Alan M. Dershowitz*
U na visita a Marruecos muestra que la pretensión palestina del “derecho al retorno” tiene poca base histórica, moral o jurídica.
Los judíos vivían en Marruecos siglos antes de que el Islam llegara a Casablanca, Fez y Marrakech. Junto con los bereberes, eran la columna vertebral de la economía y la cultura locales. Su impronta histórica es evidente en los centenares de cementerios judíos, en las sinagogas abandonadas, omnipresentes en las ciudades y pueblos de todo el Magreb.
Visité la casa de Maimónides, que hoy es un restaurante. El gran filósofo y médico judío era profesor de la universidad de Fez. Otros intelectuales judíos contribuyeron a dar forma a la cultura del norte de África, desde Marruecos a Argelia y desde Túnez a Egipto. En esos países los judíos fueron siempre una minoría, pero su presencia se dejaba sentir en todos los ámbitos de la vida.
Ahora apenas quedan unos pocos en Marruecos, y han desaparecido de otros países. Algunos se marcharon voluntariamente para irse a vivir a Israel después de 1948. Muchos se vieron obligados a huir por las amenazas, pogromos y mandatos legales, dejando atrás miles de millones de dólares en propiedades y las tumbas de sus antepasados.
Hoy la población judía de Marruecos no supera los 5.000 individuos, frente a los 250.000 que llegó a tener. El rey Mohamed VI merece crédito por su decisión de preservar la herencia judía, especialmente los cementerios. Mohamed VI mantiene mejores relaciones con Israel que los gobernantes de otros países musulmanes, aunque sigue sin reconocer ni establecer relaciones diplomáticas con el Estado-nación del pueblo judío. Es un proceso en marcha. Su relación con su pequeña comunidad judía, la mayor parte de la cual es fervientemente sionista, es excelente. Algunos israelíes de origen marroquí mantienen vínculos con su herencia marroquí.
¿Qué relación tiene todo esto con la pretensión palestina del derecho a volver a sus hogares en el actual Israel? Una muy clara. El éxodo árabe de Israel de 1948 fue consecuencia directa de una guerra genocida declarada contra el recién creado Estado por todos sus vecinos árabes, y también por los árabes de Israel. Si hubiesen aceptado el plan de paz de la ONU –dos Estados para dos pueblos– no habría refugiados palestinos. En el trascurso de la feroz lucha de Israel por su supervivencia –lucha en la que perdió el 1% de su población, incluidos numerosos supervivientes del Holocausto–, aproximadamente 700.000 árabes locales quedaron desplazados. Muchos se marcharon voluntariamente, con la promesa de un glorioso retorno tras la inevitable victoria árabe. A otros los obligaron a irse. Los hogares de algunos de esos árabes llevaban cientos de años en lo que sería Israel. Otros habían llegado hacía relativamente poco tiempo desde países árabes como Siria, Egipto y Jordania.
En ese mismo período, aproximadamente se desplazó a la misma cantidad de judíos de sus hogares en tierras árabes. Casi todos ellos llevaban allí miles de años, desde mucho antes de que los árabes se convirtieran en la población dominante. Como los árabes palestinos, algunos se marcharon voluntariamente, pero muchos no tenían opciones viables. Las similitudes son llamativas, pero también lo son las diferencias.
La diferencia más significativa está en cómo trató Israel a los judíos a quienes se desplazó y cómo trató el mundo árabe y musulmán a los palestinos que se fueron como consecuencia de una guerra que ellos habían empezado. Israel integró a sus hermanos y hermanas del mundo árabe y musulmán. El mundo árabe metió a sus hermanos y hermanas palestinos en campos de refugiados, y los utilizó como peones políticos y heridas abiertas en su guerra incesante contra el Estado judío.
Han pasado ya setenta años desde que se produjera ese intercambio de poblaciones; es hora de acabar con la mortífera farsa de llamar «refugiados» a los palestinos desplazados. Prácticamente ninguno de los casi cinco millones de árabes que reclaman la etiqueta de “refugiado palestino” ha estado jamás en Israel. Son descendientes –algunos bastante lejanos– de a quienes verdaderamente se desplazó en 1948. La cifra de sobrevivientes de entre los que fueron obligados a abandonar Israel, como consecuencia de la guerra lanzada por sus correligionarios, no pasa probablemente de unos pocos millares, y seguramente sean menos. Quizá alguien tendría que compensarlos, pero no Israel. Deberían hacerlo los países árabes que se apoderaron ilegalmente de los bienes de los judíos a los que obligaron a marcharse. Esos pocos miles de palestinos no tienen reclamos morales, históricos o legales superiores a los de los sobrevivientes judíos que fueron desplazados en la misma época, hace siete décadas.
En la vida, como en las leyes, hay plazos de prescripción que reconocen que la Historia cambia el statu quo. Ha llegado la hora –llegó hace demasiado tiempo– de que el mundo deje de tratar a esos palestinos como “refugiados”. Esa condición caducó hace décadas. Los judíos que se fueron a Israel desde Marruecos hace mucho que no son refugiados. Y tampoco lo son los parientes de los palestinos que llevan fuera de Israel casi tres cuartos de siglo.
*Profesor emérito en la Escuela de Derecho de la Universidad de Harvard, escritor y conferencista especializado en temas sobre Israel.
Fuente: Gatestone Institute, traducido por El Medio. Versión NMI.