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Sami Rozenbaum
El 29 de noviembre de 1947 pudo haber sido el final del enfrentamiento entre árabes y judíos en Palestina: la Asamblea General de la recientemente creada Organización de las Naciones Unidas decidió que cada comunidad tendría su propio Estado sobre una porción de ese territorio. Para los judíos esto lució como un momento de redención nacional; pero los árabes, en su obstinación, lo vieron como una afrenta. La historia posterior del Medio Oriente ha quedado definida por esos posiciones encontradas
T ras la Declaración Balfour (1), y sobre todo tras el final de la Primera Guerra Mundial, el movimiento sionista se dedicó desarrollar el yishuv –comunidad judía– de Éretz Israel. Este creció casi sin tropiezos, y comenzó a echar las bases de una sociedad moderna: surgieron la Universidad Hebrea de Jerusalén y el Instituto Tecnológico (Tejnión), florecieron el comercio y la industria, aparecieron bancos, una central sindical (la Histadrut), el Centro Médico Hadassah y otros hospitales como base de un sistema de salud pública, una orquesta sinfónica y grupos de teatro, además del impresionante desarrollo agrícola en el que destacaban los kibutzim. Todo esto causó admiración no solo entre los judíos de la diáspora, sino en todo el mundo.
Tal desarrollo se aceleró a mediados de la década de 1930, como efecto indirecto de la llegada al poder del nazismo en Alemania y las penurias económicas que padecía la mayor comunidad judía de Europa, la de Polonia. Así, tan solo entre 1933 y 1935 arribaron a Palestina 134.000 inmigrantes, lo que incrementó repentinamente la población del yishuv en un tercio para llegar a 400.000 personas. Como escribiera el historiador Walter Laqueur, en vista de todo ello el sionismo ya no era una teoría política de la que se pudiera preguntar si era buena o mala, sino una realidad concreta.
Pero este crecimiento generó temor y resentimiento entre la población árabe de Palestina. Ya habían ocurrido incidentes de violencia en 1921 y 1929, pero en 1936 el Alto Comité Árabe, dirigido por el mufti (máxima autoridad islámica) de Jerusalén, Aj-Amin el-Husseini, declaró una huelga general de seis meses y desató una verdadera campaña de terror contra la comunidad judía, que duraría tres años. Para esto, el Alto Comité Árabe contó no solo con el apoyo de los países vecinos sino de la propia Alemania nazi, que lo alimentaba con propaganda en lengua árabe a través de sus emisoras de radio.
El gobierno británico incrementó significativamente su presencia militar enviando 20.000 soldados a Palestina, y decidió crear una comisión para investigar las causas de los desórdenes.
La Comisión Peel: precedente trascendental
En noviembre de 1936 arribó a Éretz Israel la Comisión Real sobre Palestina, encabezada por Lord Robert Peel, experimentado administrador de colonias del Imperio; su principal colaborador, Horace Rumbold, había sido embajador en Berlín, etapa en la que fue testigo de las persecuciones antijudías.
La llamada Comisión Peel permaneció dos meses en Palestina, durante los cuales investigó a fondo las raíces del conflicto y llevó a cabo 76 entrevistas, tanto en el sector judío como en el árabe, si bien este último la boicoteó inicialmente.
Una de las intervenciones más importantes fue la de Haim Weizmann, presidente de la Organización Sionista Mundial, quien durante su testimonio ante la Comisión mencionó que seis millones de judíos estaban en peligro mortal en Europa, e hizo la famosa observación de que para ellos “el mundo está dividido entre los lugares donde no pueden vivir, y los lugares en que no pueden entrar”. Tanto Weizmann como David Ben Gurión, entonces director del ejecutivo de la Agencia Judía, declararon que judíos y árabes podrían convivir en Palestina sin que ninguno dominara al otro.
Por su parte, el muftí de Jerusalén exigió a Peel el cese inmediato de la inmigración judía, y se opuso a compartir Palestina de cualquier forma con los judíos.
La Comisión Peel presentó su esperado informe en julio de 1937. Este documento, extraordinario por su claridad y objetividad, indicó que “aunque los árabes se han beneficiado del desarrollo del país causado por la inmigración judía, esto no ha tenido ningún efecto conciliatorio. Al contrario, el mejoramiento de la situación económica ha significado un deterioro de la situación política”. Además, “la aseveración árabe de que los judíos han obtenido una proporción demasiado grande de buenas tierras no puede sostenerse”, pues “muchas de las tierras que ahora son naranjales eran antes dunas o pantanos, y no estaban cultivadas cuando las adquirieron”. Por otro lado, “consideramos que la escasez de tierras no se debe tanto a la cantidad comprada por los judíos como al incremento de la población árabe” que inmigraba desde los países vecinos, atraída por la prosperidad que habían creado los judíos.
La Comisión lamentó que la situación en Palestina hubiese llegado a un callejón sin salida: “Ha surgido un conflicto incontrolable entre dos comunidades nacionales, dentro de los estrechos límites de un país pequeño. No hay intereses comunes entre ellos. Sus aspiraciones nacionales son incompatibles. Los árabes desean revivir las tradiciones de su Edad de Oro; los judíos desean mostrar lo que serán capaces de hacer cuando se les restituya la tierra en la que surgió la nación judía. Ninguno de estos ideales nacionales puede combinarse al servicio de un mismo Estado”.
El informe de la Comisión Peel llegó a la conclusión de que el Mandato se había vuelto inmanejable y debía abolirse a favor de una partición de Palestina, única solución para el “punto muerto” entre árabes y judíos. El Estado judío ocuparía un tercio de la Palestina occidental (recuérdese que la parte oriental, mucho más extensa, había sido separada del “Hogar Nacional judío” en 1922 para crear Transjordania –actual Jordania–, por lo que ya existía un Estado árabe en Palestina), y abarcaría la Galilea y las zonas costeras donde se concentraban los judíos; el Estado árabe comprendería los dos tercios restantes, incluyendo Judea y Samaria y buena parte del Néguev; la idea era que eventualmente se fusionara con Transjordania. Jerusalén y Belén formarían un territorio especial, unido al Mediterráneo por un “corredor” hacia la ciudad portuaria de Yafo, al sur de Tel Aviv.
Para esta división, el informe mencionaba como precedente la partición que separó a Birmania de la India, así como el intercambio de poblaciones que tuvo lugar entre Grecia y Turquía en 1923. El informe reconoció que los judíos hacían una contribución per capita al fisco de Palestina mucho mayor que la de los árabes, gracias a lo cual los servicios de que disfrutaban estos últimos eran de mayor nivel que los que podrían tener de otro modo; por ello proponía que, tras la partición, el futuro Estado judío pagara una subvención al Estado árabe para mantener esa calidad de los servicios, tal como se había hecho entre India y Birmania.
Esta era la primera vez que se proponía de forma concreta la creación de un Estado para los judíos. Aunque el territorio que se les asignaba era muy pequeño, y por ende hubo opiniones encontradas entre los dirigentes del yishuv, no se la rechazó de plano, ya que representaba una posibilidad de resolver el conflicto y poder recibir a los judíos europeos que buscaban desesperadamente un lugar a dónde ir.
De ese modo, durante el XX Congreso Sionista celebrado ese año, si bien se expresó desacuerdo con la superficie propuesta por la Comisión Peel para el Estado judío, se le otorgó al ejecutivo sionista la misión de negociar unos límites geográficos más favorables. Por su parte, la Agencia Judía creó comités que comenzarían a planificar la organización administrativa del nuevo país. Así de cerca parecía estar la independencia política judía en 1937.
Los árabes rechazaron de plano el informe de la Comisión Peel, al considerarlo una “traición” a lo que el Mandato les había prometido desde un principio: que a largo plazo Palestina sería un país árabe independiente, y que no habría un Estado judío. Por otra parte, la idea de fusionarse con la Transjordania del rey Abdulá no le gustaba para nada al mufti, ya que eran rivales políticos, además de que formar parte de un país mucho más pobre y atrasado que el que habían creado los judíos no lucía nada atractivo. En una conferencia llevada a cabo en Bloudan, Siria, en septiembre de 1937, todos los países árabes rechazaron las conclusiones de la Comisión Peel.
A pesar de este rechazo, el gobierno británico emitió una declaración en que manifestaba estar de acuerdo con las conclusiones del informe y propuso solicitar a la Liga de las Naciones una autorización para proceder en consecuencia. Así, en mayo de 1938 se creó otra comisión, llamada Woodhead, que analizaría el Informe Peel en detalle para recomendar un plan concreto de partición.
La Comisión Woodhead planteó tres planes distintos, pero luego dio un vuelco y rechazó la posibilidad de implementar cualquier partición, explicando que esta requeriría realizar trasferencias masivas de población árabe, algo que el gobierno británico había objetado de plano, y que además el propuesto Estado árabe no podría autosustentarse económicamente. Por lo tanto, revirtiendo su apoyo a la Comisión Peel, Londres rechazó la partición como “impracticable debido a dificultades políticas, administrativas y financieras”.
El informe de la Comisión Peel constituiría la base de los planes subsiguientes, propuestos hasta la concreción de la independencia de Israel. David Ben Gurión escribiría décadas más tarde: “Si el plan de partición de la Comisión Peel se hubiese llevado a cabo, la historia de nuestro pueblo habría sido diferente y seis millones de judíos de Europa no habrían sido asesinados; la mayoría de ellos estaría ahora en Israel”.
Cerrando las puertas
A medida que una nueva guerra mundial ensombrecía el horizonte, el gobierno británico decidió que lo más conveniente para sus intereses era congraciarse con el mundo árabe, que tenía una ubicación estratégica y donde existía una fuerte inclinación hacia las potencias fascistas; después de todo, los judíos eran muy inferiores en número y era evidente que nunca apoyarían a Alemania. Por añadidura, se estaba descubriendo petróleo en la Península Arábiga.
Ante las fuertes presiones árabes, en mayo de 1939 el gobierno británico aprobó un Libro Blanco (documento legal) que limitaba la inmigración judía a Palestina a 75.000 personas durante los cinco años siguientes; luego de ese período, cualquier inmigración estaría sujeta a la aprobación de los árabes, lo que equivalía a eliminarla por completo. Además, la población judía nunca podría exceder un tercio del total en Palestina, y su posibilidad de adquirir tierras quedaba poco menos que descartada.
Debe mencionarse que el Libro Blanco generó una intensa discusión en el Parlamento británico y que entre sus más fuertes detractores estuvo Winston Churchill, quien un año más tarde sería primer ministro.
El Consejo General de los Judíos de Palestina (Vaad Leumí) respondió con una declaración desafiante: “La intención del gobierno del Mandato de liquidar el establecimiento de un Hogar Nacional judío sigue siendo la base de sus planes. Imponer un límite a la inmigración judía durante los próximos cinco años, y su interrupción completa al final de ese período a menos que sea permitida por los árabes, equivale a la congelación del yishuv como una minoría permanente en Palestina y la entrega del Hogar Nacional al muftí y su banda. Esto no pasará, y el yishuv no se someterá a la autoridad de un Estado así constituido. Consciente de su misión histórica, el yishuv entrará en los próximos días en una lucha política por los derechos del pueblo judío y su Hogar Nacional, en un espíritu digno de los judíos en la tierra del pueblo judío. El yishuv permanece unido en su fe y disciplina, y listo para obedecer a la llamada”.
Esta llamada se materializaría en una situación contradictoria: los judíos de Éretz Israel apoyaron el esfuerzo material aliado de una forma invaluable (2), así como con brigadas judías que lucharon contra los alemanes y los italianos en Europa; pero simultáneamente se desarrolló una fuerte resistencia al Libro Blanco a través de la inmigración ilegal de judíos. Este proceso culminaría en los duros años de 1946 y 1947, cuando tuvo lugar un verdadero conflicto armado entre el yishuv y el gobierno británico.
Londres tira la toalla
Pocas semanas después del final de la guerra, cuando ya se había divulgado en todo su horror el genocidio de los judíos en Europa, el diario The Palestine Post (hoy The Jerusalem Post) publicó un noticia titulada “Rumores de un nuevo plan de partición”. El breve texto decía: “El gobierno británico considera una solución del asunto palestino siguiendo las líneas del Informe Peel de 1937, es decir, dividir el país en dos Estados independientes, árabe y judío, según informó una fuente calificada a United Press. [La fuente] agregó que no se ha tomado una decisión, pero la idea de trasferir la cuestión a las Naciones Unidas ha sido definitivamente abandonada”.
Esto no sucedió. El nuevo primer ministro, Clement Attlee, mantuvo e incluso reforzó la aplicación del Libro Blanco a pesar de las solicitudes no solo de las instituciones judías sino de varios gobiernos del mundo, como el de Estados Unidos, que pedían que se dejara entrar en Palestina a los cientos de miles de judíos sobrevivientes de la hecatombe que yacían hacinados en campos de refugiados. Como consecuencia de esta obstinación británica, aparecieron en el yishuv varios grupos guerrilleros que infligieron graves daños a la administración del Mandato (3).
El Reino Unido propuso la creación de una nueva Comisión, esta vez anglo-estadounidense, para que planteara una solución al conflicto más cercana a sus intereses; para su sorpresa, esta comisión decidió unánimemente, en mayo de 1946, permitir la entrada inmediata de 100.000 judíos europeos en Palestina ese mismo año, y que “se sustituyan las regulaciones de trasferencia de terrenos, sobre la base de una política de libertad de venta sin consideraciones de raza o comunidad”; en pocas palabras, proponían la derogación del Libro Blanco. El propio Mandato, dictaminó la comisión, debería finalizar en breve plazo. El canciller británico, Ernest Bevin, no cabía en sí de frustración ante este resultado.
Al final los británicos sometieron el caso de Palestina ante las Naciones Unidas.
Carrera de obstáculos en la ONU
La naciente Organización de las Naciones Unidas, cuya sede provisional se ubicaba en Lake Success, Nueva York, recibió a principios de 1947 el encargo de resolver el problema de Palestina en medio de grandes esperanzas internacionales. La Asamblea General creó para ello un ente específico denominado Comité Especial de la ONU para Palestina (UNSCOP), integrado por delegados de once países; para garantizar su neutralidad, ninguna de las grandes potencias estaría representada en este comité.
Los delegados de la UNSCOP visitaron durante varias semanas Éretz Israel, Jordania y el Líbano, así como los campos de “personas desplazadas” en Europa, para estudiar la situación en el terreno. Finalmente, el 31 de agosto emitieron su informe oficial; la mayoría de los países (Canadá, Checoslovaquia, Guatemala, Holanda, Perú, Suecia y Uruguay) recomendó crear dos Estados en Palestina, uno árabe y otro judío; una minoría (India, Irán y Yugoslavia) propuso un Estado binacional; Australia se abstuvo.
La Asamblea General debía votar sobre la base de estas recomendaciones. Entonces se desató una verdadera guerra de presiones y maniobras diplomáticas de los países árabes, con el fin de impedir la creación del Estado judío. A último momento (28 de noviembre) estos países propusieron, a través del delegado libanés Camille Chamoun, crear en Palestina un sistema federal de cantones en el que judíos y árabes estuvieran “lo más separados posible”. El islandés Thor Thors, vocero del Comité, y Herschel Johnson, delegado de Estados Unidos, se opusieron.
El delegado de Colombia, Alfonso López, soltó otra sorpresa al proponer que se aplazara la votación. Explicó que incluso si se lograran los dos tercios de los votos requeridos, la resolución no tendría apoyo mundial, poniendo como ejemplo que “Francia y China no se han mirado a los ojos con EEUU y la URSS”. Sugirió que se esperara hasta la primavera de 1948, ya que estaba previsto que el Mandato británico terminara en agosto, lo que daba “un amplio tiempo” para estudiar opciones distintas a la partición.
Por su parte, el representante francés Alexandre Parodi propuso posponer la votación durante 24 horas para estudiar una “acción conciliatoria” con base en las afirmaciones de última hora de Mohamed Zafrula Khan de Pakistán y Fahdil Jamali de Iraq, quienes afirmaron que “la puerta para un arreglo aún está abierta”.
Aunque el propio Parodi reconoció que esa propuesta llegaba tarde y podía ser tan solo una maniobra para retrasar la decisión, la situación era “demasiado grave y complicada como para dejar por fuera cualquier oportunidad, incluso una tan tenue”. Parodi agregó que en ese momento el planteamiento era “partición o nada”, y que no le gustaba “verse presionado ante esos extremos”.
El presidente de la Asamblea General, el brasileño Osvaldo Aranha, declaró cerrado el debate, sometió a voto la propuesta francesa, y ganó la opción de diferir la votación por 24 horas.
El grupo de los países latinoamericanos era el más numeroso y se sabía que iba a resultar determinante en el resultado, pues se inclinaba a favor de la partición. Aunque el gobierno británico era oficialmente neutral, según la agencia noticiosa United Press “un inglés alto y rubio” fue visto en la sala y los corredores de la Asamblea General “mezclándose febrilmente con los delegados latinoamericanos y urgiéndolos a abstenerse de apoyar la partición”. Ese joven era nada menos que el oficial de enlace de la delegación británica para las naciones latinoamericanas.
Al día siguiente, 29 de noviembre de 1947, el delegado estadounidense Herschel Johnson declaró: “No se han cumplido las condiciones planteadas ayer por el delegado francés. El propósito del diferimiento era lograr una conciliación. No hay ninguna propuesta de conciliación ante la Asamblea en este momento”. El delegado soviético estuvo de acuerdo.
El mufti de Jerusalén, Aj Amin el-Husseini, como vocero de los árabes de Palestina, fue menos diplomático y simplemente amenazó con “lanzar a los 70 millones de habitantes del mundo árabe contra cualquier Estado judío que surja en el Medio Oriente”.
Siguiendo con las estratagemas, Faris Bey el-Khoury, de Siria, solicitó a los delegados buscar una solución distinta de la partición, la cual en sus palabras era “imposible de implementar”. El delegado de Irán sugirió, por su parte, que el asunto fuera estudiado nuevamente “durante varias semanas”.
Pero el presidente de la Asamblea General, Osvaldo Aranha, cuya paciencia ya se había agotado, dijo que esa era una propuesta nueva y que no podía aceptarla antes de que se decidiera sobre la partición. “Ahora votaremos”, dictaminó. La votación duró solo tres minutos.
Testimonio histórico
El presidente de la USCOP fue el guatemalteco Jorge García Granados (1900-1961), figura preclara en la lucha de su país por la democracia, y que a la sazón era el embajador de Guatemala ante Estados Unidos y la ONU.
Simpatizante del sionismo, García Granados abogó por la creación de un Estado judío ante los demás delegados de la UNSCOP. Su libro Así nació Israel es una narración pormenorizada de aquellos dramáticos meses; uno de los episodios más reveladores describe cómo los delegados árabes presionaban a muchos integrantes de la comisión –incluido él mismo– para evitar un resultado favorable:
Me acercaba a la sala de delegados cuando me abordó un grupo de representantes.
-“¿Qué haría usted si su gobierno le enviara instrucciones de cambiar de posición y votar contra la partición?”, me preguntó el general Said. “¿Renunciaría?”.
Quedé realmente sorprendido.
- “Ni siquiera puedo prever semejante posibilidad. Mi gobierno aprobó plenamente la posición que adopté en la UNSCOP.
Pueden estar ustedes seguros de que actúo respaldado por mi gobierno y mi pueblo”, le respondí.
- “Sin embargo”, me interrumpió el-Khoury, de Siria. “¿Qué haría usted si eso sucediese?”
- “Le digo que es imposible. No sucederá”.
-“Pero suponga que suceda. ¿Cuál sería su actitud?”
- “Le repito que no puede ocurrir, pero ya que desean saber qué haría en ese caso imposible, les diré que renunciaría antes de actuar en contra de mis convicciones”.
- “Pues bien”, dijo Jamali, “quizá deba renunciar, porque estamos trabajando fuertemente a su gobierno”.
FUENTES
- Congreso Judío Lationamericano (2007). La partición de Palestina. Presentación en PowerPoint.
- Mordecai Naor (1998). The Twentieth Century in Eretz Israel – A pictorial history. Colonia: Könemann.
- The Jerusalem Post (2008). Front Page Israel. Jerusalén: The Jerusalem Post.
- Walter Laqueur (1988). Historia del sionismo. Tel Aviv: La Semana Publicaciones.
- Wikipedia.org.
(1) Véase el dossier “Los complejos antecedentes de una breve declaración”, en NMI Nº 2073
(2) Véase “El aliado olvidado – Una obra extraordinaria, relegada también al olvido”, en NMI Nº 1940 (archivo.nmidigital.com, presionando “Ediciones anteriores”).
(3) Véase el dossier “La resistencia judía contra los británicos en Palestina”, en NMI Nº 1962 (archivo.nmidigital.com, presionando “Ediciones anteriores”).