“Y toda mujer sabia de corazón (dotada de la respectiva capacidad artística)
hiló con sus manos; y trajo sus hilados…”
(Éxodo 35:25)
AElla estuvo allí para nosotros desde el principio, y todavía está. Ella estuvo allí en momentos de euforia, así como en tiempos de angustia. Ella estuvo allí en tiempos de esperanza, y continúa allí en tiempos de desesperación. Ella alimentó nuestra fe durante la Inquisición y nuestra fuerza durante los pogroms. Ella sostuvo nuestras manos en las cámaras de gas, y aún ahora las sostiene. Ella es nuestra idishe mame, nuestra madre judía.
No estuve allí cuando Ismael amenazó con quitarle la vida a Itzjak, pero si hubiese estado, no creo que pudiera haberle hecho frente con la misma determinación que lo hizo Sará. No estuve allí cuando Itzjak propuso otorgar su bendición a Esáv, pero si lo estuviera, dudo que encontrara el coraje para hacer lo que Rivká hizo, e instar a Yaakov a que suplantase a su hermano.
¿Habría yo igualado el sacrificio de Rajel, cuando ella desinteresadamente abandonó su sagrado derecho a ser enterrada junto a su marido en la Cueva de los Patriarcas y Matriarcas en Hebrón? Ella optó por ser enterrada en Belén, por el bien de sus hijos. Cuando, más de mil años después, el Templo de Jerusalén fue destruido y nuestros antepasados fueron exiliados a Babilonia, pasaron por Belén y se detuvieron en la tumba de su madre para orar. Rajel, que había esperado ese momento durante siglos, irrumpió en las puertas del cielo y derramó lágrimas amargas. Dios escuchó sus oraciones y prometió que el exilio terminaría después de setenta años. Si no fuera por el sacrificio de Rajel, el exilio babilónico podría no haber terminado tan rápido; nuestra nación pudo no haber sobrevivido.
¿De dónde encontraron el coraje estas madres judías? No lo sé porque no soy una de ellas, pero pregúntele a su madre y estoy seguro de que con gusto le contestará. Cuando surge la necesidad, la madre judía simplemente responde.
Sará no se preocupó por enfrentar al violento Ismael; la seguridad de su hijo estaba en juego. Si Ismael hubiera logrado lo que sus descendientes han tratado de lograr desde entonces, no estaríamos aquí hoy. Rivka no temía la ira de Esav, el futuro de sus hijos estaba en juego. Si Yaakov no hubiera recibido las bendiciones de su padre, tal vez no hubiese hoy un pueblo judío. Los hijos de Rajel necesitaban ayuda, ella nunca dudó. Su preocupación no era personal sino por sus hijos.
El faraón decretó que todos los varones judíos recién nacidos fueran ejecutados. Al escuchar la noticia, los hombres judíos se desesperaron y se negaron a procrear, pero sus esposas no. Esas mujeres eran, por naturaleza, castas y recatadas, pero el futuro de su nación estaba en juego. Contrariamente a su naturaleza, se fueron a los campos en los que sus esposos estaban esclavizados y sedujeron a sus maridos.
Cuando sintieron los dolores del parto regresaron a los campos, lejos de las miradas indiscretas, y dieron a luz a sus hijos. Las madres volvieron a casa dejando atrás a sus bebés y confiando su supervivencia a Dios. Dios crió a esos niños con amor, y los llevó a sus hogares cuando maduraron.
Ellas creían con una fe perfecta que Dios no los abandonaría. Él había prometido a Jacob que sus hijos serían redimidos de Egipto, y las madres judías lucharon para darle esa oportunidad a Dios.
Para asegurar el éxito de su decreto contra los niños judíos, el Faraón instruyó a las parteras judías a cometer infanticidio. Esas parteras nunca se entretuvieron con tal idea, y salvaron innumerables vidas, aun a costa de un grave riesgo personal.
Amram, padre de Moshé, quien se desesperaba por no tener más hijos, se divorció de su esposa Yojéved. Más tarde se volvió a casar con ella a instancias de su hija de seis años, Miriam; el divorcio asegura la extinción completa de nuestra nación, afirmó Miriam. Ante el decreto del faraón, Miriam desafió a su padre. El monarca había amenazado solo a los recién nacidos varones. Al nacer Moshé, fue Miriam quien le dio nuevas esperanzas a los hebreos, cuando profetizó que el bebé crecería para convertirse en el redentor de Israel.
Imagine la angustia de Yojéved cuando colocó a su hijo en una canasta y lo puso en el río Nilo, confiando su seguridad a Dios. Piense en el temor de Miriam mientras observaba a la princesa de Egipto recoger la canasta. Imagine su valentía al acercarse a la princesa y recomendar audazmente a su madre, Yojéved, cómo amamantadora para el bebé.
¿Y qué hay de Batya, la princesa egipcia que extendió su brazo para recoger al niño judío? Nuestros sabios enseñaron que ella había decidido sumergirse en el río para convertirse secretamente al judaísmo. Imagínese su valentía cuando regresó al palacio, a la casa del poderoso faraón, para criar al futuro redentor ante las narices de su padre.
Estos son solo los casos conocidos. Hay literalmente miles de referencias, a lo largo del curso de la historia judía, de madres que se sacrificaron desinteresadamente por el bien de sus hijos sin tener en cuenta su seguridad personal.
En la España católica, a pesar de la amenaza de muerte a manos de la Inquisición, las madres judías enseñaron a sus hijas a encender las velas de Shabat. Las madres judías en los campos de exterminio nazis continuaron teniendo hijos y, con su último aliento, desafiaron la «solución final» de Hitler. Las madres judías, bajo la opresión comunista, criaron a sus hijos para que fuesen orgullosos judíos, a pesar de las dificultades de la discriminación y persecución soviéticas.
¿Cuál es la fuente de su fuerza? Su fe. Desde el principio, las mujeres judías creyeron en un Dios personal y humanitario. Cuando los hombres judíos desesperaron, las mujeres judías creyeron y continuaron. Cuando el futuro parecía sombrío, cuando los acontecimientos parecían no poder ser peores, las mujeres nunca perdieron la esperanza. Su fe permaneció inamovible. Siempre creyeron en la ayuda divina. Si no ocurría inmediatamente, entonces sería pronto. Si no por su propio mérito, por los de sus hijos.
Cuando Dios dividió el Mar Rojo, Miriam, acompañada por el sonido lírico de las panderetas, llevó a las mujeres a entonar una oda a Dios. ¿Dónde encontraron panderetas en medio del desierto? Las trajeron de Egipto, con perfecta fe en que Dios realizaría milagros.
Cuando Moisés no regresó del Monte Sinaí a la hora acordada y los hombres predijeron que no regresaría, las mujeres persistieron en la fe. Cuando los hombres decidieron construir un becerro de oro, las mujeres se negaron a aportar su oro.
Cuando los espías regresaron de Israel con un informe negativo, los hombres se derrumbaron y lloraron. Las mujeres nunca perdieron su fe en Dios, y rechazaron el informe.
Esta férrea fe refuerza la fortaleza de la madre judía. La fe es el fundamento de nuestra religión. Si la Torá y las mitzvot son sus ladrillos, entonces la fe es su piedra angular.
Nuestras madres nos dan el fundamento sobre el que construimos nuestra fe. Las fundaciones no suelen ser visibles. No están destinadas a serlo. Están ocultas por las edificaciones que se encuentran sobre ellas. Pero en momentos de agitación, cuando el edificio se desmorona, los cimientos pueden volver a vislumbrarse. Su superficie sólida no puede ser sacudida. Todo el edificio puede ser reconstruido sobre ellas.
Es por esto que la Torá identifica a las mujeres que ayudaron a construir el Tabernáculo como «sabias de corazón». La sabiduría del corazón se refiere a la fe inmutable y la fuerza insuperable. De hecho, ellas fueron las constructoras de nuestro Tabernáculo. Ellas fueron las verdaderas fundadoras de nuestra nación.
Moshé hizo su parte. Aharón hizo la suya. Los rabinos, jueces, maestros y sacerdotes hicieron su parte. Los maestros constructores construyeron el Tabernáculo, y los arquitectos más dotados bosquejaron sus planes. Pero todo habría quedado en nada si no hubiera sido por la contribución de las «sabias de corazón»: las madres judías. Estas mujeres sabias plantaron las semillas que se convirtieron en una nación. Estas mujeres sabias sembraron núcleos de fe y cosecharon generaciones plenas de fortaleza.
Rabino Chaim Raitport