Hace varios meses, durante una clase con el rabino Abraham Abitbol, este nos dijo que las personas que cumplen el deber sagrado de tzedaká pueden clasificarse en dos tipos: las que simplemente dan, y las que lo dan todo, involucrándose profundamente para seguir de cerca las consecuencias de sus acciones benéficas.
El señor Aarón Cohén, pertenecía a la segunda categoría. Generoso donante que estaba involucrado en las actividades comunitarias en la ciudad de Tánger, Marruecos, este hombre icónico y muy modesto quería comprobar de primera mano que su aporte llegara al lugar correcto y se empleara de manera óptima.
Fue en los años 1950. Mi madre y yo vivíamos en la calle Tetuán 19 de Tánger, dos pisos por encima de los almacenes de harina y azúcar propiedad de “el señor Aarón”, como se le conocía en la ciudad. Recuerdo—yo tenía cinco años— que todas las mañanas muy temprano esperaba en el balcón la llegada del señor Aarón, para arrojarle mi osito de peluche; él no se enojaba, todo lo contrario: lo tomaba con humor, y le pedía a uno de sus empleados que me devolviera el peluche.
Su madre me contó que mi difunto padre, antes de abrir su propia tienda de abarrotes, trabajó en la contabilidad de los negocios del señor Cohen, “Almacenes Aarón Cohen”.
Comedor de la escuela de la Alliance Israélite Universelle en Tánger, década de 1950 (foto cortesía de Lily Cohen Guenoun, nieta de Aarón Cohén)
Más tarde, cuando entré en la escuela primaria de la Alliance Israélite Universelle, descubrí el estado de pobreza de la mayoría de los alumnos, a menudo hijos de familias numerosas cuyo padre tenía un pequeño oficio como zapatero, hojalatero, plomero, a veces limpiabotas, cuyos escasos ingresos no eran suficientes para garantizar una vida decente a sus familias. Esos niños se beneficiaban de que la escuela les daba desayuno, almuerzo y un refrigerio al final de la tarde; estoy seguro de que de lo contrario habrían conocido el hambre. Además, dos veces por semana podían disfrutar de una ducha caliente, y para Pésaj y Rosh Hashaná la organización judía de los Estados Unidos conocida como Joint distribuía a esos niños ropa nueva y zapatos.
Más de una vez vi al señor Aarón aparecer inesperadamente en el comedor de la escuela a la hora del almuerzo, para observar la cantidad y calidad de comida servida a los niños. Si descubría que las porciones de carne, pescado o incluso frutas no eran suficientes, iba directamente a la cocina y se dirigía al encargado y al cocinero de una manera severa y firme: “Estos niños tienen que comer y comer bien; incluso permítanles llevarse a casa lo que no coman en el momento, porque estoy seguro de que a los padres les falta la comida”. Si la persona encargada se justificaba mencionando un escaso presupuesto, el señor Aarón levantaba el tono de su voz: «Si cree que le faltan fondos, no dude en hacérmelo saber. Por ejemplo, hoy vi que solo había dos albóndigas pequeñas por niño, las rebanadas de pan no eran suficientes para una mesa de diez niños, y en lugar de servirle una naranja a cada uno les dieron la mitad. No quiero ver eso nunca más. Yo mismo me ocuparé de enviarles suficientes naranjas, plátanos o manzanas para que cada niño tenga derecho a una fruta entera, lo mismo para la carne y las verduras. Mi tienda no está lejos de aquí, y quiero que me mantengan informado sobre el buen funcionamiento de esta cantina. Tenemos la obligación de alimentar a nuestros hijos adecuadamente y me ocuparé personalmente de eso”.
Puedo testificar, por haber pasado seis años consecutivos en la Alliance, que el señor Cohén se aparecía inesperadamente en la cantina para ver por sí mismo si todo iba bien.
De mis recuerdos infantiles me viene a la memoria otra muestra de la generosidad del señor Aarón, quien también era co-propietario de varios cines en Tánger, entre ellos el emblemático Cine Alcázar ubicado en la Calle de Italia, y que pasaba las mismas películas que se presentaban en las salas de lujo de Europa. Para que los niños pobres de la Alliance también pudieran tener un poco de ocio, ofrecía cada domingo por la mañana 30 entradas gratuitas para ellos. En Purim les entregaba dinero de su bolsillo para que pudieran comprar algunas golosinas, además de una comida especial en la cantina.
Más tarde me hice muy amigo de algunos de sus hijos en el Liceo Regnault: Jaime, Marcos, Simón, Youssi y Lizbeth. A pesar de que procedían de una familia acaudalada, siempre fueron personas de una generosidad ilimitada y gran sencillez, características que heredaron de su padre y que podrían envidiar muchos de los nuevos ricos de hoy, que solo piensan en mostrar su lujo para impresionar a los demás.
Cuando visité Caracas en 1974, tuve el privilegio de rezar un sábado en la sinagoga “Beit Aarón”, erigida por sus hijos en memoria del gran hombre que fue su padre. Invitado a comer por mi amigo Simón, compartí emocionado con esa maravillosa familia encabezada por su madre, la señora Ana, custodio de la maravillosa herencia espiritual y humanista legada por ese hombre sencillo que fue Aarón Cohén.