En este año, que como el 2016 promete llevarse a muchos grandes creadores (músicos, escritores y cineastas), le tocó despedirse a Philip Roth. Posiblemente el último sobreviviente de los grandes cronistas del “sueño americano” junto a Saul Bellow, John Updike y Norman Mailer, Roth supo trascender el aspecto “colorido” de la judeidad y crear un universo literario en el que el humor y la ambigüedad metaficcional son el plato fuerte. Vaya el sentido homenaje de NMI para el influyente escritor judeoestadounidense
Cuando se escribe sobre y desde la judeidad, pocos autores parecen desencadenar reacciones tan polarizadas como el estadounidense Philip Roth. De todas partes han llovido manifestaciones de admiración para uno de los mayores “eternos candidatos al Nobel de Literatura”, que partió del mundo sin haberlo recibido. Entre ellas se encuentra la nota de José Antonio Gurpegui, titulada “Philip Roth: el último cronista del sueño americano”, aparecida en El Cultural el 25 de mayo de 2018. El autor de la nota señala:
“En buen número de ocasiones se ha mencionado el origen judío de Roth en lo que, desde mi punto de vista, resulta ser un reduccionismo conceptual de su corpus literario. Valoraciones en torno a que ha sabido reflejar como nadie el universo de los judíos norteamericanos, u otras de similar vocación, no logran aprehender el verdadero significado, la auténtica dimensión del legado que deja Roth tras de sí. El hecho de que sus protagonistas sean judíos sirve para dotar de colorido –humor en la mayoría de los casos– la narración, pero en absoluto es, ni representa, la cualidad de lo escrito”.
No estamos de acuerdo en lo absoluto con la aseveración de Gurpegui. Esa valoración, como la denomina, más bien reduce lo judío a una cuestión de “colorido” si se quiere folclórico o costumbrista. El elemento judío, como lo que subyace a una obra artística, contiene complejidades que dan para más, que no reducen; por el contrario, expanden. Razonémoslo de la siguiente manera: a nadie se le ocurriría negar la universalidad de los cuentos de Borges porque sus personajes son gauchos y compadritos. Existen particularidades que, por el contrario, abren las puertas hacia la universalidad; es lo que Roth hizo desde la judeidad.
Philip Roth nació en Newark, Nueva Jersey, el 19 de marzo de 1933.Creció en Weequahic, vecindario satélite de su ciudad natal. Weequahic fue un foco comunitario tan importante para los judíos de clase media hasta finales de la década de los sesenta, que el hospital más grande de todo Newark, el Centro Médico Beth Israel –uno de los cincuenta más importantes de la nación– no solo se encuentra allí, sino que la kehilá del vecindario auspició su construcción, e inicialmente lo administró.
La obra del recién fallecido maestro de las letras, que hábilmente raya lo autobiográfico sin convertirse en abierta confesión, se desarrolla casi toda en Newark. Ese lugar se convierte en escenario de las obsesiones y angustias de los judíos estadounidenses que Roth recoge, por supuesto y como queda dicho, a través del humor –pero no solamente–. Sería redundante mencionar la importancia del humor como herramienta narrativa en artistas y obras como Samuel Bellow y su Herzog, el mismísimo y controvertido Woody Allen o, en la actualidad, Lena Dunham desde una mirada que es tanto femenina como feminista. Como dato interesante, de acuerdo con el anuario de la escuela secundaria de Weequahic, de donde se graduó en o alrededor de 1950, a Roth ya se lo conocía como un “muchacho de verdadera inteligencia combinada con ingenio y sentido común”… pero también por su faceta de comediante.
La carrera literaria de Philip Roth abarcó más de cincuenta años, y de su producción novelística se llevaron al cine varias de sus obras principales, entre ellas la celebérrima El lamento de Portnoy (con Richard Benjamin en sus tiempos de alto perfil profesional, no olvidado por todos), La mancha humana (con Anthony Hopkins, Nicole Kidman y Gary Sinise en el papel de Nathan Zuckerman), Pastoral americana (con Ewan McGregor y David Strathairn interpretando a Zuckerman) y Elegía (con Ben Kingsley y Penélope Cruz).
La mención de Nathan Zuckerman nos lleva a otro de los elementos en Roth que no es extraño a los autores judíos: la otredad que resulta del juego metaficcional o se apoya en él. Llamamos metaficción a la forma de arte autorreferencial en la que se tratan los mismos mecanismos de producción de ese arte. Si bien el concepto no es novedoso (ya se lo ve germinar en el Quijote y en Tristram Shandy), es característico de la literatura posmoderna. Zuckerman es un importante recurso metaficcional, en la práctica un álter ego literario de Roth, un vehículo con el que planteará sus inquietudes artísticas y hasta políticas, presentes en muchas de sus novelas y protagonistas de varias de ellas. Zuckerman vivirá en varias partes de Estados Unidos más allá de Newark, en Europa y, al menos tardíamente, irá a parar a Israel (en Operación Shylock y La contravida, considerada una de las novelas mejor logradas del autor). Otros importantes “desdoblamientos” de Roth los constituyen David Kepesh y un tal “Philip Roth” en Operación Shylock, en un modo que recuerda la introducción de una versión ficcionalizada de Ernesto Sábato en Abbadón el exterminador.
Teniendo en cuenta la extensión de su carrera y a la vista de su producción, puede aventurarse que Philip Roth asumía el rol del escritor –en caso de que exista algo que pueda denominarse así– con mucha seriedad. Javier López Iglesias refiere, en su artículo “La palabra se hace silencio en Philip Roth” (americanuestra.com del 25 de mayo de 2018), que el autor ya había anunciado el cierre de su carrera literaria cuando “pegó un post-it en su ordenador” en el cual había anotado: “La lucha con la escritura ha terminado”. La elección de las palabras es, se diría, interesante. Es asimismo cierto que algunos empuñan la escritura como arma para enfrentar sus propios demonios personales, aun cuando el resultado pueda estar imbuido de humor. Luego, después de más de treinta libros, nadie habría estado en posición de exigirle que regresara al ruedo.
En diversas ocasiones, Philip Roth visitó Israel, país que no podía pasar inadvertido en su producción. En una reseña para el London Review of Books, el escritor Julian Barnes se preguntó por qué Roth se habría tardado tanto en escenificar una novela allí. Observó: “¡Nathan Zuckerman en Israel! ¡Philip Roth en Israel! […] Es seguramente allí donde había estado dirigiéndose en el curso de todos estos libros: ¿adónde más podía dirigirse uno para ese gran duelo a tiros con su judeidad?”. En efecto, la relación de Roth no solo con el Estado judío sino con su propia identidad, cuya obra literaria habría confirmado aun cuando hubiera intentado negarla, no fue necesariamente fácil; pero se trató de una relación y de un desenlace a todas luces inevitables.
En las anteriormente nombradas La contravida y Operación Shylock, Roth ya exploraba las relaciones entre Israel y la diáspora, como de costumbre mediante la metaficcionalización. Al parecer no se limitó a su terreno, el literario, para afectar dichos eventos. Se cuenta que Roth no necesitó ser muy elocuente –pero terminó siendo muy eficaz– para impulsar a Ehud Olmert, futuro primer ministro y entonces legislador del Likud, a pasar de ser un político de línea dura, a actuar en modo más prágmático. Así lo explica enThe Atlantic Bernard Avishai, autor y periodista amigo de Roth, también recientemente fallecido y quien presentó al autor y a Olmert en 1988 durante un almuerzo en la Knéset.
En la película Man of the Moon de Milos Forman (sobre quien NMI publicó un dossier hace algunos meses con motivo de su fallecimiento) se presenta la dualidad entre el comediante de origen judío Andy Kaufman y su álter ego, Tony Clifton. Se recuerda que en la película Kaufman podía ir muy lejos, incluso hasta los extremos de la vulgaridad y el insulto, como si hubiese dejado de existir la delgada línea entre Kaufman y Clifton, entre el hombre supuestamente real y su personaje, que incluso continuó apareciendo en público aun después de la muerte de Kaufman. Esto conduce tras las bambalinas de Operación Shylock, que se publicó en 1993 y ganó el premio PEN/Faulkner (Roth obtuvo ese galardón tres veces).
La novela se inspira en las experiencias reales del autor al asistir al juicio que se le hizo en Jerusalén a John Demjanjuk, estadounidense nacido en Ucrania, acusado de ser un guardia sádico en el campo de exterminio nazi de Sobibor. En la novela, a un narrador llamado “Philip Roth” que asiste al mismísimo juicio de Demjanjuk termina reclutándolo el Mossad, la conocida agencia israelí de inteligencia. El libro recibió promoción como obra ficcional, pero al momento de su publicación Roth insinuó que su conexión con el Mossad, así como la de Kaufman con Clifton, no sería necesariamente un invento suyo.
Entrevistado por The New York Times, el autor insistió en que su relato era “verídico”. “Como saben”, declaró, “en el desenlace del libro un agente del Mossad me hizo darme cuenta de que decir que el libro era ficción era por mi bien. Y llegué a estar bastante convencido de eso. Así que agregué la nota para el lector, tal como se me pidió”. Para consolidar la ambigüedad, concluiría: “Soy solo un buen mossadnik” (agente del Mossad).
Tal vez es por ello, por su maestría innegable sobre la ambigüedad (en La contravida es casi otro personaje del libro), que Javier López Iglesias inicia su artículo escribiendo: “En el frágil equilibrio entre palabras y silencios [las palabras que sugieren en vez de explicar, los silencios que conducen al lector a participar de la obra literaria], Philip Roth era un dios”. Una deidad creadora de un universo contradictorio, ambiguo, que sin embargo se las ingenia para poner a funcionar con maestría. Un poco como este universo en el que vivimos, que quién sabe si no será más bien una parodia de los universos de Philip Roth.
FUENTES
Gurpegui, José Antonio, “Philip Roth, el último cronista del sueño americano”. El Cultural, 25 de mayo de 2018
López Iglesias, Javier, “La palabra se hace silencio en Philip Roth”. americanuestra.com, 25 de mayo de 2018.
haaretz.com
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