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E n nuestra parashá figura el primero y el más grande de los desastres naturales que pudo haber sobre la faz de la tierra. El mundo entero fue barrido y hundido por lluvias torrenciales y por el derrame de los depósitos de agua ubicados en la tierra y debajo de ella.
La Torá señala cuál fue el gran pecado de la humanidad que consiguió sellar su terrible sentencia para la autodestrucción: “Y fue corrompida la tierra delante de Dios, y se colmó la tierra de hurto” (Bereshit 6, 11).
El sentido simple de este versículo es que en primera instancia hubo corrupción —los valores morales dejaron de existir— y esta condujo al ser humano a robar y a abusar del prójimo, al punto de asumir que así debía ser la norma.
“No obstante —destaca el Maguid de Meizritch, ZT”L— el mismo texto del versículo mencionado nos dice qué fue lo que desencadenó dicha corrupción: la tierra delante de Dios. Es decir, el simple hecho de poner los asuntos terrenales delante de los divinos, condujo al hombre a buscar sus intereses inmediatos y a adentrarse en el mundo material que lo rodeaba, al grado de pasar por encima de su propia dignidad y por los intereses de los demás, para saciar sus necesidades y anhelos egoístas”.
Esta es la gran enseñanza: todo se determina en la base. Si esta es sólida, firme y recta, el edificio también lo será. Pero si hay una falla, aunque sea mínima, saldrá a la luz tarde o temprano, y las consecuencias podrían ser catastróficas.
La humanidad de aquella época también se ocupaba en los quehaceres divinos: conocieron al primer hombre y sabían que Dios creó toda la existencia; pero al momento de darle prioridad al mundo físico y colocar el ámbito espiritual en segundo plano, firmaron su propia sentencia.
Que el Todopoderoso nos guíe siempre en optar por el mundo eterno y por los valores espirituales, dejando los intereses mundanos y los deseos materiales en segundo término.
¡Shabat Shalom!
Yair Ben Yehuda