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Rabino Eitan Weisman
A ño tras año, la noche precedente al Séder, el padre recorre la casa alumbrado por la luz de una vela, los hijos caminan tras él, buscan diez pedazos de Jametz, que la madre de los niños había escondido previamente. El motivo de dicha ceremonia es el de asegurarse que tras algunas semanas de intensa limpieza no quede nada que pudiese fermentar en el hogar; el único remanente son los ya mencionados diez pedazos de Jametz envueltos en papel para evitar su propagación en nuestras habitaciones. Una vez encontrados, se juntan en una cuchara de madera, se envuelven bien con unas tiras de tela, y en la mañana, bien temprano, se llevan a que los quemen.
Lo mencionado en el párrafo anterior recibe el nombre de Biur Jametz. En la práctica es uno de los últimos preparativos para Pésaj. Obviamente existe una profundidad en la simbología de esta ceremonia que pudiese parecer extraña, por lo que vale la pena explicarla.
Realmente, Pésaj es una festividad que representa la limpieza, la higiene. Más que nunca, la casa está impecable: esa pureza se simboliza en la costumbre seguida por ciertos individuos que se visten para el Séder con un Kitel blanco, tal como se acostumbra hacer en Rosh Hashaná y Yom Kipur.
En Pésaj no solo debe eliminarse el Jametz material: el espiritual también debe erradicarse. Precisamente este último Jametz, el cual representa las malas acciones y la tentación a evitar el cumplimiento de las mitzvot, es el más difícil de eliminar. La mayor parte de las veces está muy arraigado dicho sentimiento, inclusive pareciese que forma parte de la naturaleza del individuo.
Conocemos al enemigo interno contra el cual debemos luchar, de hecho lo hacemos antes de Rosh Hashaná; el mes precedente escuchamos diariamente el Shofar, cuyo objetivo es despertarnos de la modorra en que nos encontramos y llevarnos a realizar y racionalizar que el objetivo del judío es el cumplimiento de las mitzvot. Pero como humanos al fin, queda algo de Jametz, de tentación negativa, a pesar del titánico esfuerzo. Si se la deja, volverá a crecer.
De manera similar, conscientes de nuestras limitaciones al igual que el Jametz escondido por la madre del hogar, en nuestro “yo interno”, muy en el fondo, está esa necesidad de ceder ante las tentaciones. Pedimos su ayuda a Dios, a quien denominamos Avínu Malkeinu, Nuestro Padre, nuestro Rey.
Solicitamos de Él que erradique de nuestra naturaleza las tentaciones, malas costumbres, pensamientos y hábitos. Queremos su ayuda para anular esos deseos, simbólicamente los quemamos.
Hay quienes para sentir aún más esta simbología escriben en papel todas las cosas malas de su personalidad que quisiesen anular, borrar o cambiar, y lo tiran al fuego para que se queme junto con el Jametz. Así, físicamente demuestran su voluntad y deseo de realizar un cambio de modalidades en su ser.
De tal manera, enfrentamos el Leil Haséder con la pureza espiritual que nos libera de la esclavitud y tiranía que sobre nosotros ejerce el Yétzer Hará: la tentación del mal.
Pésaj también recibe el nombre de Jag Hageulá, la fiesta de la redención. Esa noche podemos ser realmente libres, libres no solo también desde el punto de vista físico sino espiritual.
Sea Su voluntad el apreciar el esfuerzo que hacemos para lograr la desprendernos de la esclavitud de la tentación, y que acelere en este mes de la libertad, el mes de Nisán, la redención final por la que ya hemos venido clamando por varios miles de años.
Amén
Año tras año, la noche precedente al Séder, el padre recorre la casa alumbrado por la luz de una vela, los hijos caminan tras él, buscan diez pedazos de Jametz, que la madre de los niños había escondido previamente.