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Alberto Moryusef Fereres*
L os hechos históricos, por más complejos que hayan sido, suelen recordarse y trasmitirse de forma simple. Se suele describir la Declaración Ballfour de 1917 como el documento que allanó el camino a la independencia del Estado de Israel, y la narrativa sionista no se ha alejado de esa idea. Fue sin duda el primer reconocimiento de una nación extranjera al derecho de los judíos de restablecer su hogar nacional en su tierra ancestral, y sentó la base jurídica para la actividad del movimiento sionista, lo que ocurrió al momento de haber sido adoptada por la Sociedad de Naciones al otorgar en 1920 al Imperio Británico el Mandato sobre el territorio conocido entonces como Palestina, que incluía la totalidad de la tierra de Israel.
Está claro que la Declaración Balfour, así como el menos conocido intercambio de correspondencia Hussein-Mc Mahon y los acuerdos Sykes-Picot de 1915-1916, todos sobre unos territorios que para entonces los británicos aún no dominaban, fueron resultado del oportunismo político en tiempos de guerra (la primera mundial), convenientes a corto plazo, contradictorios entre sí e imposibles de concebir fuera de ese momento. Qué buscaban los británicos con ello, cuánto consiguieron y a cambio de qué requiere otro análisis.
Lo cierto es que el movimiento sionista se había iniciado hacía ya 20 años, decenas de miles de judíos habían retornado en ese tiempo a Sión, asentamientos agrícolas y urbanos surgían en todo el territorio (Tel Aviv se fundó en 1909), y el yishuv (la comunidad judía) contaba con todo tipo instituciones. Por ello, aunque el documento dio un impulso emocional al sionismo y la entrada de los británicos en Palestina se tradujo en inversión y desarrollo (de la que judíos y árabes se beneficiaron por igual), a la vuelta de pocos años la ilusión se tornó en frustración y tragedia, dada la negativa de los británicos de implementarla, negativa que sostuvieron durante las sanguinarias revueltas árabes, los horrores de la Shoá en Europa y la lucha armada de los judíos contra la ocupación imperial, hasta la disolución del Mandato con el Plan de Partición de Palestina de la ONU en 1947.
De hecho, los dirigentes árabes de la región crearon alrededor de la Declaración el mito de la traición británica que alimentó la judeofobia propia del Islam, y en la muy particular forma en la que los movimientos llamados pro-palestinos (en la realidad antiisraelíes) contemporáneos reescriben la historia, la Declaración es la “prueba” de que el moderno Israel es un producto imperialista, un ente creado de la nada para servir de satélite de Occidente en el Medio Oriente.
No es difícil suponer que sin la Declaración Balfour, si la Primera Guerra Mundial hubiera cambiado de curso, el movimiento sionista igualmente habría encontrado el camino para conseguir su objetivo; por ello, el célebre documento que ya cumple cien años debe ser conmemorado, con sus contradicciones, como uno más de los hitos felices y sombríos a la vez, que jalonan la milenaria y extraordinaria historia de Israel y el pueblo judío.
*Miembro de la Junta Directiva de la CAIV