Elías Farache S.
E l respeto por un Nobel es muy grande. Difícil resulta refutar a quien ha sido reconocido con el más grande de los galardones en eso de redactar, escribir y argumentar. El respeto por un novel historiador es algo menor, y permite enfrentarlo. Aunque con la sombra del Nobel, el novel se protege. El escudo del Nobel literario actúa como defensor de ideas equivocadas, y como trasmisor de gran potencia para las mismas.
Pero no nos engañemos. La realidad es otra, o también hay otra realidad.
En la ciudad de Kfar Saba, que colinda con los territorios, o en la ciudad residencial de Raanana, o en la céntrica Tel Aviv, capital mundial de la Bauhaus, reina citadina de liberalismos y campeona del LGBT… hay miedo. No hablemos de Jerusalén. Mucho menos de Hebrón, donde las cunas son urnas potenciales. Miedo de algún ciudadano de a pie que saque un cuchillo y apuñale a cualquiera. Hombre, mujer o niño. Judío o musulmán. Cristiano o ateo. ¿Quién es culpable de ello? ¿La ocupación? ¿Cuál ocupación?
Si, como dice el novel en uno de sus relatos, en una población palestina hay 800 colonos en medio de cientos de miles y deben estar protegidos… ¿Por qué han de sentirse tan amenazados? ¿Por qué no son tolerados, ni siquiera en teoría? ¿Cómo es eso de territorios libres de judíos?
¿Por qué se habla de solución de dos Estados, pero nunca un dirigente palestino de ninguna tendencia ha reconocido el derecho de los judíos a un Estado? ¿Por qué Jordania y Egipto no resolvieron el problema de sus hermanos entre 1948 y 1967? ¿Y por qué en casi todos los Estados árabes hay campos de refugiados, incluyendo la Margen Occidental y Gaza?
El análisis del Nobel es muy novel. Es acertada la foto, es genuino el drama. Nadie de buena fe quiere el sufrimiento de ninguno. Y a todos los de buena fe y mejores intenciones les duele que cuando explota un militante del odio, matándose y matando, haya celebraciones en sus respectivos hogares, y se les paguen pensiones a sus familiares que, entre dolor y celebración, asumen la entrada de su mártir al cielo.
El novel Nobel no atisba a ir a alguno de los colegios de aquellos niños y revisar aquellos programas de estudio en los cuales se incita al odio, se pinta a los judíos como monstruos que merecen la muerte.
No va el novel y le dice a la contraparte palestina que acepte saludar al presidente de Israel en Bélgica, ni le pide al jefe de Gaza, un segundo enclave palestino, separado del primero políticamente y unido en su sesgo antiisraelí, que vaya eliminando alguno de sus tres “no” (¿sabrá cuáles son?), y busque un futuro donde las concesiones, y no las limitantes, aseguren un mejor vivir para todos en la región. Menos túneles, menos cohetes, menos pistolas y más libros… Quizá Pantaleón y las visitadoras, si es que la censura le permitiera al Nobel acceder a estos mercados cautivos del horror y el terror. Por ahora.
Desde la calidez de Madrid, el Nobel accede a la historia de novel manera, con la profundidad característica de Hola! Algunos lectores, acostumbrados a este estilo, caerán. Otros, con sus antipatías de antaño y de hoy, aplaudirán. Los de siempre, como nosotros, lo lamentarán.
Quién tuviera, como el Nobel, acceso a El País. Aun sin los honorarios…