N o he podido sacar de mi memoria la imagen del papa Francisco en días recientes, en su visita al campo de concentración de Auschwitz. Más que su presencia en ese lugar de horror, que ya tiene una significación, ha sido su actitud, solemne, sincera, de respeto y profunda conciencia, sin protocolos, sin ninguna interferencia, sintiendo las huellas de un horror inmenso, que él ha hecho tan cercano.
Su santidad trasmitió un “silencio ondulado, un silencio donde resbalan valles y ecos, que inclinan las frentes hacia el suelo”.
El papa, de manera valiente, se adentra en un lugar donde los silencios enmudecen y se suspende lo mundano, se eliminan los ellos y nosotros, mientras suben y caen recuerdos de lo inexplicable de la conducta deshumana; en su rostro, la vergüenza de un pasado oscuro de la Iglesia que fue inundada por pequeñas y grandes mentiras que la rodearon de gran complicidad, sumadas a una serie de injusticias que, en el “nombre del Señor”, se materializaron, y es a donde el papa Francisco sabe que jamás se puede volver a llegar.
Admiro —y lo confieso— su meditación y su insistencia por llegar a lo más cercano de la barbarie humana, a donde fueron humillados millones de seres humanos, con un mundo jugando a su aire.
Este papa, a quien he podido conocer de cerca, es un ser humano auténtico, muy inteligente, con mucho sentimiento, que cuenta con la suma de virtudes de sus dos antecesores, y se le añade una humildad y carisma que lo lleva al corazón de todos nosotros. Son este tipo de actos las señales de una Iglesia dispuesta a reconocer sus errores, pero con ánimo de avanzar, y gracias a estos gestos lo logrará.
Las gestiones de este papado avizoran tiempos mejores, y es definitivamente con la Iglesia y a través de ella que se conseguirán los caminos de la paz y la reconciliación, que están tan ausentes en este mundo de desigualdad. Estas son las actitudes que crean esperanzas.
Bien por el papa Francisco.