Borrar la legitimidad de la narrativa israelí revive fundamentalmente un pernicioso tropo antisemita de que los judíos merecen su destino
Yossi Klein Halevi*
¿Cómo es posible que, en gran parte de la comunidad internacional, haya “comprensión” por las atrocidades masivas del 7 de octubre? ¿Que en sectores de la izquierda haya mayor indignación contra la respuesta de Israel a la masacre de Hamás que contra la masacre misma? ¿Que quienes se sienten más vulnerables en las universidades estadounidenses liberales no son los partidarios de Hamás sino los judíos? ¿Que los antisionistas que llaman a convertir a los israelíes en una minoría indefensa dentro de la “Gran Palestina”, “desde el río hasta el mar”, están coreando sus odiosas consignas con aún mayor vigor y confianza en sí mismos?
Una respuesta la dio inadvertidamente el jefe de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas. Hablando el mes pasado en la televisión palestina, Abbas intentó explicar los orígenes del Holocausto. Los nazis, dijo, no eran antisemitas, sino que se oponían a los judíos “debido a su papel en la sociedad, que tenía que ver con la usura, el dinero… En opinión [de Hitler], estaban involucrados en el sabotaje, y es por eso que los odiaba”.
En otras palabras: los judíos se provocaron el Holocausto.
Abbas fue ampliamente condenado como antisemita, incluso por algunos en la izquierda. Sin embargo, la opinión de Abbas informa la respuesta de muchos “progresistas” a los acontecimientos de las últimas semanas. Israel, dicen, provocó efectivamente la masacre con su ocupación de los palestinos, su racismo, colonialismo y apartheid, tal vez con su propia existencia. Una vez más, los judíos han provocado su propia tragedia.
Imágenes captadas por el bodycam (cámara corporal) de un terrorista de Hamás, mientras otro se acercaba a un vehículo israelí para asesinar a sus ocupantes el pasado 7 de octubre
(Fuente: FDI)
Culpar a los judíos por su propio sufrimiento es una parte indispensable de la historia del antisemitismo. Ya fuera como los asesinos de Cristo del Cristianismo anterior al Holocausto, o como los profanadores raciales de la Alemania nazi, se percibía que los judíos merecían su destino. Invariablemente, quienes atacan a los judíos creen que están respondiendo a una provocación judía.
Lo que hace que este momento sea más complicado es que, a diferencia del pasado, los judíos sí tienen poder. Ya no somos inocentes. Estamos ocupando a los palestinos en Cisjordania. A medida que la guerra se intensifica, las víctimas civiles aumentan en Gaza. Y la expansión de los asentamientos en Cisjordania socava las posibilidades a largo plazo de una solución de dos Estados.
Pero este momento sí encaja en el patrón histórico del antisemitismo, en la facilidad con la que gran parte del mundo, en las últimas décadas, ha borrado la comprensión israelí del conflicto y de cómo se llegó a este punto. Una campaña sistemática y sorprendentemente exitosa de la izquierda ha negado la narrativa histórica y política israelí. Como resultado, uno de los dilemas morales y políticos más complicados del mundo se ha convertido en un proverbial juego de pasiones, en el que el israelí desempeña el papel de Judas (en lugar de “el judío”), traicionando su destino de víctima noble y convirtiéndose en victimario.
El Estado judío se ha trasformado en la suma de sus pecados, una sociedad irremediablemente malvada que ha perdido su derecho a existir, y mucho menos a defenderse.
Culpar a los judíos por su propio sufrimiento es una parte indispensable de la historia del antisemitismo. Ya fuera como los asesinos de Cristo del Cristianismo anterior al Holocausto, o como los profanadores raciales de la Alemania nazi, se percibía que los judíos merecían su destino. Invariablemente, quienes atacan a los judíos creen que están respondiendo a una provocación judía
Culpar exclusivamente a Israel de la ocupación y sus consecuencias es descartar la historia de las ofertas de paz israelíes y el rechazo palestino. Etiquetar a Israel como una creación colonialista más es distorsionar la singular historia del regreso a casa de un pueblo desarraigado, la mayoría de cuyos integrantes eran refugiados de comunidades judías destruidas en el Medio Oriente. Calificar a Israel de Estado de apartheid es confundir un conflicto nacional con un conflicto racial, e ignorar la interacción entre árabes y judíos israelíes en sectores importantes de la sociedad. Interpretar a Israel y sus dilemas de seguridad solo a través del lente de la dinámica de poder palestino-israelí es ignorar su vulnerabilidad en una región hostil, y los enclaves terroristas aliados de Irán que presionan contra sus fronteras.
La narrativa israelí no es tan infalible como creen algunos de sus defensores. Israel se ha convertido en un socio pleno, junto con el movimiento nacional palestino, para ayudar a sostener el conflicto. Especialmente el año pasado, los sectores políticos y religiosos más extremos de la sociedad israelí se convirtieron en la cara oficial de este país, creando el primer gobierno israelí desde finales de los años 1980 cuyo objetivo no es una solución política a la tragedia palestina sino la anexión.
Aun así, culpar de la masacre a la “ocupación” es una interpretación errónea fundamental del objetivo de Hamás. Hamás no está trabajando por la creación de un miniestado palestino en Cisjordania y Gaza, sino por la destrucción de Israel. Para Hamás, todo Israel está “ocupado” y ninguna solución de dos Estados pondría fin a su guerra contra el Estado judío. En 1995, en el apogeo del proceso de paz de Oslo, Hamás lanzó su primera oleada de atentados suicidas. Las comunidades diezmadas el pasado 7 de octubre eran, en la terminología de Hamás, “asentamientos”, aunque se encuentran dentro de las fronteras internacionalmente reconocidas de Israel.
Hamás no está trabajando por la creación de un miniestado palestino en Cisjordania y Gaza, sino por la destrucción de Israel. Para Hamás, todo Israel está “ocupado” y ninguna solución de dos Estados pondría fin a su guerra contra el Estado judío
La forma del asesinato en masa cometido por Hamás fue un aviso previo de su plan genocida para un Estado islamista “entre el río y el mar”. Esa es la cara de la solución de un solo Estado que se promueve en las universidades occidentales y en las calles de Londres, Brooklyn y Sydney.
La mentalidad que culpa a Israel por provocar la masacre explica la asombrosa disposición de gran parte de los medios internacionales de aceptar inicialmente la versión de Hamás de la tragedia en el Hospital al-Ahli en la ciudad de Gaza el 17 de octubre. Los grandes titulares y las alertas noticiosas implicaban insistentemente que un misil israelí había destruido el hospital. Cuando Israel proporcionó pruebas convincentes de que la causa fue un cohete perdido disparado por una célula de la Yijad Islámica ubicada cerca del hospital (que no fue alcanzado directamente), y aunque Hamás no ofreció prueba alguna de sus afirmaciones, muchos medios de comunicación se negaron a exculpar a Israel y, en lugar de ello, siguen refiriéndose a “dos versiones” del suceso.
La verdad finalmente salió a la luz, pero para entonces el daño ya estaba hecho. La guerra había encontrado su símbolo. Para gran parte del mundo, Israel no solo bombardeó el hospital, sino que seguramente lo hizo deliberadamente. Las tardías retractaciones de algunos medios fueron irrelevantes. Si Israel cometió o no este crimen en particular es de todos modos culpable, porque podría haber bombardeado el hospital, porque tarde o temprano cometerá una atrocidad, porque es en esencia, para gran parte del mundo, un Estado criminal.
El frenesí sádico del 7 de octubre no fue una expresión de frustración política, sino de un odio primario a los judíos, que se ha adaptado a sensibilidades e ideologías opuestas y que hoy une a la extrema derecha y la extrema izquierda
Ciertamente, muchos de quienes culpan a Israel por la crisis, incluidos algunos de sus críticos más extremos, no lo hacen porque estén motivados conscientemente por el antisemitismo. Pero el papel decisivo desempeñado por el antisemitismo en la configuración del pensamiento occidental durante milenios, analizado de manera convincente por David Nirenberg en su libro Antijudaísmo, vuelve a ser impactante. Independientemente de si los apologistas de Hamás actúan por motivos antisemitas, han colaborado en crear un clásico momento antisemita.
Muchos judíos sienten hoy que viven en una realidad surrealista pero familiar. Ahora entendemos, dicen, cómo pudo haber ocurrido el Holocausto, y cómo personas aparentemente decentes pudieron culpar a esos judíos prepotentes, que eran demasiado inteligentes para su propio bien y siempre iban al principio de la cola, de sus propios problemas.
El frenesí sádico del 7 de octubre no fue una expresión de frustración política, sino de un odio primario a los judíos, que se ha adaptado a sensibilidades e ideologías opuestas y que hoy une a la extrema derecha y la extrema izquierda.
Pero los judíos de hoy ya no están indefensos. Podemos defendernos y podemos contraatacar a aquellos cuya visión de un mundo mejor depende de nuestra desaparición. Si los progresistas buscan convertir nuestro empoderamiento en su símbolo de depravación humana, también nos ocuparemos de eso.
La historia impone a los judíos la responsabilidad de afrontar las consecuencias morales del poder. Pero el 7 de octubre no fue una respuesta a los abusos del poder judío: fue un recordatorio de la necesidad del poder judío. En un mundo en el que persisten enemigos genocidas, la impotencia del pueblo judío es un pecado.
*Miembro principal del Instituto Shalom Hartman, donde es codirector, junto con el Imam Abdullah Antepli de la Universidad de Duke y Maital Friedman, de la Iniciativa de Liderazgo Musulmán (MLI).
Fuente: The Times of Israel.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.