad derrumbó la cadena de mando militar; avergonzada, la Fuerza Aérea difundió la noticia de que el demoledor éxito israelí se debía a que aviones de EEUU y el Reuno Unido habían participado en los bombardeos, mito que se mantendría durante décadas.
Abdel Hakim Amer renunció tras la debacle; se recluyó con un grupo de simpatizantes en Giza, donde acumuló armamento y se preparaba para dar un golpe de Estado contra Nasser. Pero este estaba al tanto, y actuó antes; cientos de personas fueron arrestadas y condenadas a largas penas, incluso a trabajos forzados. Amer murió envenenado días más tarde; nunca quedó claro si se trató de un suicidio o una ejecución.
Nasser también renunció en un melodramático discurso por la radio, pero multitudinarias manifestaciones “aclamaron” su retorno, por lo que volvió al poder horas después. Murió en 1970 a causa de complicaciones de su diabetes.
El rey Hussein de Jordania, eterno sobreviviente, lograría superar el desastre de haber perdido Cisjordania y Jerusalén; aún lo aguardaban pruebas muy duras, como la sangrienta guerra contra la OLP en la que masacró a 20.000 palestinos. En 1994 firmó un tratado de paz con Israel, y desarrolló una cordial amistad con Itzjak Rabin, a cuyo sepelio asistió; falleció de cáncer en 1999.
En Israel, la euforia por el relampagueante triunfo duró varios años. La economía recuperó su crecimiento, la aliá aumentó, y nuevas industrias de alta tecnología lograron suplir parte del armamento que Francia se negaba a venderle y que EEUU suministraba a cuentagotas. Siguieron seis años de paz, hasta el siguiente encuentro militar con sus vecinos.
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FUENTES
Este Dossier se basa fundamentalmente en el libro Six Days of War de Michael B. Oren (Ballantine Books, Nueva York, 2002), ampliamente considerado como la obra definitiva sobre aquellos acontecimientos; las fotografías también proceden del libro a menos que se indique otra cosa. Datos adicionales se obtuvieron de Wikipedia.org .
1 Comment
Un relato histórico sumamente conmovedor.
Los dramáticos sucesos experimentados, días previos al inicio de las hostilidades, en este ataque preventivo israelí, han sido presentados aquí, de forma tan vívida como ilustrativa. Casi puede sentirse el nivel de presión, tanto en uno como en el otro bando.
A fin de cuentas, todo se resumió en la capacidad de Israel para destruir a sus enemigos y asegurar su supervivencia.
Tras los inflamados discursos de Nasser, la visita del rey Hussein y los respectivos movimientos de tropas de Egipto, Siria, Jordania, Irak y Kuwait, además de las fracasadas gestiones diplomáticas hebréas y la desoladora constatación por parte de Israel de que estaba absolutamente sola, los acontecimientos se sucedieron veloces.
Nada fue dejado al azar y, para las FDI, el fracaso nunca fue una opción.
Tras un ataque tan brillante como devastador, el cual pulverizó las fuerzas aéreas de Egipto, Siria y Jordania, el avance de las tropas hebréas fue tan abrumador como arrollador y sólo se detuvieron una vez que los resueltos y decididos paracaidistas israelíes tomaron la parte vieja de Jerusalén, lo que siempre estuvo fuera de todo pronóstico y embargó de emoción y orgullo, a las tropas de Israel.
He leído con sumo detalle y detenimiento la concatenación de hechos y sucesos de uno de los eventos históricos más importantes de la segunda parte del s. XX y que dio forma a lo que es el medio Oriente y a cómo lo conocemos el día de hoy.
Gracias, saludos cordiales para ustedes y felicitaciones por tan excelente trabajo hecho.
Hasta siempre y buena suerte.-