Muchos se sorprenden al saber que este nombre señero de la cinematografía venezolana era de nacionalidad mexicana. Y quizá sorprenda también saber que era judío. Pero para evitar tantas sorpresas y desatinos, adentrémonos en este fundamental cineasta nuestro recientemente fallecido.
N acido en 1945 en Ciudad de México, y siendo hijo del afamado jerarca del cine mexicano Gregorio Walerstein, quien produjo la sorprendente cifra de trescientos filmes, Mauricio comienza su carrera profesional produciendo cintas como El Santo: Operación 67, El tesoro de Moctezuma y Alerta, alta tensión, todas en el país azteca. Por esa misma época, en 1969 exactamente, funge como productor de Patsy, mi amor, una historia escrita por Gabriel García Márquez.
En esto andaba Walerstein cuando pisa tierras venezolanas hacia 1971, donde conoce al director de fotografía Abigaíl Rojas, quien lo introduce en el medio y le presta algunos libros canónicos de nuestra literatura: Ramón Díaz Sánchez, Guillermo Meneses y Miguel Otero Silva, por mencionar algunos. De este último leyó Cuando quiero llorar no lloro, historia que lo atrapó, por lo que decidió llevarla a la pantalla. Como la censura del México de entonces imposibilitaba su rodaje, decidió realizarla en Venezuela. Y el éxito no se hizo esperar, pues este filme se convertiría en una referencia de la cinematografía nacional al ser una de las diez películas más vistas de 1973, y también por haber obtenido una nominación como mejor película en el Festival Internacional del Cine de Moscú de ese año.
Venezuela le abrió las puertas a Walerstein cuando todo en el cine nacional estaba por hacerse, por lo que no desaprovechó la oportunidad y se puso manos a la obra de inmediato. Hizo de este país su casa, en la que vivió más de tres décadas, y aquí consiguió a su esposa, la actriz Marisela Berti. Las raíces estaban más que echadas.
A su primer filme venezolano le siguió Crónica de un subversivo latinoamericano (1975), donde hace una radiografía de la lucha guerrillera armada de la década anterior, al ahondar en el adoctrinamiento por parte de la revolución cubana en los jóvenes subversivos venezolanos. Sin duda, un asunto fundamental y de lamentable actualidad, pues ese falaz fantasma doctrinario reaparecería en la política venezolana unos cuantos años después.
Luego vendría La empresa perdona un momento de locura (1978), basada en el drama homónimo de Rodolfo Santana, y protagonizada por el cantautor Simón Díaz, cuya estupenda encarnación de un personaje de extracción popular aún recuerda la crítica entre nosotros.
Con estos filmes, los principales de su carrera profesional −no los únicos, claro está−, Walerstein aborda temas hasta entonces censurados en el cine nacional, como la insurrección política durante la dictadura y la denuncia social. Y en sus próximas producciones, de carácter marcadamente intimista, abordará la homosexualidad sin ambages, como se observa en La máxima felicidad (1982), basada en la pieza de Isaac Chocrón. Y quizá el público estaba ávido de estas nuevas propuestas, pues esta película pasó a la historia como una de sus mejores creaciones. De este tenor fueron sus filmes sucesivos, donde explora la sexualidad y la política como pulsiones humanas.
Pero en este punto debemos señalar que la pasión de Walerstein por el cine no solo se limitaba a la creación per se, sino que también se preocupó por darle un aparataje legal e institucional al incipiente cine venezolano, por lo que se abocó, junto a Claudia Nazoa, Thaelman Urgelles y Carlos Azpúrua, entre otros, a la creación, en esta misma década de los 80, del Fondo de Fomento Cinematográfico (Foncine) y de la primera Ley del Cine del país.
En el año 2000 dirigió su último filme entre nosotros antes de regresar a México. Se trata de Juegos bajo la Luna, basado en la novela de Carlos Noguera, que narra la historia de dos adolescentes imbuidas en la violencia de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en la Venezuela de los años 50.
A México vuelve debido a la enfermedad de su padre, lo que requería que él se hiciera cargo de la empresa familiar. Allí sigue dedicándose a su oficio de director y productor en cine, televisión y publicidad. Entretanto no se olvida de Venezuela, por lo que en 2010 se proyecta aquí su pieza Travesía del desierto. “Es muy importante estrenar aquí, porque tengo el corazón dividido entre los dos países”, dijo en esa oportunidad.
Su última película, Canon (2013), estuvo nominada a los Premios Ariel, los Oscar mexicanos. Pero lamentablemente, tres años después, no hemos podido verla en las salas venezolanas.
En tierras aztecas se encontraba, en compañía de su familia, cuando perdió la dura batalla que dignamente había dado contra el cáncer. Tenía 71 años.
Hay que decir que Walerstein no fue complaciente con nadie. La crítica le tenía sin cuidado. Lo suyo fue hacer películas de denuncia, no panfletarias. Siempre fue fiel a sí mismo, y por más que los avatares de la industria cinematográfica intentaran seducirlo, él nunca traicionó su visión.
En Venezuela tenemos una deuda pendiente con él. Nuestra memoria cultural es de los pocos bastiones a los que podemos aferrarnos en momentos de tanta oscuridad. Por ello urge una retrospectiva completa de la cinematografía de Walerstein, que lógicamente deberían impulsar las instituciones que él ayudó a fundar.
Principales filmes como director
1972: Cuando quiero llorar no lloro
1975: Crónica de un subversivo latinoamericano
1978: La empresa perdona un momento de locura
1980: Historias de mujeres
1982: La máxima felicidad
1984: Macho y hembra
1986: De mujer a mujer
1993: Móvil pasional
2000: Juegos bajo la luna
Adicionalmente, Walerstein fue guionista de 10 filmes, y productor de otros 18.
Álvaro Mata