Es más fácil lamentar a Ana Frank que tolerar la existencia de Israel
Matti Friedman*
Recuerdo cuando estuve en los callejones del centro de El Cairo hace una década y llegué a las ruinas de una sinagoga, una de las docenas que alguna vez albergaron la vida religiosa de los miles de judíos que dieron nombre a ese barrio. Todavía se llama El Barrio Judío, a pesar de que cuando llegué, en 2009, los judíos que habían abarrotado sus callejones hasta la década de 1940 habían sido acosados y expulsados por la persecución estatal y la violencia. Hasta donde sé, la población judía del barrio judío de El Cairo el día que lo visité consistía en una persona: yo.
La sinagoga lleva el nombre del filósofo y médico Maimónides, quien dirigió la comunidad judía en estas tierras en el siglo XII, cuando El Cairo era el centro judío más importante del Medio Oriente. El edificio no era más que un caparazón sin techo, pero descubrí a un equipo de trabajo colocando tablones en una de las habitaciones, hundidos hasta las rodillas en agua fétida. Resultó que el gobierno egipcio, el mismo régimen que tomó posesión de gran parte de las propiedades de los 80.000 judíos desterrados del país dos generaciones antes, estaba llevando a cabo un proyecto de restauración.
La Sinagoga Maimónides de El Cairo, antes y después de su restauración
Un educado joven ingeniero que se encontraba en el sitio me mostró la ubicación del lugar donde alguna vez se leyó el rollo de la Torá. Otro hombre, vestido de civil pero con autoridad vagamente militar, me dijo que no tomara fotos.
No podría haber nada malo en la restauración de una sinagoga, ¿verdad? Resultaba difícil explicar por qué nada de esto se sentía bien; por qué preferiría ver que se dejara al edificio pudrirse, en lugar de observarlo como a un cadáver en un velorio. Tuve la misma sensación cuando vi a otros periodistas referirse seriamente a la “comunidad judía de El Cairo”, citando a una única mujer que era su “presidenta”.
No existía una comunidad, solo un simulacro aprobado por el régimen, diseñado para permitir que todos fingieran que no se había llevado a cabo una limpieza étnica y que algo muerto estaba vivo. En el momento de mi visita, el gobierno egipcio estaba tratando que uno de sus funcionarios fuera elegido para un alto cargo cultural en la ONU, un esfuerzo obstaculizado por el apoyo anterior de ese mismo funcionario a la quema de libros hebreos. ¡Una renovación de la sinagoga no podría dañar su causa! Los verdaderos judíos estaban fuera de Egipto, pero sus avatares imaginarios todavía eran muy útiles para las necesidades narrativas de los demás.
En El Cairo, y en sitios similares que he visitado en otras partes del Medio Oriente y Europa, he sentido, en palabras de la autora Dara Horn, “una sensación no definida de que, a pesar de toda la supuesta buena voluntad, algo estaba claramente fuera de lugar”.
“Sitios de herencia judía” es un término benigno utilizado en muchos países con el propósito de utilizar la marca multicultural y atraer el turismo judío, y suena mejor que “propiedad confiscada a judíos muertos o expulsados”
Horn ha articulado ahora ese sentido, y muchos otros sentidos importantes y elusivos, en una nueva y magnífica colección de ensayos titulada People Love Dead Jews (“La gente ama a los judíos muertos”). Debo mencionar que pasé un verano con la autora en un programa juvenil hace tres décadas, y he mantenido contacto con ella.
Horn aborda el tema con una comprensión profunda de la historia y un compromiso personal con la tradición judía viva, con un sentido del humor tradicional que aparece de vez en cuando, y también, refrescante y necesariamente, con ira.
Un ensayo memorable relata un extraño viaje a varios “sitios de herencia judía” en Harbin, China, cerca de la frontera con Siberia. La ciudad es conocida por su gran Festival de Hielo que se celebra cada invierno, y también por haber sido fundada por judíos enviados allí por la Rusia zarista como parte de un proyecto ferroviario, pero que luego fueron desposeídos y expulsados por una combinación de ocupantes imperiales japoneses, fanáticos rusos blancos, y comunistas rapaces de la variedad soviética y maoísta. Horn bromea diciendo que “sitios de herencia judía” es un término benigno utilizado en muchos países con el propósito de utilizar la marca multicultural y atraer el turismo judío, y que suena mejor que “propiedad confiscada a judíos asesinados o expulsados”.
La autora visita “el cementerio judío más grande del Lejano Oriente”, que resulta no ser un cementerio en absoluto, sino tan solo lápidas ubicadas en un terreno vacío. El cementerio original fue reubicado hace años y el municipio de Harbin trasladó solo las losas, no los cuerpos, que al parecer están ahora bajo un parque de diversiones.
Museo Judío de Harbin, China, atracción turística en un país que no permite la expresión abierta de la religión judía
Los nombres de esos judíos han sido inevitablemente olvidados. Un destino póstumo muy diferente tuvo Ana Frank, tema de otro ensayo en este libro, quien en las décadas posteriores a su asesinato, a los 16 años de edad, se ha convertido en una marca global. Horn disecciona la forma en que su famoso diario ha sido utilizado como una historia para sentirse bien, que halaga a los lectores de la misma manera que una sinagoga renovada halaga el multiculturalismo del Estado egipcio.
La frase más famosa del libro de Frank, “Sigo creyendo, a pesar de todo, que las personas son realmente buenas de corazón”, es algo que a todos nos gusta escuchar. Pero oscurece la verdad obvia del texto, que fue escrito unas semanas antes de que Ana fuera entregada por sus vecinos holandeses para morir en un campo de concentración alemán. Nadie fue lo suficientemente bueno como para salvarla. “Es mucho más gratificante”, escribe Horn, “creer que una niña muerta e inocente nos ofrece esperanza, que reconocer lo obvio: Ana Frank escribió que las personas son ‘verdaderamente buenas de corazón’ antes de conocer a personas que no lo eran”.
Y es más fácil amar a una chica judía que ya no puede expresar sus reflexiones potencialmente incómodas sobre su propia vida, que tolerar a sus correligionarios que viven actualmente y causan incomodidad. En 2018, el museo de Ana Frank en Ámsterdam, ubicado en la casa donde ella se escondió con su familia, no permitió que un empleado judío usara una kipá, explicando que esto violaba la “neutralidad” del museo. Los directores cambiaron de opinión solo después de cuatro meses de deliberaciones, observa Horn, “lo que parece un tiempo bastante largo para que la Casa de Ana Frank reflexionara sobre si era buena idea obligar a un judío a esconder su identidad”.
Muchos activistas, en lugares inundados de sitios de “herencia judía” y museos del Holocausto, promueven enérgicamente un boicot contra los “sionistas” con un éxito muy revelador
Una observación similar podría hacerse sobre Bélgica, que también tiene bonitos museos y monumentos judíos, pero que acaba de aprobar una ley que prohíbe la faena animal según la ley judía, una necesidad para los judíos belgas vivos que desean practicar su religión.
Sobre la colección de ensayos de Horn se cierne el lugar que ahora alberga al mayor número de judíos vivos, el Estado de Israel. Israel es la demostración definitiva de la tesis de Horn, aunque ella mayormente, y sabiamente, se mantiene distanciada del tema. Muchas personas ansiosas por venerar a sus judíos desaparecidos se sienten simultáneamente incómodas con los que todavía están vivos en un pequeño rincón del Medio Oriente, adonde huyeron después de que la mayoría de los demás lugares de la Tierra se volvieran inhabitables para ellos.
Horn se centra en un conmovedor ensayo sobre un grupo de actores y escritores idish en la Unión Soviética de la década de 1940 que fueron explotados para propaganda, y luego asesinados cuando ya no eran útiles. Los comunistas podían tolerar a los judíos, escribe, “siempre que no practicaran la religión judía, estudiaran textos judíos tradicionales, usaran el idioma hebreo o apoyaran al sionismo”, lo que significa que casi toda la vida judía estaba fuera de los límites permitidos. “La Unión Soviética fue pionera en la creación de un eslogan versátil y manipulador, que luego difundió a través de sus Estados clientes en el mundo en vías de desarrollo y que sigue siendo popular en nuestros días: ‘esto no es antisemitismo, es simplemente antisionismo’”.
Bat Mitzvá colectiva en la comunidad judía de Alejandría, Egipto, en una foto anterior a 1960
Esta diferenciación, que sobrevivió a los soviéticos y resulta cada vez más popular entre la izquierda occidental de hoy, se pierde en gran medida en la pluralidad de judíos que son israelíes, y en la gran mayoría que piensa que un Estado judío es una buena idea. Las personas mayores aquí en Israel todavía recuerdan cómo durante la Guerra de Yom Kipur de 1973, tan solo 28 años después del cierre de los campos de concentración, los mismos países liberales de Europa que expresaban un piadoso pesar por el reciente exterminio de sus judíos no permitían que los vuelos de reabastecimiento estadounidense que se necesitaban desesperadamente aterrizaran en su territorio en ruta a Israel, país que acababa de ser atacado por dos clientes árabes de los soviéticos y luchaba por defenderse.
Y en 2021, los jóvenes judíos todavía pueden observar cómo países como Francia, Alemania y el Reino Unido colocan solemnemente coronas ante monumentos conmemorativos del Holocausto, mientras participan en el aislamiento del Estado judío en la ONU, donde el Consejo de Derechos Humanos —por citar tan solo un ejemplo— ha condenado a Israel más veces que a todos los demás países de la Tierra combinados. También pueden ver cómo muchos activistas, en lugares inundados de sitios de “herencia judía” y museos del Holocausto, promueven enérgicamente el boicot contra los “sionistas” con un éxito muy revelador.
Horn no toca el tema, en parte porque no lo necesita; sus ensayos revelan lo suficiente. Ese es el tipo de hipocresía que implica el núcleo de su argumento. People Love Dead Jews ayuda a explicar la ansiedad que padecen en 2021 muchos ciudadanos judíos de los países occidentales, que sienten que el paisaje cambia a medida que las viejas formas de pensamiento reaparecen en público, tanto en la izquierda como en la derecha, y que queda claro cuán pocas lecciones se han aprendido realmente.
*Periodista. columnista y autor israelí-canadiense.
Fuente y fotos: Informe Oriente Medio (orientemedio.news).
Versión NMI.