Un tema que se ha vuelto álgido en años recientes es el antisemitismo en Polonia. Varias medidas adoptadas por el actual gobierno nacionalista-populista han puesto de nuevo sobre el tapete los argumentos de que la patología judeófoba sería una condición de la idiosincrasia polaca; por supuesto, ello no significa que aplique todos los ciudadanos de ese país, pero que ha sido prevalente durante buena parte de su historia
Sami Rozenbaum
Los primeros judíos que se asentaron en la actual Polonia arribaron a finales del siglo XI, durante la Primera Cruzada, cuando cientos de comunidades judías de Europa estaban siendo diezmadas por el celo de los católicos que se dirigían a “rescatar Tierra Santa de manos de los infieles del Islam”. El rey Boleslao III les permitió radicarse en sus comarcas y los protegió, apreciando las ventajas que podía traerle el espíritu emprendedor de los judíos.
De hecho, los comerciantes y artesanos judíos generaron una capa que hoy podríamos llamar de clase media en una sociedad entonces constituida por señores feudales y campesinos.
Durante los siglos siguientes, algunos monarcas polacos fueron más tolerantes que otros y de ello dependía la suerte de la población judía, que era despreciada por el clero católico; pero esa población disfrutó en general de tranquilidad y prosperidad, debido a los beneficios que traía a la economía de la corona y a la nobleza. Ello se comparaba favorablemente con el resto del continente europeo, donde durante el siglo XIV se culpó a los judíos por la Peste Negra; las masacres causadas por este libelo llegaron incluso a las ciudades fronterizas de Polonia con los principados germánicos.
Así, el judaísmo floreció las comarcas polacas, atrayendo a muchos de los judíos expulsados de España, Bohemia, Hungría, los principados alemanes y otros lugares, convirtiéndose prácticamente en el centro mundial del judaísmo por su población y prosperidad.
Durante el siglo XVI se vivió una especie de “edad de oro”, e incluso se imprimieron muchos libros, la mayoría de carácter religioso pero también sobre temas seculares.
El príncipe de Polonia Boleslao III, a quien se atribuye una actitud positiva hacia la recepción de judíos en su reino, que duró entre 1107 y 1138
(Foto: Wikimedia Commons)
Sin embargo, la unión política de Polonia con Lituania, y los conflictos religiosos que se desataron con la Reforma, fueron erosionando la tolerancia a los judíos. Un grave trauma fue el levantamiento de cosaco Chmielnicki (Jmielnitzky) en la actual Ucrania a partir de 1648, que se ensañó especialmente contra los judíos, a quienes muchos odiaban porque constituían una alta proporción de los cobradores de impuestos de la nobleza. Se estima que hasta 200.000 judíos perecieron, lo que devastó esas comunidades y debilitó su funcionamiento. Debe mencionarse que Chmielnicki es un héroe nacional en Ucrania hasta hoy.
Durante el siglo XVIII Polonia fue invadida por Suecia, Prusia (Alemania) y Rusia, que terminaron dividiéndose el territorio. Polonia dejó de existir como país, y la mayoría de los judíos quedaron bajo soberanía del Imperio Ruso. La zarina Catalina decretó la creación de la “Zona de Asentamiento”, que abarcaba territorios de las actuales Polonia, Ucrania, Lituania, Moldavia, Bielorrusia y partes de la propia Rusia, donde los judíos estaban constreñidos a vivir; además se les prohibieron numerosas actividades económicas.
Esta concentración favoreció, no obstante, el desarrollo de la cultura judía de Europa Oriental, como el nacimiento y expansión por un lado del jasidismo y por el otro de la haskalá (Ilustración secular judía). Esta última dio lugar incluso a la aparición, a partir de finales del siglo XIX, de partidos políticos judíos. Muchos judíos seculares participaron en las revueltas para recuperar la independencia de Polonia durante el siglo XIX, como la “Insurrección de Noviembre” (1830-31) y la “Insurrección de enero” (1863).
El asesinato en 1881 del zar Alejandro II, un reformista que había abierto las puertas a la participación de los judíos en la cultura general del Imperio, desató la terrible era de los pogromos que arrasaron muchos shtetls (aldeas judías); incluso ocurrió uno en Varsovia. Esto motivó, por una parte, la emigración de cientos de miles de judíos polacos hacia Europa Occidental y Estados Unidos, y por la otra el surgimiento del sionismo: el convencimiento de que el pueblo judío solo podría estar libre de persecuciones y desarrollar su potencial nacional en un Estado propio.
Debe mencionarse que hubo numerosos judíos en el ejército del nacionalista Jozef Pilsudski antes y durante la Primera Guerra Mundial, hasta que el país volvió a independizarse en 1918.
Un grupo de judíos, en vísperas de enrolarse en el ejército polaco a la edad de 21 años, posa con un retrato del teórico sionista-marxista Ber Borojov. Lublin, 1919
(Foto: yivoencyclopedia.org)
En la nueva República de Polonia vivían casi 3.400.000 judíos —la segunda mayor concentración después de EEUU—, que constituían un 10% de la población —a su vez la mayor proporción en cualquier país del mundo—. En la capital, Varsovia, eran aproximadamente 375.000, un tercio del total.
La Constitución polaca de 1921 otorgó plenos derechos a los judíos; casi todos los partidos políticos judíos, desde los socialistas (Unión General de Trabajadores Judíos o Bund) hasta los sionistas de izquierda y de derecha, y los religiosos conservadores, estaban representados en el Sejm (Parlamento) y en las asambleas regionales. Había organizaciones juveniles judías de todas las tendencias (sionistas, bundistas, religiosos); florecieron el teatro, la prensa (más de un centenar de periódicos), e incluso el cine y la radio judíos, tanto en idish como en hebreo y polaco.
Sin embargo, el fuerte nacionalismo y la profunda influencia de la Iglesia Católica mantuvieron vivo un intenso antisemitismo. A pesar de que el gobierno de Pilsudski (1926-1935) fue relativamente benévolo con los judíos, en el período de entreguerras se tomaron medidas para limitar severamente su desenvolvimiento económico, como su expulsión de las organizaciones profesionales, numerus clausus para limitar su acceso a las universidades (además establecieron “asientos-gueto” separados para los estudiantes judíos); sufrieron de discriminación en el ejército y las instituciones públicas, e incluso fueron expulsados de los gremios de médicos y abogados. Los representantes judíos en el Sejm poco pudieron hacer contra esta hostilidad, e incluso hubo algunos pogromos por todo el país, al punto que fue necesario crear grupos judíos de autodefensa.
Letrero (en idish y polaco) que convocaba a los judíos a una reunión de protesta contra la implantación del numerus clausus en las universidades polacas. Vilna, 1937
(Foto: yivoencyclopedia.org)
Ruina calculada
El periodista holandés-estadounidense Pierre Van Paassen fue quizá el único que investigó de primera mano la situación de los judíos en Polonia y otros países del centro de Europa en la década de 1930. Tras describir la increíble miseria y hacinamiento en que vivía la mayoría de los judíos en ciudades como Varsovia, Lodz, Lemberg y Kalisz, narró la razón de tal empobrecimiento:
“Mientras Polonia vivía bajo el dominio de los zares, los judíos constituyeron la clase de comerciantes y mercaderes, la llamada clase media del país. Con el renacimiento del Estado polaco, los nuevos gobernantes se dieron a la tarea de elaborar una nueva clase media, constituida por la población no judía. La nueva clase media fue levantada (esto se admitía francamente en los círculos gubernamentales), de manera inevitable, según ellos, sobre la ruina calculada y sistemática de la población judía. Así tenía que ser, me manifestaron los dirigentes del partido nacionalista. No había otra alternativa. Era cuestión de vida o muerte para la nueva Polonia destruir la antigua clase media y desembarazarse de ella. Sobraban dos o tres millones de judíos en Polonia. Como medida extrema, debían perecer o evacuar el país; dirigirse a otra parte, a cualquier parte. Las autoridades polacas no pensaban cuidarse de buscarles sitio; lo único que sabían era que en Polonia no había lugar para ellos”.
Tomado de Pierre Van Paassen (1958). El aliado olvidado. Buenos Aires: Ediciones Anaconda.
Así, a pesar de haber logrado una vitalidad sin paralelo en Europa, la gran comunidad judía de Polonia vivió tiempos turbulentos y buena parte de su población, tanto en las grandes ciudades como en los shtetls, se sumió en una creciente pauperización, que motivó el surgimiento de numerosas organizaciones de beneficencia; también fue necesario el apoyo del American Jewish Joint Distribution Committee. Decenas de miles de judíos polacos emigraron, una parte importante al Mandato Británico de Palestina (Eretz Israel).
A pesar de tanto maltrato y humillación, al menos 120.000 judíos formaban parte del ejército polaco como soldados y oficiales en 1939, cuando se produjo la invasión nazi; más de 32.000 de ellos perecieron en batalla, y 61.000 fueron hechos prisioneros por los alemanes; muy pocos de estos últimos sobrevivieron.
Aquí puedo comenzar a citar información de una fuente directa, mi padre Isaac Rozenbaum Z’L, quien desde muy pequeño sufrió el odio y discriminación cuando estudiaba la Primaria en una escuela pública en su pequeño pueblo de Sterdyn. Junto a otros niños judíos, los recreos eran un momento de insultos y peleas; por supuesto, los maestros no intervenían. Él decía: “No culpo a los chicos sino a sus padres, por haberles dado esa odiosa educación medieval que pasó de generación en generación”.
Mi padre escribió profusamente sobre sus experiencias como adolescente durante la guerra.
A continuación algunos fragmentos de sus anotaciones:
“Cuando los ejércitos polacos se rindieron a los nazis, en seguida muchos soldados empezaron a señalar a sus compañeros de armas judíos, delatándolos: ‘¡Jude, Jude!’ ¿Dónde se ha visto algo semejante?”
Más adelante, cuando comenzó la “Solución final” de los nazis para exterminar a todos los judíos —algo de lo que estaban perfectamente persuadidos tanto los judíos como los cristianos—, hubo muchos casos como este:
“Los judíos que lograron escapar de las deportaciones vagaban por los bosques, campos y pueblos buscando alimentos; algunos incluso trataban de unirse a los guerrilleros para luchar juntos contra los nazis. Muchos de esos judíos eran ex soldados del ejército polaco. Los bandoleros los recibían con amabilidad, separándolos de los demás, y luego los fusilaban.
“Millares de judíos fueron asesinados por esas bandas en toda Polonia, así como por la población civil, que por lo general atrapaba a los judíos y los entregaba a la policía polaca o a los alemanes”.
Junto a sus padres, un hermano y una hermana, mi padre sobrevivió escondido en el establo de un gentil; fueron muy afortunados por ello, y gracias a ese hecho estoy escribiendo estas líneas. Pero la mayor parte de los polacos tuvieron un comportamiento muy distinto, como en el notorio caso del pueblo de Jedwabne, donde los propios habitantes cristianos encerraron en un granero a cientos de sus vecinos judíos —hombres, mujeres y niños— y los quemaron vivos. Este no fue el único caso: hubo masacres parecidas en pueblos como Wasosz y Radzilow. Como escribió mi padre:
“Solo en una aldea como Sterdyn fueron exterminados o entregados más de cien judíos por polacos que les habían ofrecido refugio. Entre ellos mis dos primas, Ginale Milstein (de doce años), su hermana Sara, y el marido de esta, por un gentil llamado Stefan Roch (Roj); también mi pariente Kuba Rozenberg, junto a sus padres y dos hermanas, por un gentil de nombre Goral; los tres hermanos de Jacob Polakiewicz, en un bosque; y decenas más, casos en que ignoro los nombres de los criminales. ¿Qué diremos entonces de otros lugares o ciudades de toda Polonia, donde se estiman doscientas cincuenta mil víctimas, aparte de los exterminados en los campos de la muerte?”
Jacob Polakiewicz, mencionado en el párrafo anterior, era un pariente lejano que había ofrecido unirse a un grupo de partisanos (guerrilleros nacionalistas antinazis) junto a sus hermanos y varios amigos judíos. Pero a los pocos momentos sospechó algo, dijo que iba a buscar algo que tenía escondido, y cuando se encontraba a cierta distancia escuchó disparos. Se ocultó, y al regresar al día siguiente al campamento de los partisanos descubrió que habían matado a todos los jóvenes judíos.
A pesar de tanto maltrato y humillación, al menos 120.000 judíos formaban parte del ejército polaco como soldados y oficiales en 1939, cuando se produjo la invasión nazi; más de 32.000 de ellos perecieron en batalla, y 61.000 fueron hechos prisioneros por los alemanes; muy pocos de estos últimos sobrevivieron
El ejército clandestino polaco (la famosa Armia Kraiova, “Ejército del Hogar Nacional”) estaba compuesto por numerosos sub-grupos asociados a distintos partidos políticos de la preguerra. Aunque la autoridad central de la AK condenaba formalmente el antisemitismo e incluso castigaba con la muerte los crímenes contra judíos, está plenamente documentado que varios de esos sub-grupos se dedicaron a “cazar” y chantajear judíos: fueron los llamados szmalcowniks.
Salvadores y perpetradores
Uno de los argumentos de las actuales autoridades de Varsovia ante la evidencia de colaboración de polacos con la persecución de judíos durante Shoá es que su país tiene más personas que ninguno en el registro de “Justos entre las naciones” de Yad Vashem, que honra la memoria de quienes arriesgaron sus vidas para salvar judíos.
Sin embargo, un frío análisis estadístico muestra que los 7112 “justos” registrados para enero de 2020 representan uno por cada 478 judíos de los 3.400.000 que vivían en Polonia en vísperas de la guerra. Esta proporción es similar a la de Hungría (uno por cada 506 judíos), y dista mucho de las de países como Holanda (un salvador por cada 20 judíos), Francia (uno por cada 65) o Italia (uno por cada 68).
La narrativa convencional de los sucesivos gobiernos polacos ha estipulado que el país fue tan víctima de los nazis como sus conciudadanos judíos, y que todas las persecuciones y masacres fueron perpetradas por los invasores nazis. Los recuerdos de mi padre contrastan con ese intento de edulcorar la historia:
“Cuando los nazis huyeron ante el avance del ejército soviético, los bandoleros aumentaron su persecución a los judíos, cambiando de táctica: paraban los trenes en plena vía, sacaban a los judíos y los fusilaban. Al anochecer tocaban a las puertas de donde vivían judíos, y al abrírseles disparaban. En otras oportunidades usaban armas blancas. Esto duró varios años después de la guerra. Decían que la culpa de todo la tenían los judíos por apoyar al nuevo régimen comunista. Esto era mentira, porque solo unos pocos judíos ocupaban puestos en el gobierno pro-soviético; es bien sabido que la mayoría de los judíos no eran comunistas”.
Un joven que más tarde sería cuñado de mi padre, David Fuks, vivió una experiencia espantosa, al ser testigo de crímenes cometidos por personas cuya labor debía ser salvar vidas y sanar a los heridos. Se salvó gracias a que no descubrieron que era judío:
“En el mes de marzo de 1945, cuando el Ejército Rojo se acercaba a (el campo de concentración de) Stuthof, los nazis decidieron trasportar a todos los presos lejos del frente, adentrándose más en territorio alemán. Así comenzó la marcha forzada de millares de hombres hambrientos y mal arropados. A cada rato, los nazis disparaban sus ametralladoras sobre los presos. Muchos caían muertos de hambre, cansancio y por las balas; estas víctimas eran recogidas y enterradas en fosas comunes.
“David recibió dos balazos, uno en el hombro izquierdo y otro en la mandíbula, y cayó sobre la nieve, siendo arrojado en una fosa común al creérsele muerto. Después de cierto tiempo despertó y trató de salir de la fosa; lo logró a duras penas, quitándose los cadáveres que tenía amontonados encima.
“Ya afuera se recostó, exhausto, adolorido y empapado en sangre y barro. No veía a nadie; pero al rato una mujer se acercó, diciéndole en alemán: ‘No tema… los alemanes ya se fueron, y los rusos aún no han llegado. Yo soy polaca, nacida aquí. Le llevaré a una iglesia en el pueblo, no está muy lejos’.
“En la iglesia, la buena mujer le trajo agua y un poco de leche; David no podía comer por tener rota la mandíbula, y el líquido se le escapaba por la mejilla.
Al día siguiente llegaron los rusos a la región. La mujer buscó un médico del ejército, que dio a David los primeros auxilios. Después lo envió en un carro a un hospital en la ciudad polaca de Slupak.
“Cuando David se sintió mejor, observó que en el mismo cuarto había unas ocho camas más, todas ocupadas. Algunos eran polacos cristianos heridos, y otros eran judíos que habían logrado sobrevivir a los campos de concentración, encontrándose en muy mal estado.
“Una noche vio algo increíble, horrendo: varios enfermeros polacos vinieron sigilosamente, y aplicaron a los judíos más débiles y enfermos la así llamada “operación almohada”: pusieron almohadas sobre sus rostros, oprimiendo fuertemente, hasta que en unos minutos los dejaban muertos. David cerró los ojos simulando estar dormido, pues temió que se descubriera su verdadera identidad (judía) y compartir la misma suerte.
“Por la mañana vinieron los mismos enfermeros y sacaron los cadáveres. Esta escena se repitió durante varias noches. David sufrió una crisis nerviosa, por lo que se le recetó una cura de sueño”.
Menos de un 10% de los judíos de Polonia sobrevivieron a la guerra. Incluso ese remanente, desarraigado y desolado, siguió siendo perseguido por sus conciudadanos.
Para asombro y repugnancia de muchos polacos cristianos, algunos judíos reaparecieron vivos, aunque famélicos y andrajosos (como mi propio padre).
El 1º de septiembre de 1944, apenas días después de la entrada de los soviéticos en Polonia, Szolo Herszenhorn, director de la recién creada Oficina de Asistencia a la Población Judía de Polonia del Comité Polaco de Liberación Nacional, informó que “casos en que judíos han sido asesinados tras la partida de los alemanes están ocurriendo esporádicamente, están llevando a la desesperación a los judíos remanentes, y un significativo número de ellos aún teme salir de sus escondites”.
En mayo de 1946, un reporte de inteligencia del Departamento de Estado de EEUU encontraba que la “sucesión sin fin” de asesinatos de judíos mantenía a los sobrevivientes del Holocausto en un “temor inmediato por sus vidas”
En muchos casos, los asesinos abordaban trenes y otros vehículos buscando a los judíos para liquidarlos. Un caso bien documentado ocurrió el 14 de octubre de 1944, cuando un grupo armado detuvo dos vehículos que trasladaban pasajeros hacia Krasnik, en la provincia de Lublin. Los agresores escogieron a los pasajeros judíos, un hombre y tres mujeres, y se los llevaron al bosque; no volvió a saberse de ellos. Este patrón se repitió durante los meses siguientes. A veces se ejecutaba a los judíos frente a los demás pasajeros.
Un reporte de enero de 1945 sobre la situación de los judíos de Lublin señalaba que “el mismo día en que el primer ministro [interino] emitió una declaración oficial sobre la igualdad de derechos, 12 judíos fueron asesinados en Janow-Lubelski (…) No trascurre una semana sin que el cuerpo de una víctima judía se encuentre con un disparo o apuñalada”.
El 8 de julio del mismo año, un grupo armado asesinó a tres de los ocho judíos que quedaban en el pueblo de Opoczno, provincia de Lodz, incluyendo a David Mandelbaum, quien acababa de regresar de Auschwitz. En el pueblo de Przedborz, un pogromo ocurrido el 21 de julio resultó en la desaparición de la pequeña comunidad judía. El 7 de agosto, lo que quedaba de la kehilá de Lezajsk, 16 personas, fue liquidada cuando una bomba hizo volar la vivienda que compartían. El 15 de septiembre se halló el cadáver decapitado de un niño judío de 13 años en el pueblo de Ostrowice, provincia de Varsovia.
En mayo de 1945, el Comité Central Judío de Polonia manifestó que “los casos esporádicos de ataques antisemitas se han trasformado en acciones sistemáticas y organizadas, dirigidas a la aniquilación de los remanentes del Judaísmo polaco”. Y para septiembre, los servicios de noticias internacionales reseñaban que “una incontrolable atmósfera de pogromo” se cernía sobre Polonia, algo que incluso reconocieron los representantes del nuevo régimen comunista.
En mayo de 1946, un reporte de inteligencia del Departamento de Estado de EEUU encontraba que la “sucesión sin fin” de asesinatos de judíos mantenía a los sobrevivientes del Holocausto en un “temor inmediato por sus vidas”.
Pero las masacres más importantes tuvieron otro ingrediente siniestro: grupos armados anárquicos, que anteriormente habían formado parte de la resistencia, estaban actuando ahora por su cuenta, convertidos en bandas criminales o guerrillas de ultraderecha que se “especializaban” en atacar a los judíos.
Un ejemplo fue el grupo paramilitar Fuerzas Armadas Nacionales (NSZ por sus siglas en polaco), cuyo comando central emitió el 25 de marzo de 1945 —cuando la guerra aún no había concluido— una orden en la que indicaba cuáles “elementos” de la población debían ser objeto de “ejecución inmediata”: a) espías alemanes o soviéticos; b) los más capaces entre los miembros del Partido Comunista y otros movimientos de izquierda; c) todos los judíos y judías; y d) todos aquellos que hubiesen dado refugio a judíos durante la ocupación alemana. Es decir, los no-judíos eran objetivos para la ejecución según sus actividades o inclinaciones políticas, pero todos los judíos debían ser aniquilados.
Durante el mes siguiente, abril de 1945, circuló un volante dirigido a los judíos del pueblo de Piaski, región de Lublin, que decía: “Les ordenamos abandonar el área durante la próxima semana; de lo contrario, se tomarán medidas apropiadas contra ustedes”. Otro material distribuido entre toda la población exhortaba a “tomar las armas y atacar a los judíos, para limpiar a Polonia de la inmundicia”, prometiendo que el país pronto quedaría “libre de judíos”, expresión similar al Judenrein que empleaban los nazis.
En Cracovia, una hoja distribuida mientras una turba atacaba la sinagoga de la calle Miodowa (asesinando a varios de los que allí se encontraban), declaraba que “en Polonia no hay lugar para alemanes, bolcheviques ni judíos”. Por añadidura, surgieron acusaciones de crímenes rituales en ciudades como Lublin, Rzeszow, Tarnow y Sosnowiec; una hoja advertía a los padres que cuidaran a sus hijos, porque “más y más niños están desapareciendo”.
En marzo de 1968, estallaron en Varsovia manifestaciones estudiantiles causadas por el descontento de la población con el régimen comunista; el gobierno de Wladislaw Gomulka acudió a un expediente infalible: acusar a los judíos, a pesar de que los que quedaban en el país estaban plenamente asimilados a la sociedad polaca
Acudo nuevamente a la memoria de mi padre:
“Un día de 1945 o 1946 vino un joven judío a la casa donde estábamos para rentar un cuarto. Nos dijo que necesitaba viajar a Lodz, algo que en ese momento era muy difícil porque las vías de tren y los caminos estaban destrozados. Conseguimos a un hombre que estaba dispuesto a llevarlo en el peligroso viaje en su automóvil a cambio de una buena cantidad de dinero, junto con una mujer que también debía ir a Lodz.
“Tiempo después nos encontramos de nuevo con el joven, quien nos contó que en el camino a Lodz dos bandidos armados les cortaron el paso. Hicieron bajar al chofer, un hombre maduro, y se los llevaron a los tres al bosque. Allí dijeron que iban a matar al pobre chofer, porque les pareció que era judío. Él rogó por su vida y les juró que no lo era, y hasta comenzó a recitar oraciones católicas para demostrarlo. Pero ellos no le creyeron, se burlaban y al final lo colgaron de un árbol.
“Minutos más tarde, uno de los bandidos le comentó al otro: “Ese judío sabía rezar muy bien como un cristiano, qué raro…”. Decidieron bajarle los pantalones al cadáver, y efectivamente vieron que no estaba circuncidado. Entonces se mortificaron, lamentándose: “¡Hemos pecado, matamos a un cristiano!”
“Es decir que, si de verdad hubiese sido judío, a ellos no les habría parecido un pecado asesinarlo. Así era el antisemitismo en Polonia, incluso después del Holocausto.
Al joven, que sí era judío, no lo molestaron; su aspecto “goy” le salvó la vida, como a tantos otros.
El caso más notorio del antisemitismo polaco de posguerra fue el pogromo de Kielce.
El 1º de julio de 1946, Henryk Blaszyk, un niño de ocho años de edad que vivía en la ciudad polaca de Kielce, se marchó de su casa sin avisar. Pidiendo aventones (“colitas”), al parecer se dirigió a otro pueblo para visitar a unos amigos y recolectar cerezas. Sus padres, preocupados, avisaron a la policía, pero el chico regresó dos días después.
Quizá temiendo el castigo, Henryk alegó que había sido secuestrado por un hombre desconocido; un vecino de los Blaszyk, siguiendo viejos prejuicios, sugirió que quizá el culpable era un judío o un gitano. Junto a este vecino, el padre de Henryk, de nombre Walenty, y el niño se dirigieron el 4 de julio a la estación de policía para hacer la denuncia; en el camino, el niño apuntó a un hombre diciendo que era el secuestrador y, más aún, que lo había mantenido encerrado en el sótano del edificio por el que pasaban. En esa edificación vivían unos 150 judíos sobrevivientes del Holocausto, ubicados allí por el Comité Judío local. El edificio no tenía sótano, pero este detalle fue luego pasado por alto.
Cuando la policía registró la denuncia, la noticia se regó como pólvora por todo Kielce. Una turba enfurecida, en la que participaron también policías e incluso soldados, atacó el edificio, arrastrando a sus pobladores a la calle y saqueando el inmueble. El saldo fueron 42 personas asesinadas a tiros, palos o piedras, incluyendo ancianos, mujeres y niños, más decenas de heridos. Dos días después, los sobrevivientes fueron evacuados a la ciudad de Lodz.
Este episodio desató el pánico entre todos los judíos que quedaban en Polonia, muchos de los cuales recién habían retornado de la Unión Soviética, donde lograron sobrevivir al Holocausto, o estaban saliendo de los escondites donde habían permanecido durante la guerra. El pogromo de Kielce motivó la huida del país de miles de judíos, que hasta ese momento habían mantenido la esperanza de seguir viviendo en su país natal.
Sepultura de víctimas del pogromo de Kielce, ocurrido un año después del final de la guerra, en julio de 1946
(Foto: Museo Memorial del Holocausto, Washington)
A pesar de que el régimen comunista polaco contó durante sus primeros años con varios funcionarios judíos importantes, la mayoría fueron destituidos en 1956, cuando el gobierno enfrentó una revuelta obrera y solo atinó a responder con una campaña antijudía, que afortunadamente se combinó con la liberalización de los permisos de salida; esto llevó a la emigración de decenas de miles de judíos, muchos de los cuales se radicaron en Israel.
Tras la Guerra de los Seis Días de 1967 (que humilló a los aliados árabes de la Unión Soviética), el régimen comunista polaco llevó a cabo una nueva persecución “antisionista”. Poco después, en marzo de 1968, estallaron en Varsovia manifestaciones estudiantiles causadas por el descontento de la población con el régimen comunista; el gobierno de Wladislaw Gomulka acudió a un expediente infalible: acusar a los judíos, a pesar de que los que quedaban en el país estaban plenamente asimilados a la sociedad polaca. El jefe de seguridad, Mieczysław Moczar, desató una campaña “antisionista” en la prensa. Todos los judíos fueron expulsados del Partido Obrero Unificado Polaco (el partido comunista), al igual que los pocos catedráticos o docentes judíos que quedaban en los colegios y universidades. Debido a todas estas presiones, 25.000 judíos se vieron forzados a emigrar entre 1968 y 1970.
Tanto en 1956 como en 1968, el primer ministro polaco Wladislaw Gomulka culpabilizó a los judíos como desahogo para graves crisis políticas, consciente de que el “viejo truco” funcionaría
(Foto: Wikimedia Commons)
Caído el comunismo, muchos pensaron que el antisemitismo finalmente desaparecería de la nueva Polonia democrática, miembro de la OTAN y de la Unión Europea. En el país comenzó a hablarse más abiertamente de su rica herencia judía, y empezaron a repararse algunas sinagogas y cementerios, más que todo como atracciones turísticas.
Recuerdos como la masacre de Jedwabne crearon controversia, al publicarse en 2001 el libro Vecinos: el exterminio de la comunidad judía de Jedwabne, de Jan Gross.
En 2015 llegó al poder el partido populista-ultranacionalista Ley y Justicia, que en 2018 aprobó una ley que prohíbe mencionar la complicidad de muchos ciudadanos de ese país en el Holocausto, estableciendo multas y hasta penas de de cárcel por el mero uso del término “campos de concentración polacos” o de crímenes cometidos por “la nación polaca” durante la ocupación de ese país por los nazis.
Efectivamente, fueron los alemanes quienes decidieron construir sus seis campos de exterminio en Polonia, además de numerosos guetos y campos de concentración. Pero como ya hemos visto, es abrumadora e indiscutible la colaboración de muchos polacos —así como lituanos, ucranianos, eslovacos y de otras nacionalidades cuyos países también ocuparon los nazis— en la tortura y asesinato sistemático de sus conciudadanos judíos, motivado tanto por un rancio antisemitismo como con el fin de adueñarse de sus propiedades.
Quizá pronto los líderes de Ley y Justicia propongan una nueva legislación que prohíba mencionar el antisemitismo en Polonia “en cualquier época, lugar y circunstancia”, para que así todos queden tranquilos con su pasado y su conciencia
Una de las críticas más intensas a esa legislación, es que pretende obstaculizar y penalizar cualquier investigación académica sobre la complicidad de ciudadanos y organizaciones polacas con el genocidio de los judíos.
La ley provocó de 2018 una crisis en las relaciones polaco-israelíes. Durante la Conferencia de Seguridad de Múnich realizada el 17 de febrero de ese año, el primer ministro polaco Mateusz Morawiecki trató de suavizar la crisis con un artificioso paralelismo, diciendo que «no se considerará criminal decir que hubo perpetradores polacos, ya que hubo perpetradores judíos, hubo perpetradores rusos, hubo perpetradores ucranianos, no solo perpetradores alemanes». Este comentario provocó una mayor controversia y la condena de políticos israelíes, incluido el primer ministro Benjamín Netanyahu. La crisis se resolvió en apariencia a finales de junio de ese año, cuando los primeros ministros polaco e israelí emitieron un comunicado conjunto respaldando la investigación sobre el Holocausto y condenando la expresión «campos de concentración polacos».
Las relaciones se deterioraron nuevamente en febrero de 2019 cuando el ministro de Relaciones Exteriores israelí, Israel Katz, afirmó que «los polacos absorben el antisemitismo de la leche materna», frase que décadas antes había pronunciado el primer ministro de origen polaco Itzjak Shamir. Katz se negó a disculparse, lo que provocó que Polonia se retirara de una planeada cumbre del Grupo de Visegrado (que integran Eslovaquia, Hungría, Polonia y la República Checa), lo que llevó a su cancelación. El entonces ministro de Asuntos de la Diáspora y actual primer ministro, Naftali Bennett, señaló que durante la guerra la familia de su esposa vivió durante cuatro años en un bosque en Polonia, y finalmente fue asesinada por otros polacos.
Hay una “falla de origen” en esa ley: no prevé castigo alguno para quien recuerde los hechos antisemitas ocurridos en Polonia antes y después de la Shoá, que es lo que hace el presente artículo. Pero quizá pronto los líderes de Ley y Justicia propongan una nueva legislación que prohíba mencionar el antisemitismo en Polonia “en cualquier época, lugar y circunstancia”, para que así todos queden tranquilos con su pasado y su conciencia.
El gobierno del primer ministro Mateusz Morawiecki está implementando un cuerpo de leyes que buscan borrar de la historia la complicidad polaca en el Holocausto
(Foto: oko.press)
En junio de este año 2021, Polonia propuso una ley para eliminar cualquier reclamación de restituciones o compensaciones de propiedades judías confiscadas durante el Holocausto. El primer ministro polaco Mateusz Morawiecki, declaró con arrogancia: «Solo puedo decir que mientras yo sea el primer ministro, Polonia no pagará por los crímenes alemanes: ni un zloty, ni un euro, ni un dólar».
Miles de inmuebles, bienes y fondos judíos fueron incautados, o simplemente robados, por ciudadanos polacos, por los nazis, y luego por el gobierno comunista. Ocho décadas después de la Shoá, quedan muy pocas familias que estén interesadas en reclamar propiedades en Polonia. La medida constituye, en realidad, un intento más por negar y borrar cualquier responsabilidad del pueblo o los gobiernos de Polonia por el Holocausto.
Como manifestó el canciller israelí, Yair Lapid: «Esto es inmoral y una vergüenz. Estamos luchando no por los bienes, sino por la memoria de las víctimas del Holocausto, por el orgullo de nuestro pueblo, y no permitiremos que ningún parlamento apruebe leyes cuyo objetivo sea negar el Holocausto».
A pesar de la indignación de Israel y el mundo judío, el presidente de Polonia, Andrzej Duda, firmó la ley el 14 de agosto. Israel llamó a consultas a su representante diplomático en Polonia, y le indicó al embajador polaco que no regresara. El impasse continúa marcando las relaciones entre ambos países, y quizá no se resuelva hasta que llegue al poder en Polonia un gobierno dispuesto a afrontar su historia con mayor honestidad.
Un triunfo en la corte
En febrero pasado, un tribunal de Varsovia decidió que dos historiadores, Barbara Engelking y Jan Grabowski, debían “disculparse” por haber escrito en su libro Noche sin fin: el destino de los judíos en condados seleccionados de la Polonia ocupada, que un aldeano llamado Edward Malinowski había estado involucrado en el asesinato de judíos durante el Holocausto al entregarlos a los nazis.
Una sobrina de Malinowski, Filomena Leszczynska, había llevado el caso ante el tribunal, para lo cual contó con financiamiento de la llamada Liga Polaca contra la Difamación, grupo que al igual que el actual gobierno —y quizá con su apoyo— afirma que los estudios que revelan la complicidad de polacos en el asesinato de sus compatriotas judíos son “un intento por deshonrar a un país que sufrió inmensamente durante la guerra”.
Pero una corte de apelaciones acaba de dictaminar que los historiadores no deberán disculparse, destacando en su decisión la importancia de la libertad de investigación, pues la libertad académica podría sufrir un efecto negativo si se condenara a esos profesionales.
Tras el fallo, Grabowski declaró: “Esto es algo muy importante, no solo para mí y mis colegas, sino para todas las profesiones humanísticas”. Sin embargo, el líder de la Liga Polaca contra la Difamación, Maciej Swirski, escribió en Twitter que Leszczynska va a “pelear” e introducir una nueva denuncia, esta vez ante la Corte Suprema.
Con información de The Jerusalem Post.
FUENTES
– Enciclopedia del Instituto de Investigación del Judaísmo, YIVO (yivoencyclopedia.org)
– Jewish Partisan Educational Foundation (https://www.jewishpartisans.org)
– Yad Vashem (yadvashem.org.il)
– Pierre Van Paassen (1958). El aliado olvidado. Buenos Aires: Ediciones Anaconda.
– Archivo digital de Nuevo Mundo Israelita 2008-2016 (archivo.nmidigital.com)
– Testimonios escritos de Isaac Rozenbaum Z’L.
– Wikipedia.org