C reo que llegó la hora de preguntarnos a dónde va el mundo, de examinarnos interiormente y, exteriormente, a nuestro entorno, que hoy es todo el planeta, los acontecimientos, nuestras circunstancias y nuestro comportamiento.
No se comprende que ni el crecimiento económico, ni el desarrollo material, ni la riqueza, ni la industrialización, ni las innovaciones tecnológicas tienen sentido al margen de la sociedad.
No se comprende cómo la rentabilidad puede ser protagonista de actividad alguna, si no es en beneficio de la sociedad toda y no solo de algunos privilegiados.
Se ha colocado al ser humano en la condición de objeto productor, cuya finalidad es la obtención de beneficios, fin supremo.
Creyéndonos libres, vivimos encadenados por el pensamiento mítico de la productividad, del triunfo a cualquier precio, de la victoria sobre los demás, avasallante y destructora. La competitividad ha opacado y desplazado a la competencia, y la mediocridad a la calidad.
Nos han desarraigado de nuestras señas de identidad como personas. Nos han estandarizado, excepto a los del grupo elitesco, los ungidos, los detentores del poder y de las riquezas.
Se nos hace olvidar que nacimos y vivimos para ser felices, para agradecer al Creador, Uno, Único y Todopoderoso, por la vida y el sustento que nos da, por Sus bondades y Su benevolencia para con nosotros, para seguir Sus Mandamientos, único sentido de nuestra existencia.
Ser nosotros mismos, auténticos, en relación con los demás, parece obsceno, repudiable, porque las pautas del mercado dictan que pensar, atreverse a saber y hacer, discernir, ejercer el libre albedrío individual, salirse de la rueda de presos consumidores de productos, servicios y antivalores es una tremenda osadía, un atentado contra lo arbitrariamente establecido y un pecado capital contra la dictadura de la publicidad machacona, de la propaganda proselitista engañosa y mareante y de la marea de lo banal, lo superficial, lo intrascendente.
Hay una serie de riesgos que hoy son parte de nuestra vida cotidiana, que viven con nosotros en forma de crisis, alteran nuestra forma de vida y la estabilidad de nuestra sociedad. Muchos de tales riesgos los fomentamos nosotros mismos. Son riesgos globales casi todos, y solo algunos atribuibles a la Naturaleza, pero incluso a estos contribuimos los seres humanos.
Enumeremos algunos: El cambio climático, “El Niño” y “La Niña”, la depredación de la Naturaleza, la desaparición de algunas especies animales, la degradación ambiental severa, la escasez de agua, el derretimiento de los hielos polares, que son factores del desequilibrio ecológico y a todo lo cual hay que añadir las migraciones masivas en Europa, África, el Medio Oriente y América Latina, la brecha social, la corrupción, el deterioro y deficiencias de la gobernanza global, las guerras civiles, el narcotráfico, la amenaza nuclear y de otras armas de destrucción masiva, no solo por el temor a un conflicto armado entre potencias, sino también a la causa de accidentes en las plantas o porque se sirvan de ellas y de misiles trasportadores los grupos terroristas y fanáticos religiosos que, desgraciadamente, proliferan.
Sumemos a esto la escasez de alimentos, las hambrunas, la reducción del crecimiento económico, la inflación, el tema de los combustibles, su costo y su impacto en el calentamiento global, el debilitamiento de la cohesión social por el fomento del divisionismo, la inestabilidad política en muchos países por el desprecio a las prácticas democráticas y la inseguridad, la falta de un orden público internacional y su garantía institucional, ya que el existente no funciona a cabalidad y está condicionado y limitado por intereses económicos y geopolíticos, de donde se deriva la impunidad ante los atropellos a los derechos humanos, a la libertad de expresión, de información y del derecho a ser informados y… pasemos a considerar otros aspectos.
Observemos que las nuevas guerras se llevan a cabo sin Estados ni ejércitos y responden a la desintegración social, el contagio de un mundo interdependiente y el carácter universal de la desigualdad. No cultivamos la humanidad, el amor al prójimo. Desde niños nos fraccionamos en “de dónde eres”, “quién eres”, “qué eres”, olvidando que pertenecemos al mismo grupo y que la Tierra es nuestra, pero no hemos podido erradicar la pobreza, las guerras, el odio, el rencor, la revancha, el crimen, porque estamos fraccionados. Y aun sabiéndolo, no hacemos lo posible por cambiar. Preferimos quedarnos conformes con la forma en que vivimos, a pesar de que nos afecte o, de plano, nos haga daño. No olvidemos que solo estamos de paso y que lo mejor que podemos hacer es respetarnos y ayudarnos mutuamente.
La paz mundial está amenazada por la falta de integración social internacional. El sufrimiento se internacionaliza con más rapidez que nuestra capacidad de integrar a este mundo institucionalmente. Estamos en unos momentos en que lo internacional es más bien intersocial. Esta intersocialidad corre más de prisa que la decisión política, y produce sus efectos antes de que la política se haga cargo de ella.
En un mundo interdependiente, los problemas se expanden y nos afectan a todos. Es un mundo en el que ya no podemos ignorarnos, donde la desatención hacia las miserias de otros no nos protege de su influencia. La indiferencia no es posible ni material ni éticamente. La idea de interdependencia significa que todos dependemos de todos, el débil del fuerte pero cada vez más el fuerte del débil, cuyo sufrimiento termina por alcanzar al que se creía más a salvo. ¿Qué seguridad podemos tener en un mundo en el que todos estamos vinculados con todos, donde la violencia no se detiene ante ninguna frontera, como las enfermedades o la contaminación?
La desigualdad ha adquirido magnitud global. En un espacio visible y comunicado, la referencia para valorar la propia situación tampoco se para en las fronteras. De ahí la intensidad de los movimientos migratorios, y la inutilidad de limitarlos cuando las aspiraciones de igualdad se formulan a escala global y los parámetros de comparación han desbordado el seno de los Estados.
El hambre, la violencia, el terrorismo, el paro por la carencia de ofertas de trabajo, la inseguridad sanitaria, la debilidad de las instituciones, todo esto contrasta con las posibilidades abiertas en otros lugares del mundo, y desata el movimiento imparable de los desesperados en búsqueda de un futuro que ellos no tienen en sus países.
Un mundo extremadamente desigual es fuente de inestabilidad e inseguridad. Hemos entrado en la era de los conflictos de la exclusión social, que no se combaten con las armas. Se trataría de dar prioridad a los temas sociales internacionales, entender los asuntos internaciones desde la perspectiva de lo social.
Si queremos gobernar esta globalización del sufrimiento, el remedio es llevar a cabo una política social de la globalización que implica regulación, solidaridad y cooperación.
Sigamos desnudando el mundo de hoy.
Se aceptan los aberrantes matrimonios entre personas del mismo sexo.
Muchos padres y madres desaparecen del hogar por quehaceres extrahogareños, o están en el hogar pero presentes-ausentes, y los hijos carecen de su influencia para su formación. Estos, a su vez, no les guardan el respeto debido.
Para nadie es un secreto la violencia doméstica. Nos aturde el ruido de las grandes ciudades proveniente del tráfico vehicular, las actividades industriales y de algún vecino desconsiderado oyendo su música preferida a todo volumen, contaminación ambiental que nos causa pérdida de audición, insomnio y mal humor.
La contaminación visual en avenidas y autopistas por la abusiva proliferación de vallas publicitarias que, en ocasiones, cubren las señales de tránsito, lo que nos expone a sufrir algún accidente.
El estrés nos domina.
Todos estos flagelos y otros más atentan contra nuestro bienestar y calidad de vida.
Se apela a la sexualidad y a la violencia en los comerciales y en las películas televisadas.
El insigne escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa, Premio Nobel de Literatura, dice en su obra La civilización del espectáculo (2012): “¿Qué quiere decir civilización del espectáculo? La de un mundo en el que el primer lugar en la escala de valores vigentes lo ocupa el entretenimiento, y donde divertirse… es la pasión universal. Pero convertir la propensión natural a pasarlo bien en un valor supremo, tiene consecuencias inesperadas: La banalización de la cultura, la generalización de la frivolidad y, en el campo de la información, que prolifere el periodismo irresponsable de la chismografía y el escándalo. Es decir, a algunas audiencias los escándalos les entretiene, se olvidan pronto, con ansias de que surja uno nuevo”. Y ni hablar del bombardeo mediático al que se ven sometidas a diario esas audiencias, compuesto de toda clase de mensajes que propician los antivalores.
Los constantemente renovados avances tecnológicos, su difusión masiva y la robotización en marcha con sus innegables ventajas, acarrean también un peligro. Las tecnologías han evolucionado tan rápidamente y en tal dimensión que no se han medido las consecuencias de abusar de ellas, ni se ha reflexionado lo suficiente sobre la magnitud real de un problema social tan grande o más que las drogas y el alcohol, por todo lo que pueden implicar.
Por eso se imponen la prevención y la educación para el uso comedido de las tecnologías, atajando la adicción a ellas ante el riesgo de convertirnos, en vez de en una sociedad afectivamente comunicada, en una sociedad de sordos y mudos.
En este inventario de calamidades y desastres no pueden faltar las epidemias y pandemias originadas por los mosquitos trasmisores de virus, como el Aedes aegypti y otros, causantes del ébola, el dengue, el zika, la chikungunya, la fiebre amarilla, etc.
Los ingentes problemas y desafíos que plantean la globalización y las amenazas demenciales que, en el mismo orden, están aparejados. La dictadura del relativismo, del propio yo y sus apetitos, exponen a la Humanidad al riesgo de la disolución, y son apenas los síntomas de una enfermedad que hace metástasis, ya que a fuerza de la relativización y del desprecio a valores fundamentales, dejamos de lado a esos hijos de la razón y de la fe que, a lo largo de la historia de los hombres y de los pueblos, han animado el comportamiento social y de las culturas.
La situación actual del mundo hace imprescindible el reencuentro necesario con el valor de la justicia para el mantenimiento de la paz social y la gobernabilidad global. Es preciso denunciar la injusticia social y combatirla. No es viable un modelo basado en las armas, la explotación ilimitada de los recursos y la deshumanización. Una sociedad global en que debemos sabernos vecinos responsables solo puede fundamentarse en la solidaridad, y esta es una de las más cuerdas razones de esa sociedad de sobriedad compartida que debemos crear.
Hermanos, hoy se destruye el futuro. Hay que hacer que cesen las inercias, atavismos y otras taras que nos agobian, y lograr que desaparezca la “no sociedad”.
Tengamos presente que los que destruyen la vida, el amor, el espíritu, el cuerpo, no solo destruyen a sus víctimas sino que se destruyen ellos mismos, porque cuando el humano pelea con el de su propia especie, el vencedor es… ¡nadie!
Cambiemos nuestra conducta, y así nos elevaremos moralmente los integrantes del género humano, considerando al prójimo como un hermano, y que cada uno de nosotros proclame que el dolor de ese hermano es mi dolor, que su sufrimiento lo considero como propio y, al asumir esa postura inequívoca solidaria con cada persona como si fuera uno mismo, ya no existirá el “ellos” y “el nosotros”, en cuanto a solidaridad se refiere.
Les exhorto, pues, a que adoptemos el lema de “los tres mosqueteros”: Todos para uno y uno para todos.