El sábado 13 de septiembre, a altas horas de la noche, un incidente lamentable tuvo lugar en las cercanías del Muro de los Lamentos en Jerusalén. Un par de individuos tirotearon a mansalva a un grupo de personas en un autobús. Al momento de escribir esta nota, se sabe de nueve heridos y de la detención de uno de los pistoleros, quien se entregó a la policía unas horas después.
A una semana exactamente de la finalización de la operación militar de Gaza, la ciudadanía vuelve a ser sometida a hechos de violencia, presión y desasosiego. Cuando no son los cohetes de Gaza o Líbano, o las amenazas ciertas y factibles de atentados, son apuñalamientos, disparos, atropellamientos. Los medios, el aparato político, muchos en general, parecen ya entrenados para recibir y soportar estas noticias, estos hechos.
La dirigencia palestina, o de dondequiera que provenga la iniciativa, no logra aceptar ni entender que la destrucción del Estado de Israel como paso previo a conseguir sus objetivos inconfesables pero sabidos, no es algo que se logrará. Tampoco mejorar las condiciones de vida de quienes sufren por esta conducta errónea, errática, torpe, y que no consigue los resultados que parecieran perseguir y nunca alcanzar. Por los momentos, y desde siempre, lo que se ha conseguido es dictar una línea de acción del gobierno israelí, cualquiera sea su composición de izquierdas o derechas, que defiende a su población de todas las maneras posibles. A las puertas de una nueva elección, todos en Israel coinciden en líneas generales en las acciones de defensa y prevención que han de tomarse para enfrentar las amenazas que significan los cohetes y los atentados.
Zvika Pick (Foto: Wikimedia Commons)
Un atentado de cualquier magnitud siempre ha tocado la sensible fibra de los israelíes, que nunca se han de acostumbrar ni podrán aceptar estas atrocidades. La gran familia que es el país sufre y condena estas acciones, pide acciones en contra de ellas y se sorprende de la falta de solidaridad internacional. Pero también, los atentados y su frecuencia, la carta de negociación y de influencia que significan para sus perpetradores y ejecutores, les han concedido un halo de cierta normalidad, cuando no de una cuestionable legitimidad. Como si fuera que, en la cotidianidad del israelí, esto es algo esperado y con lo cual ha de vivirse, un componente más de lo que algunos llaman el israelismo: patrones y conductas propias del Estado judío que cuenta ya con siete décadas. Con el agravante de que los atentados como parte de la cotidianidad constituyen una carga negativa e inaceptable.
Lo anterior sería tan solo una conjetura, muy subjetiva quizá. Pero para sorpresa de muchos, el noticiero estelar de la noche del 14 de agosto, en una planta televisora de alto rating, no abrió con la noticia del atentado y el posterior desarrollo de acontecimientos. La noticia número uno fue la desaparición física de Tzvika Pick. El rey del rock israelí, figura icónica y un representante genuino, importante y significativo de la cultura israelí y, por supuesto, de aquello que se va convirtiendo en un término cada vez más en boga, como lo es el israelismo antes mencionado.
Entiéndase muy bien. La noticia de muerte de Tzvika Pick es importante. El duelo asociado, los reconocimientos de rigor, los distintos programas y homenajes que han de sucederse, son obligados. Pick es un ejemplo del éxito del renacimiento nacional del pueblo judío en Israel y del idioma hebreo. Un niño que emigra con su familia desde Polonia, nada más y nada menos, y coloca a Israel en los escenarios más importantes de un fenómeno como el rock and roll, y que, con sus letras y música, describe y hace aportes a esto que hoy en día es Israel con sus hitos de identidad particular.
Es imposible aceptar atentados, muerte y miedo como los componentes de una cotidianidad. Ni dar la falsa impresión de que pudiera ser así. Pero de alguna manera, la noticia de un atentado en Jerusalén como segunda noticia en un horario estelar refleja que existe una rutina fatídica, una costumbre fatal.