Temeroso de Dios, cumplidor de los preceptos, sabio de la Torá, maestro en constante aprendizaje, líder comunitario, pilar de su sinagoga, profesional universitario en ejercicio, buen hijo, esposo, padre y abuelo, y fiel amigo. David Suiza fue una de las pocas personasque en nuestra comunidad cumplieron todos esos roles, lo que hizo de forma noble, honesta, responsable y cabal, con entusiasmo, generosidad, cariño y simpatía.
Comprobé muy de cerca las infinitas virtudes de David en una relación de amistad de casi treinta años. Nos conocimos en el aeropuerto de Maiquetía en junio de 1989, cuando abordamos el vuelo que nos llevó, junto a otros compañeros, a Buenos Aires para participar en el Primer Encuentro de Jóvenes de la Federación Sefardí Latinoamericana. A pesar de su juventud, él ya había ocupado altos cargos directivos en la Asociación Israelita de Venezuela, mientras yo hacía mi primera incursión en la actividad comunitaria, que permaneció ligada a la de David durante mucho tiempo. Su bella prosa, con gramática precisa en castellano (también dominaba el francés y el hebreo), coronaban sus aportes a la kehilá.
Nuestra amistad nos llevó a trabajar juntos en nuestras profesiones complementarias, él ingeniero civil, yo arquitecto, en proyectos comunitarios que hicimos de forma voluntaria, y en otros de tipo comercial. En su trabajo David le daba más valor a la satisfacción del cliente que al rédito económico, y al igual que los grandes maestros judíos, David fue ejemplo de Torá im derej éretz,concepto que establece que se puede ganar el sustento mediante el trabajo mundano con estricto apego a la ley judía.
David y yo fuimos asiduos a la misma sinagoga, Tiféret Israel de Maripérez, donde él llegó a ser alma y motor de su kahal. En años recientes se encargó de la conducción de los rezos, cuidando las costumbres y las tonalidades tradicionales de los judíos del norte de Marruecos, las cuales entonaba con dulzura. Su desempeño con el shofar, su lectura del Sefer Torá y las Meguilot (rollos manuscritos), y la ejecución de todas las normas y ritos eran impecables. Durante el rezo matutino del sábado, al concluir su lectura de la parashá, la porción semanal del Sefer Torá, se sentaba unos minutos junto a mí para comentar el texto leído y ponernos al día en el quehacer comunitario.
David confiaba en la gente, y siempre juzgaba al prójimo le kav zejut, con bien. No negaba ninguna petición en favor de su comunidad ni de sus amigos, lo que hacía sin el más mínimo interés y sin esperar reconocimiento, incluso a costa de su bolsillo y a veces de su salud: servicios religiosos, obras civiles y favores de todo tipo.
David fue un jajam, un sabio de la Torá. Su generosidad le impulsaba a compartir el conocimiento que adquiría día a día, lo que a su vez le llevó a convertirse en excelso moré, maestro. Sus clases y cursos, preparados con esmero, eran extraordinarios, e inspiraron a muchos, incluyéndome, a acercarse más al contenido de los libros sagrados. En sus shiurim, sesiones de estudio, David estimulaba la participación, aceptaba cualquier comentario, incluso los incisivos y se preocupaba por la comprensión de lo tratado. La prueba de ello era que las conclusiones solían salir de los oyentes, lo que le complacía enormemente.
David sostenía que el análisis a profundidad del Jumash, el Pentateuco, era fundamental para poder avanzar hacia otros niveles, y cuestionaba con respeto el estudio de la literatura que de él se deriva sin suficiente conocimiento de la fuente original.
La fe de David en Dios era absoluta y evidente, pues enfrentó todas las dificultades, incluso su última etapa de vida, con paciencia y optimismo. Desde que enfermó, tuve siempre presente la sesión de estudio dirigida por él años atrás sobre la parashá Ki Tisá. En ella, Dios perdona al pueblo de Israel el pecado del becerro de oro y renueva el pacto suscrito ahí, en el Monte Sinaí, días antes. A continuación el Creador revela a Moisés el profeta, en modo de clave, como nos hizo descubrir David en ese shiur, que en lo sucesivo las razones de Su proceder estarían ocultas a los ojos del hombre. Es por esto último que nunca sabremos por qué una persona íntegra y un judío integral como lo fue David dejó el mundo terrenal muy pronto, en nuestro limitado entendimiento, y solo nos corresponde aceptar y dar por acertado el juicio Divino.
Por casi tres décadas también compartí con David fiestas y alegrías, en compañía de su bella familia. Pido para su esposa Mazal, sus hijos Jacobo, Eli y Daniel, a quienes vi crecer, sus nueras y nietos, larga vida y pronto consuelo, con la convicción de que su amado David, quien fue mi amigo y mi maestro, descansa en Gan Eden junto con las almas justas de Israel.