I srael puede sentir algo de consuelo por la reacción oficial que siguió al rechazo del judoka egipcio Islam al-Shehaby a estrechar la mano o hacerle la reverencia ceremonial a su oponente israelí Or Sasson. Al-Shehaby fue reprendido por el Comité Olímpico Internacional (COI), y las autoridades egipcias lo enviaron de regreso a casa. Pero la respuesta oficial y de los medios solo tocaron la superficie del incidente.
Para el COI, el mal comportamiento de al-Shehaby fue algo contrario a las reglas del fair play y del espíritu de amistad encarnado en los valores olímpicos, pero nada más. Para los medios, el asunto fue otro caso de las tensiones del Medio Oriente que llegaron a las olimpíadas, como cuando el equipo libanés impidió a los atletas israelíes abordar el mismo autobús, así como reportes no confirmados de que la judoka saudí Joud Fahmy perdió por forfeit una competencia para no tener que luchar contra una israelí en la siguiente ronda.
Ciertamente existen muchas tensiones en el mundo, y el Medio Oriente es la madre de todos esos puntos de tensión. Pero una búsqueda de desaires olímpicos resulta en cero incidentes, aparte de los árabes despreciando a los israelíes.
No hubo casos de israelíes despreciando a los árabes, y ninguno de yemenitas insultando a los saudíes que están bombardeando su país. No hubo protestas contra los sirios que están, con el apoyo de sus hermanos árabes, masacrándose unos a otros. Ni hubo incidentes entre Irán o Rusia, que están jugando un papel clave en el baño de sangre sirio, con nadie del mundo árabe.
Existen muchas quejas sobre racismo israelí contra los árabes, pero pocos hablan del racismo antiisraelí. Sin embargo, eso es exactamente lo que estamos viendo, no solo en las olimpíadas, sino en la actitud del mundo árabe hacia Israel en general.
Tampoco es un racismo posmoderno, como “percepciones de desaire” de los cuales el perpetrador podría no estar siquiera consciente, o racismo institucional, como los estándares de admisión en universidades que efectivamente crean barreras raciales. La actitud racista de los árabes hacia Israel es del tipo basado en un odio profundo, que agrupa a todos los israelíes como un pueblo monstruoso y violento que no merece vivir en nuestro vecindario y debería volver al lugar del que vino.
El racismo antiisraelí va más allá de la crítica legítima y justa, o incluso la condena, al comportamiento de los israelíes para con los palestinos. Llega al propio nivel personal de rehusarse a tener contacto con israelíes, o siquiera estar en su presencia.
Si el incidente con los libaneses tiene ecos de los negros forzados a sentarse en lugares separados de los autobuses (esto es, en la parte de atrás) en el sur de EEUU antes de los derechos civiles, pues sí, la comparación resulta apropiada.
Por supuesto, como la mayoría de los racistas, al-Shehaby y el jefe del equipo libanés dicen que el prejuicio racial no tuvo nada que ver. El libanés explicó que todo el asunto fue un “malentendido”. Al-Shehaby declaró a la revista L’Esprit du Judo que “no tenía problemas con el pueblo judío ni con cualquier otra religión o creencia”, pero luego agregó: “Estrechar la mano de tu oponente no es una obligación escrita en las reglas del judo. Sucede entre amigos, y él no es mi amigo”.
En realidad, estrechar la mano es algo que se hace usualmente cuando uno se encuentra con alguien por primera vez, y no parece que los miles de otros atletas participantes en los Juegos Olímpicos, o cualquier otro evento deportivo, se hagan buenos amigos antes de cumplir con el ritual posterior al juego. Al-Shehaby asumió el típico disimulo de los racistas que no desean admitir en público que lo son, pero que a la vez quieren enviar un mensaje a aquellos que comparten su odio: “sí, por supuesto que sabía lo que estaba haciendo”.
El racismo antiisraelí de los árabes tiene implicaciones mucho mayores para Israel que un ocasional desprecio olímpico. Tiene que ver con nuestro propio lugar en el Medio Oriente. Podemos firmar tratados de paz (como lo hicimos con el país de al-Shehaby, aunque él lo olvide), y podemos establecer alianzas estratégicas, como al parecer estamos haciendo con los sauditas. Pero esos vínculos no han penetrado más allá de las preocupaciones de la realpolitik.
Como la primera familia negra con el coraje para mudarse a un vecindario de blancos, nosotros podemos comprar la propiedad y convertirla en nuestro hogar. Pero no seremos parte del vecindario hasta que cambien las actitudes de nuestros vecinos. Israel tiene bastante que mejorar en su trato a los palestinos, pero el problema real es la aversión del mundo árabe no solo hacia Israel, sino hacia los israelíes.
*Columnista
Fuente: Haaretz. Traducción NMI.