Paulina Gamus*
La comunidad judía de Alepo (Siria), cuyo dramático final fue la creación del Estado de Israel en 1948 y la consecuente persecución a los judíos, fue una de las más antiguas en nuestra historia. Su existencia se remonta a la era del Rey David. En su hábitat natural, dentro de las murallas que rodeaban su gueto, era imposible que alguno de sus miembros no supiera rezar, violara el kashrut, no respetara el Shabat, no atendiera fervorosamente cada festividad del calendario judío y pudiera siquiera pensar en un matrimonio fuera de su entorno.
La familia D’Jamous, que era el verdadero apellido de mi papá (trasformado en Gamus al llegar a Venezuela en 1929), practicaba la endogamia in extremis: mi papá era Habib D’Jamous D’Jamous, porque sus padres eran primos hermanos. Casarse entre primos era casi una obligación. Muy pocos miembros de la familia escaparon de esa tradición.
Mi padre, Habib Gamus
Para entender la religiosidad, la ortodoxia de los judíos alepinos o jalabíes, citaré de memoria un artículo publicado hace quizá tres o cuatro décadas en la revista The New Yorker. Relataba cómo los judíos de Alepo que emigraron en la última década del siglo XIX a Nueva York, se instalaron como muchas otras comunidades de inmigrantes en el Lower East Side. Cuando los hijos empezaron a asistir a escuelas públicas cundió el pánico de los matrimonios mixtos y de la asimilación. Los rabinos decidieron mudar la comunidad en pleno a una zona de Brooklyn, donde se autoexcluyeron de todo contacto con el mundo exterior que no fuera el comercio que realizaban los hombres. Las mujeres, a su vez, estaban excluidas del estudio y del trabajo fuera del hogar. Y jamás admitirían a un converso al judaísmo, aun si esa conversión cumplía todas las normas. Rechazaron una realizada nada menos que por el Gran Rabino sefardí de Israel.
Sirva esta introducción para tratar de entender qué sintió un judío alepino, soltero, de 25 años de edad, cuando emigró a Caracas, la ignota capital de un ignoto país de América, con su madre viuda, dos hermanas y dos hermanos menores. La hermana mayor, casada, vivía en Caracas desde 1926 y era quien les había enviado el dinero para el viaje en la tercera clase de un barco. Llegaron a una de esas enormes casas en la parroquia San José, con diez o más habitaciones y un solo baño, que compartirían con otras familias.
El choque idiomático fue quizá el primero; mi papá había estudiado hasta los 14 años de edad en una yeshivá, y solo leía y escribía en rashí y árabe. Enseguida buscó un maestro que lo enseñara a leer y escribir en español. El segundo y quizá más dramático choque fue religioso, en esta más que subdesarrollada ciudad de la endiosada América no existía carne kasher. Tampoco había una sinagoga. La primera piedra de la Sinagoga de El Conde, de la comunidad sefardí de origen marroquí (lo que es hoy la Asociación Israelita de Venezuela), fue colocada en 1939. Los judíos mizrahim, es decir los procedentes del Medio Oriente, se reunían a rezar en casas de familia primero, y luego en casas rentadas para que sirvieran de sinagoga improvisada. Ya que no había carne kasher, mi papá ideó comerla al menos en las festividades. Algunas semanas antes compraba un chivo bebé en el mercado, lo engordaba, y la noche anterior a la cena conmemorativa lo sacrificaba. Nosotros, sus hijos, que éramos niños y nos habíamos encariñado con el chivito —hasta nombre le poníamos— llorábamos su trágica muerte y nos negábamos a comer su carne.
Cuando crecimos nos angustiaba ver lo que significaba para mi mamá la llegada de las fiestas. Preparaba almuerzo en la víspera para las tías que venían a “ayudar”, en realidad a ver y chismear. Cena para el primer séder de Pésaj o primera noche de Rosh Hashaná, y almuerzo y cena para el día siguiente
Pero no había nada que se comparara a celebrar el Pésaj o Rosh Hashaná con toda la familia, la paterna. Mi familia materna, los Gallego y los Guidón, de Salónica y con el tío de Estambul, lo festejaban en su casa. Los sedarim de Pésaj en mi casa eran la primera noche en hebreo y la segunda en árabe. Nunca entendí una palabra de ese idioma, y tampoco supe por qué mi papá y sus hermanos disfrutaban y se reían tanto en ese segundo séder. En casa de mis abuelos Gallego y de mis tíos y primos Guidón, la Hagadá del primer séder se leía en hebreo y la del segundo en ladino.
Cuando crecimos nos angustiaba ver lo que significaba para mi mamá la llegada de las fiestas. Preparaba almuerzo en la víspera para las tías que venían a “ayudar”, en realidad a ver y chismear. Cena para el primer séder de Pésaj o primera noche de Rosh Hashaná, y almuerzo y cena para el día siguiente. Cena en la tarde previa al Yom Kipur, y las galletas, bizcochuelos, sopa de pollo y pan con aceite de oliva y zaatar para cortar el taanit. Nunca entendí la costumbre de tomar limonada al llegar de la sinagoga con el estómago vacío después de más de 24 horas de ayuno. Y ahora logro descubrir orígenes orientales —turcos y jalabíes— en amigos que toman limonada para romper el ayuno.
Nada me admiraba más que la voluntad de mi padre para cumplir un mes entero de madrugonazos con Selijot. Mientras vivimos en El Conde mi papá iba a la sinagoga sefardí. Ya en sus últimos años de vida, la familia vivía en La California Norte y mi papá pasaba ese mes durmiendo en casa de familiares o amigos que vivieran cerca de la casa de oraciones. Papá hacía de rabino, creo que pocos sabían rezar como él lo hacía.
Reconstrucción de la tebá de la sinagoga de Alepo
(Museo del Pueblo Judío, Tel Aviv)
Como dije antes y he repetido, mi papá, Habib D’Jamous o Gamus, era un judío jalabí o alepino. No transaba con los matrimonios mixtos, pero cuando veo a la distancia su espíritu tan liberal en todo lo demás, me admira su inteligencia para aceptar lo que no se podía cambiar. Eso que ahora se llama resiliencia adaptativa. Desde que tuve uso de razón el periódico que se leía en mi casa era El Nacional, donde escribían los más importantes intelectuales de la época, pero cuyo dueño y director y varios colaboradores eran comunistas. Creo que el resto de la comunidad judía, tanto sefardí como asquenazí, era afecta a El Universal. Mi papá compraba cada viernes El Morrocoy Azul, el semanario humorístico más célebre en la historia contemporánea de Venezuela. Y mi papá aceptó y se enorgulleció porque sus cuatro hijas y su único hijo estudiáramos y fuéramos universitarios. Leía con pasión la sección de política, y si algún artículo o noticia le interesaba más que otros se empeñaba en leerlos en voz alta con su acento árabe que nunca perdió. Torcía y cambiaba las palabras que no podía pronunciar bien, mientras nosotros sus hijos reíamos y él terminaba riéndose de sí mismo.
Cuando mi hermano Rafael, abogado, fue designado para un cargo importante en el Concejo Municipal del entonces Distrito Sucre, mi papá lo obligó a renunciar dos meses después. Según él, todos quienes ejercían esos cargos terminaban con fama de ladrones, y él no aceptaría nunca que su apellido se contaminara con sospechas y rumores.
Cuando mi hermano Rafael, abogado, fue designado para un cargo importante en el Concejo Municipal del entonces Distrito Sucre, mi papá lo obligó a renunciar dos meses después. Según él, todos quienes ejercían esos cargos terminaban con fama de ladrones, y él no aceptaría nunca que su apellido se contaminara con sospechas y rumores
Y para poder comprender más su capacidad de aceptar un mundo que jamás habría conocido en su Alepo natal o en las cerradas comunidades jalabíes esparcidas por el mundo, mi papá disfrutaba de sentarse a conversar con los amigos de mi hermano y de mis hermanas Esther y Raquel, que pertenecían a la izquierda política del país. Él, mi papá, nos enseñó un día en que los cinco hermanos discutíamos acaloradamente por nuestras diferencias políticas, que debíamos aceptarnos, respetarnos y querernos. Ese día amenazó con irse de la casa si esa situación continuaba, y no continuó.
Habib, mi padre, murió de un paro cardíaco a los 59 años de edad, en noviembre de 1963.
*Ex parlamentaria, columnista y escritora.
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Hermosa historia de mi propia familia , gracias a la pluma de mi querida prima Paulina Gamus