Rabino Eitan Weisman*
En esta época de los Yamim Noraim, las fiestas de Rosh Hashaná y Yom Kipur, es muy apropiado reflexionar sobre el ultimo año, tanto a nivel personal como a nivel mundial. Sabemos todos que este último año fue muy complicado y doloroso para todo Am Israel, y también para la comunidad judía de Venezuela.
Cuando llegan tiempos difíciles siempre nos hacemos las mismas preguntas. ¿Por qué? ¿Para qué?
Estas preguntas surgen precisamente porque somos personas con fe. Creemos en Dios que creó al mundo, que lo maneja y lo guía. Los ateos no tienen derecho de hacerse estas preguntas, ya que no creen en la existencia de un Dios que maneja el mundo. Según ellos, todo es mera casualidad; entonces, ¿cómo se justifica la pregunta “por qué pasan las cosas?” Es simplemente mala suerte y ya.
Pero nosotros, los creyentes, sí nos hacemos de vez en cuando preguntas similares. Si se supone que Dios es pura bondad y misericordia y todo lo que pasa es su voluntad, ¿Por qué somos testigos de tantos sufrimientos e injusticias en el mundo? ¿Por qué lo permite? ¿Nuestros rezos son en vano?
La primera época en que el pueblo judío pasó años de gran sufrimiento como un pueblo, fue durante su estadía en Egipto. Doscientos diez años de esclavitud y matanza cruel. En esos momentos tan difíciles, los judíos de aquella época seguramente también se preguntaron: ¿por qué?
La respuesta no podía ser que era un castigo por su comportamiento, ya que Dios le había advertido a Abraham Abinu lo que iba a suceder muchos años antes que existiera aquella generación; lo leemos en Génesis 15:13: «Debes saber que —ciertamente— tu descendencia será extranjera en tierra ajena, donde la esclavizarán y oprimirán 400 años«.
El Ben Ish Jai (Rabi Yosef Jaim de Bagdad, 1835-1909) nos da un buen ejemplo para dar respuesta a esta interrogante. Una pareja adoptó un niño, y desde pequeño lo criaron con amor y dedicación, nunca le faltó nada. Años después, un día la pareja estaba almorzando cuando llegó un pobre pidiendo limosna y el esposo le dio un billete de 50 dólares. El necesitado no encontraba palabras para agradecer tan espléndida limosna. La mujer, una vez retirado el mendigo, le dijo a su esposo: “Este señor recibe nuestra ayuda una sola vez, y cómo nos lo agradece. ¿Cómo es posible que a nuestro hijo adoptado, al que hemos dado todo desde la más tierna edad, nunca le hemos escuchado pronunciar ni una sola palabra de gratitud?”. “Ya te lo explico”, respondió el esposo; llamó al muchacho y le dijo: “Nosotros te queremos mucho y por eso te hemos proporcionado todo lo que has necesitado hasta ahora, pero ya eres adulto y llegó el momento de que dejes la casa y vivas por tu cuenta”. Y así, el muchacho se encontró de un momento a otro en la calle, solo con su ropa; no sabía qué hacer, y pocas horas después, cuando el hambre comenzó a apretar, se puso a trabajar en el mercado con lo primero que consiguió para que le dieran algo de comer. Pasaron unos pocos días en que estuvo casi sin comer y durmiendo en la calle, cuando sus padres adoptivos lo llevaron de nuevo a la casa, le dijeron que lo habían pensado mejor y que aún no estaba lo suficiente maduro como para vivir por su cuenta, lo invitaron de nuevo a quedarse, y seguidamente le ofrecieron un suculento almuerzo. Cada bocado que el muchacho daba estuvo acompañado con palabras de agradecimiento y alabanza.
La moraleja es obvia: El pobre que pidió una limosna no estaba acostumbrado a tanta generosidad, ni pensaba que la merecía, y por eso agradeció con tanta vehemencia lo que recibió. Pero los hijos obtienen de sus padres todo lo que necesitan desde que llegan al mundo (como debe ser), y pueden terminar llegando a pensar que sus padres son los que les deben todo. Y si es así, ¿por qué necesitan agradecerles?
Nosotros actuamos igual con Dios. Recibimos tanto de Él, que a veces olvidamos que debemos agradecerle por todo lo recibido. Esta es la razón, según Ben Ish Jai, por la que Dios decidió que la familia de Yaacov partiera hacia Egipto y que allí se consolidaran como un pueblo, pasaran los años de esclavitud y hambre, y solo después de todo eso regresaran a la tierra prometida.
Todas las mañanas, antes de rezar la Amidá, recordamos la salida de Egipto para que podamos entender cuán agradecidos debemos estar. Con este sentimiento debemos rezar
¿No era quizás más fácil y lógico que si Yaacov y sus hijos ya vivían en Canaán, que se quedaran donde estaban y que allí recibieran la Torá de una vez? ¿Por qué tanta complicación? La respuesta es que si no hubiera sido de esa manera, nuestro pueblo jamás habría apreciado las cosas que recibimos de Dios. Después de que fuimos esclavos, asesinados, pasamos hambre y sufrimientos, fuimos redimidos y retornamos a la tierra santa prometida, pudiendo así apreciar cada cosa que se tiene y los momentos en que vivimos en libertad y paz.
Todas las mañanas, antes de rezar la Amidá, recordamos la salida de Egipto para que podamos entender cuán agradecidos debemos estar. Con este sentimiento debemos rezar.
En este último año que estamos culminando han pasado muchas cosas difíciles que no pudimos imaginar. Otras cosas más “lógicas”, pero que tanto rezamos que sean distintas. Nadie es Dios para entender y saber la razón y el por qué.
Rezamos por un mejor año. Podemos hacer algo. Agradecer por todo el bien que sí tenemos. Que no seamos como el hijo que necesita recordar el bien que sus padres le dan. Recuerdo haber escuchado más de una vez en los últimos años a muchas personas de la kehilá diciendo: “Tan felices que vivíamos en Venezuela durante tantos años y no lo supimos apreciar”. Ahora que carecemos de tantas cosas, estamos conscientes de todo lo que perdimos.
Recemos para que esos días regresen pronto. Recemos por la paz y la victoria de Israel.
Y cuando esto suceda, B”H recordemos estar siempre agradecidos con Dios en todo momento.
*Rabino de la Unión Israelita de Caracas.