Rabino Isaac Cohen
Rabino principal de la Asociación Israelita de Venezuela
La primera mishná del tratado de Pesajim empieza con estas palabras: “En la noche del 14 al 15 de Nisán buscamos el jametz a la luz de una vela”. El Talmud, apoyándose en el Tanáj, indica que el 14 del mes de Nisán, víspera de Pésaj, al caer la noche necesitamos una lámpara para buscar el jametz.
Las referencias bíblicas son un recuerdo de la memoria: “Durante los siete días no ha de hallarse levadura en vuestras casas”; “Y buscó Yosef (José) comenzando con el mayor de los hermanos y finalizando por el menor, y fue hallada la copa en el saco de Binyamín (Benjamín)”; “Sucederá que en aquel tiempo que Yo, Dios, escrudiñaré Jerusalén con velas”; “El alma del hombre es la llama de Dios que escrudiña en lo más recóndito de los corazones”.
En el versículo de Bereshit (Génesis), Binyamín y sus hermanos estaban seguros de que la copa de Yosef no podía encontrarse en el bolso de Binyamín, pero estaban equivocados. Ese mismo razonamiento es válido para la búsqueda de jametz: es conveniente buscarlo en cualquier lugar susceptible de ser colocado.
Dicho esto, ¿a cuál búsqueda nos estamos refiriendo? A la que Dios emprende inspeccionando Jerusalén para pedirle explicaciones sobre sus faltas.
Finalmente sugiere el Talmud que cada uno posee en sí mismo una luz mágica, maravillosa: el alma que Dios le dio, la conciencia, cuya llama permite detectar las faltas de conducta.
El jametz es también un símbolo: del pecado que fermenta como la levadura que infla la masa. Fueron las circunstancias las que hicieron que los hebreos comieran pan sin levadura durante la salida de Egipto, motivo por el cual tenemos que comer matzá. Mas esta obligación se limita solamente a la noche del Séder. Durante los otros días nadie está obligado a consumir matzá, estamos obligados solamente a no comer jametz y a no poseer ni sacar provecho de él.
El año judío está dividido en dos períodos casi iguales de Pésaj a Kipur, y de Kipur a Pésaj. Como si regularmente fuéramos invitados a dos oportunidades, en el mes de Tishrei (inicio del año cósmico) y en el mes de Nisán, que recuerda el principio de la historia judía a una doble búsqueda: una aspira eliminar el jametz con sus significados espirituales, y la otra erradicar el pecado.
¿Existe una verdadera relación entre el jametz y el pecado? Cuando se culmina todo este esfuerzo, una vez que nuestra casa está completamente limpia y sin rastro de jametz, sería sano que intentáramos hacer el mismo ejercicio espiritual y moral.
Para el pueblo judío la familia equivale a enseñanza y continuidad, claves de nuestra permanencia a través de los siglos. Tres generaciones, Abraham, Itzjak y Yaacov, entrelazadas por la fuerza del parentesco familiar, hicieron posible la superación espiritual de la humanidad entera. Gracias al Todopoderoso, nos reuniremos con nuestras familias y nuestros amigos en la mesa festiva de Pésaj, ante el plato del Séder, y diremos nuevamente: “Esclavos del faraón fuimos en Egipto y el Señor, nuestro Dios, nos sacó de allí con mano firme y brazo extendido”. Y nuestros hijos nos estarán escuchando, y dirán con nosotros: “Esta noche salimos de Egipto”.
En aquel entonces el faraón era el hombre más poderoso de la Tierra, y llegó a convencerse de que su condición era superior a la humana, y de que él mismo era un Dios.
Moshé fue criado en la corte de Egipto bajo la protección de la hija de un faraón. Tal como correspondía a un príncipe, fue instruido en las artes militares, y sus escogidos maestros le trasmitieron los más avanzados y novedosos conocimientos de la época. Pero también recibió de ese ambiente la crueldad y la soberbia propia de los déspotas.
Huyó a la tierra de Midián, donde formó una familia y aprendió el oficio de pastor. Ejerciendo esta labor tan ligada a los albores de nuestro pueblo, Moshé se purificó del materialismo egipcio, y se trasformó en el hombre más humilde que jamás haya existido.
¿Qué argumentos esgrimió el faraón ante Moshé? Primero, no puede existir un dios por encima de mí, pues yo el faraón soy el ser más poderoso del mundo. Segundo, el pueblo de Israel representa lo que en esencia es el ser humano: la sumisión, la ignorancia y la impureza. Como bestias, los hebreos son conducidos al trabajo, y luego alimentados. Son criaturas miserables que no pueden aspirar a otra cosa.
El primer argumento es el culto al poder que se sustenta en la fuerza y la riqueza, y no en la justicia y la misericordia. El segundo es el menosprecio a la condición humana. Ambos han sido desde siempre los argumentos del mundo material.
Moshé y Aarón tuvieron éxito en la tarea que les fue encomendada. El pueblo de Israel pasó de la sumisión a la libertad, y a través del acontecimiento más importante de la historia de la humanidad, la entrega de la Torá, dejó atrás la ignorancia, tuvo acceso a la sabiduría y fue finalmente purificado.
Pero el enfrentamiento entre el faraón y Moshé en realidad nunca concluyó. Esta perpetua lucha se desarrolló a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel, y hoy en día, en los actuales momentos, prosigue de la misma manera encarnizada y feroz que siempre.
Cuando buscamos excusas para no cumplir con nuestro deber, culpamos a los demás de nuestras fallas y nos conformamos con lo mediocre, y corremos en pos de la riqueza y los honores, dejando de lado nuestra conciencia y nuestra integridad, significa que una vez más el faraón se yergue ante nosotros soberbio y victorioso, y lo material se impone.
Nuestros hijos son nuestro tesoro y nuestra continuidad. Es cierto que salimos de Egipto, pero fueron nuestros hijos, los jóvenes, quienes sobrevivieron a la travesía del desierto, y finalmente entraron a la tierra de Israel
Por el contrario, cuando asumimos con valor nuestras responsabilidades y no intentamos eludirlas, somos conscientes de nuestras fallas procurando remediarlas, y calibramos en su justa medida la importancia de los bienes materiales, significa que otra vez el faraón es derribado y cae, y lo espiritual se impone.
¿Cuándo terminará este enfrentamiento entre lo material y lo espiritual? No lo sabemos; lo importante es qué papel asumiremos cada uno en esta lucha.
Es muy triste acudir a nuestras sinagogas y ver una y otra vez en los servicios de Shajrit, Minjá y Arvit solamente a los que, en el más dulce sentido de la frase, yo llamo “los mismos viejos de siempre”. ¿Dónde están nuestros jóvenes? ¿Dónde están nuestros hijos? Rabí Meir explicaba a sus discípulos que Dios solo estuvo dispuesto a entregar la Torá cuando el pueblo de Israel le ofreció a sus hijos como garantía.
Nuestros hijos son nuestro tesoro y nuestra continuidad. Es cierto que salimos de Egipto, pero fueron nuestros hijos, los jóvenes, quienes sobrevivieron a la travesía del desierto, y finalmente entraron a la tierra de Israel.
El verdadero sabio no es quien aprende la Torá, sino quien la sabe enseñar. Solo a través de la trasmisión de nuestros valores y tradiciones a las generaciones futuras, el judaísmo cumple realmente con su misión en este mundo.
De ninguna manera podemos culpar a los jóvenes por alejarse de nuestros principios, cuando hemos sido nosotros los que hemos fracasado, por no haber sabido hacerles entender y sentir toda la hermosa espiritualidad que encierra la Torá. Nuestra juventud es una preciosa joya, que al ser apenas rozada por las palabras de la Torá brilla en todo su esplendor; posee la pureza propia del alma judía: es bondadosa, brillante, distinguida y, sin embargo, se encuentra totalmente sedienta de espiritualidad.
Cuando estemos reunidos en la mesa festiva de Pésaj, ante el plato del Séder, reflexionemos sobre todo esto. Cuando leamos la Hagadá en casa, y nuestros hijos nos estén escuchando, asumamos en lo más hondo de nuestro corazón el sincero y firme compromiso de que este año la frase “salimos de Egipto” dejará de ser tan solo palabras, y obtendrá su auténtico significado.
Si es así, seremos capaces de enseñarles a nuestros hijos, mediante el ejemplo, el estudio y el amor, los auténticos valores de la Torá, y el profundo alcance de nuestras hermosas tradiciones. Y entonces, Dios mediante, pronto llegará el día en que nuestras sinagogas se llenen de gente joven, y el aire que ahora respiramos se colme de la energía y el alborozo tan propios de la juventud.
Qué grato será ver a “los mismos viejos de siempre”, quienes con su valiosa presencia honran a diario nuestras sinagogas, rodeados por una multitud de muchachos alegres y llenos de vida. De ese modo nuestros jóvenes guiarán sus pasos por la senda del judaísmo. Y sus vidas estarán plenamente enriquecidas con la eterna espiritualidad de la Torá. No esperarán hasta los años finales de su existencia, o hasta la muerte de algún ser querido, para acudir a las oraciones como una forma de corregir antiguos errores, o de cumplir por simple obligación con la memoria de los difuntos.
Será un judaísmo, no por la tristeza y para la muerte, sino, tal como debe ser, un judaísmo por la alegría y para la vida.