En una entrevista hasta ahora inédita realizada en octubre de 2018, don Gregorio narró algunas de sus primeras experiencias en Venezuela. Este es momento propicio para compartir esos recuerdos
“Los que iban a ser mis padres llegaron a la Argentina desde Ucrania, sin saber español; ellos querían emigrar a Estados Unidos, huyendo del comunismo y de los cosacos que perseguían a los judíos, pero EEUU había cerrado la inmigración y les negó las visas. Entonces alguien les dijo “¿Por qué no se van a Argentina?”. Ellos ni siquiera sabían dónde quedaba ese país, pero llegaron allá en enero de 1922. Nací en diciembre de ese año, y por eso soy argentino.
“Llegué a Venezuela en el año 1957 por asuntos de trabajo, pues laboraba en una compañía de seguros argentina que me envió para encargarme de la filial venezolana.
“Por supuesto, lo primero que hice fue tratar de acomodar a mi familia; mis hijos tenían 3 y 4 años, y busqué cómo inscribirlos en un colegio hebreo. Me presentaron a un librero judío que trabajaba en una librería llamada “El Palacio del Libro”, que quedaba en el Centro Simón Bolívar. Él me orientó hacia el colegio Moral y Luces, me presentó al director que era un doctor Zelber, y así conocí a los primeros judíos venezolanos.
“Poco a poco, asistiendo a las reuniones de padres en el colegio, fui conociendo a algunas personas como el doctor Merenfeld, que era muy joven en aquel momento y tenía pasta de líder (aunque los mayores le tenían cierta resistencia a los jóvenes). El idioma que se usaba en aquel momento en las reuniones era principalmente el idish, que yo hablo pues fue mi primera lengua. Me fui vinculando con la comunidad. Conocí a la gente de la B’nai B’rith, que eran personas mayores, sobre todo con judíos alemanes como el doctor Klingberg, odontólogo de profesión, el doctor Herzfeld, quien había sido juez en Alemania y fue perseguido por los nazis, y el señor Arnstein, austríaco, quien también trabajaba en una compañía de seguros.
“También me hice miembro de la UIC. Allí me incorporaron a la junta directiva y fui conociendo más gente, entre ellos el doctor Wiesenfeld, el señor David Katz; puedo recordar también a Walter Czenstochowski, muy activo. Con el esfuerzo de ellos se fue desarrollando la idea de construir una institución que fuera algo más que la UIC, en conjunto con la gente de la Asociación Israelita (aunque en ese entonces las relaciones entre ellos no eran muy buenas por la diferencia de idioma, de cultos, la manera de rezar), y así se fue creando lo que sería la CAIV.
“Al poco tiempo de la fundación de la CAIV me nombraron tesorero de la junta directiva de Rubén Merenfeld, a partir de 1970. Tengo una anécdota: una vez se llevó a cabo una asamblea multitudinaria, en la que se discutió si continuaban dándose clases de idish en el colegio; en ese entonces los alumnos asquenazíes asistían a clases de idish, y los sefardíes no. En esa reunión también se decidiría si el doctor David Gross seguiría siendo director del colegio, pues la comunidad sefardí quería destituirlo. En cierto momento el señor Máximo Freilich dijo que él no entendía nada de lo que se estaba diciendo; entonces yo fungí como traductor de la discusión…
“Fueron buenos tiempos, en aquella época se tomaron decisiones importantes que tuvieron efectos positivos para el desarrollo de la comunidad”.
Sami Rozenbaum