L a exposición Thea Segall, obra fotográfica del libro “Sinagogas en Venezuela y el Caribe” abrió sus puertas al público el 17 de julio en el Museo Kern de la Unión Israelita de Caracas, con una concurrida asistencia de personas que disfrutaron del recorrido por las coloridas imágenes.
Emanuel Abramovits, director de la Comisión de Cultura de la UIC, ofreció palabras de bienvenida, destacando el legado que dejó la fotógrafa Thea Segall, y el empuje, esfuerzo por la integración y el diálogo del rabino Pynchas Brener, editor del libro referido.
Además, Abramovits destacó la producción del libro y la exposición, así como la impronta que heredó Marianne Beker, mentora de la cultura, la tolerancia, y el trabajo memorioso que se realiza en la comisión. También aprovechó para agradecer el trabajo de Sonia Zilzer, Olga Hariton y Domingo Pérez, quienes participaron en el montaje.
Un momento especial de la ceremonia fue la lectura de un texto enviado por Iris Segall, sobrina de Thea Segall, quien vive en el extranjero, el cual muestra la parte humana y trabajadora de su tía: “Thea siempre indicó que Venezuela la recibió con brazos abiertos y por lo tanto era su hogar. Cuando se llegó a discutir el proyecto del libro Sinagogas en Venezuela, sintió que sería mejor extender la iniciativa y documentar las sinagogas no solo del país, sino del Caribe también. Los que la conocieron sabrán que ella no era de los que frecuentaban la sinagoga para servicios religiosos. No obstante, yo sentí que tenía un consentimiento especial hacia este proyecto, y que a medida que visitaba y fotografiaba más sinagogas, se le abrieron los ojos, o mejor dicho, el corazón hacia la espiritualidad, humildad en ciertos casos y grandor en otros, de las sinagogas, las comunidades que las construyeron y las congregaciones a las que sirvieron”.
Por su parte, Beker, editora del libro junto al rabino Brener, ofreció un discurso que resultó esclarecedor y motivo de reflexión para los presentes.
Sonia Zilzer.
Comisión de Cultura UIC.
En la charla que ofrecí sobre el libro de las sinagogas durante la exposición de las fotografías de las sinagogas de Venezuela y el Caribe, realizadas por la artista Thea Segall, que se hiciera en el MACSI (Museo de Arte Contemporáneo Sofía Imber), en mayo de 1999, consideré necesario referirme a la historia que habría hecho de nosotros lo que es el pueblo judío de hoy. ¿Por qué lo hice?
Porque nosotros no podemos dejar de preguntarnos ¿qué pueden tener de subversivos preceptos tales como la lucha contra la idolatría y el derecho a la libertad, como para que los judíos hayamos sido objeto de tantas persecuciones? La civilización occidental ha hecho suyos esos mismos principios. Ellos ciertamente están vigentes en el papel, pero ¿lo están también de hecho? Desgraciadamente el mundo sigue actuando tan de espaldas a ellos como entonces.
Este fue el motivo por el cual pensé que debíamos armar un bello libro que nos ayudara a que nos conocieran mejor, si el motivo por la falta de reconocimiento era la ignorancia.
Aquella charla la titulé “Historia judía y el papel que han ocupado las sinagogas en ella”. Algunas de las cosas que dije entonces me parecen que son aún más necesarias de dar a conocer ahora. Trataré de encararlas brevemente.
Dos son los singulares hechos históricos que contribuyeron a crear la particularidad de la identidad judía y a condicionar sus avatares, en su errar milenario por el mundo, la mayoría de las veces y hasta nuestros días, en contacto traumático con otros pueblos, a saber, éxodo y exilio.
I.- El éxodo sirvió para dejar sentados en el Pentateuco sus fundamentos básicos. Los diez mandamientos, que son hoy patrimonio de la humanidad, se insertan en estos fundamentos. Hasta el siglo XX de la era cristiana el pueblo de Israel gozó de independencia social y política solo en dos ocasiones: antes de la destrucción del primer templo por los asirios y antes de la destrucción del segundo por los romanos.
En cada una de estas etapas, el templo fue su centro religioso y político; y el pueblo judío, hasta el día de hoy, conmemora su destrucción como la mayor catástrofe que le haya ocurrido. Desde entonces y por ello el pueblo judío se convirtió en nación apátrida.
El monoteísmo es el principio fundamental de lo aprendido en el éxodo. Su significado inicial y esencial era y es contrarrestar el culto a la idolatría proveniente de los grandes poderes políticos, no solo de la época pagana antigua, sino de todas.
La lucha contra la idolatría es una tarea interminable, porque el hombre tiende por su naturaleza a la idolatría, es decir, a divinizar y también satanizar a diestra y siniestra. El monoteísmo, cuando es bien entendido, es nuestro único antídoto contra esa tentación que ha provocado tantos desafueros e injusticias.
El poder nefasto de la idolatría se hace especialmente visible en el ámbito político, porque ella conlleva la pérdida de la libertad. A su vez, la pérdida de la libertad nos conduce a la pérdida del libre albedrío, es decir, el regreso a la esclavitud que no es otra cosa que la pérdida de responsabilidad, condición necesaria para establecer y mantener un régimen totalitario.
Sin responsabilidad no es posible asumir nuestro compromiso de labrar un mejor destino, más justicia y bienestar. No podríamos sentirnos responsables de nuestras carencias. No podríamos proponernos como objetivo ser mejores de lo que somos. Dejaríamos de creer en la posibilidad del progreso, especialmente el progreso moral.
II.- El exilio nos ayudó a sobrevivir como un pueblo sin tierra. En lugar del templo, los sabios judíos reforzaron las enseñanzas del éxodo, construyendo una fuerte armazón intelectual y espiritual de preceptos y leyes que hicieran las veces del nexo geográfico (material) que habíamos perdido. Gracias al cumplimiento de dichas enseñanzas el pueblo judío se ha mantenido vivo.
Desde la posición de outsiders, marginados de las demás historias, los judíos construimos nuestra identidad enmarcada en la otredad (minoría religiosa y o étnica), y a partir del exilio la sinagoga jugó un papel preponderante en la vida judía hasta que las funciones laicas se separaron de las religiosas por la influencia moderna, aun cuando en algunos casos la sinagoga en el presente forma parte de un conjunto arquitectónico que ofrece oficinas y salones para realizar otras tareas distintas de los rezos, como son las de carácter directivo, administrativo, educativo, cultural y hasta social.
Por mucho tiempo el espacio de las sinagogas englobaba todas esas tareas. Lugar de reunión en el cual se discutía el pasado, el presente y el futuro, tanto colectivo como individual de sus miembros, de estudio, protección, discusión, consuelo y oración. En ella confluyeron todas nuestras necesidades y visiones mientras subsistía la comunidad. Ella fue testigo tanto de buenas como de trágicas nuevas, fortalezas y debilidades, crecimiento y decadencia.
Las sinagogas dispersas por el mundo son a veces incluso el único testimonio también de las indiscutibles diferencias que, a consecuencia de la dispersión, los judíos tenemos entre nosotros.
Hoy somos el pueblo más heterogéneo de la tierra, y nuestro amplio abanico de diferencias es el resultado de haber permanecido por centurias en innumerables localidades muy alejadas las unas de las otras como los asquenazíes con los sefardíes, o el caso, más conocido en nuestros días, de los judíos etíopes, separados de sus congéneres desde la época bíblica y rescatados por los israelíes cuando se iba a cometer genocidio contra ellos, hace que nos reconozcamos mutuamente por compartir los mismos fundamentos éticos y morales, el mismo respeto por la vida y el estudio, el mismo anhelo de paz y concordia, que han permanecido incólumes a través del tiempo.
En la obra antropológica Masa y poder del escritor Elías Canetti (Premio Nobel de Literatura) se afirma, muy acertadamente, como característica definitoria del judío, su amplísima diversidad. Sin embargo, esta realidad es muy poco reconocida en el mundo no judío; incluso nosotros mismos nos sorprendernos cuando entramos en un primer contacto con judíos de distinta proveniencia. Cuando esto sucede, nos damos cuenta de lo mucho que hemos sido influenciados por los pueblos en los lugares donde convivimos. Aquí en América, antes que en Israel, se hizo patente esa enorme diversidad porque, de pronto, nos encontramos reunidos judíos provenientes de lugares tan apartados como la Europa occidental y la oriental, el Medio Oriente y África.
A pesar de lo que acabo de señalar, y de la indiscutible aculturación sufrida por nuestro pueblo en los dos últimos siglos, los judíos provenientes del Hemisferio Occidental, a partir de la secularización impuesta por la modernidad al separar Iglesia de Estado, es innegable que persiste en nosotros, independientemente de si somos más o menos religiosos o si provenimos de aquí o allá, una identidad inspirada en las enseñanzas básicas tradicionales retomadas, según fueran las circunstancias del momento, para adquirir un significado más actual, profundo y aleccionador, que mantiene vivos criterios y conductas configurados por un destino común a pesar de la dispersión. La experiencia de haber estado supeditados, una y otra vez, al poder desnudo, a no ser reconocidos ni respetados nuestros derechos por quienes detentan el poder de turno.
La sinagoga es ese lugar en el que de continuo renovamos la promesa de no olvidar la misión que tiene el hombre de velar por su hermano. La sinagoga se convirtió en nuestra “patria portátil”, el lugar en el que el judío no solo reconoce a los suyos, sino se reconoce a sí mismo y se reconfirma como tal. No importa cómo sea ese lugar, grande o pequeño, viejo o nuevo. Al contrario del templo, no tiene que estar diseñado especialmente para cumplir con sus fines. Basta que se tengan los rollos de la Torá (Pentateuco), alguien que dirija los rezos y diez hombres judíos (mayores de 13 años) para que se puedan elevar nuestras alabanzas a quien nos hizo entrega del libro gracias al cual nuestra existencia tiene un sentido que trasciende a nuestra inevitable mortalidad.