El jueves 9 de mayo fue un día muy especial para quienes queremos y admiramos a Mauricio Goihman Yahr, brillante dermatólogo, inmunólogo e incansable investigador venezolano. La Academia de Medicina de Venezuela lo incorporó como Individuo de Número. Cuando llegué al Palacio de las Academias, que albergó desde 1721, y hasta la inauguración de la Ciudad Universitaria de Caracas, a la primera universidad de nuestro país; encontré a Mauricio, mi compañero del bachillerato en el Colegio Moral y Luces “Herzl-Bialik”, elegantemente ataviado con el frac reglamentario para ese acto tan solemne. Y con Mauricio, la crema y nata de la medicina venezolana, además de Miryam, su esposa, sus hermanos Rita y Rafael, y los amigos cercanos que vivimos en Caracas.
El discurso de Mauricio fue, como era de esperarse, emotivo pero también didáctico y valientemente crítico. Comenzó con un homenaje a su padre Boris Goihman, un kláper o vendedor ambulante, como lo fueron casi todos nuestros padres inmigrantes llegados a Venezuela entre los años 20 y 40 del siglo XX. Mientras hablaba de su padre, yo pensaba en la suerte inmensa de nosotros, los hijos de esos venidos de otras tierras, sin hablar español y con las ganas de trabajar como único bien material. La suerte inmensa de llegar a un país que no solo abrió sus puertas para que salieran de la pobreza, sino además para que sus hijos estudiaran, se graduaran y alcanzaran éxitos y reconocimiento.
Mauricio hablaba, y mi mente viajó 70 años atrás cuando nos conocimos en el primer año de bachillerato del Moral y Luces, en la vieja casona ubicada frente a Crema Paraíso, en San Bernardino. Mauricio dijo en sus palabras cuando cumplió 80 años, que el primer día de clases, al verme caminar, supo de inmediato que yo no era asquenazí. Nunca logré aclarar esa certeza, pero ese era un tiempo en que los sefardíes éramos raras avis en el colegio judío.
Mauricio fue siempre un estudiante de primera línea, al que nunca vi como un potencial médico sino como un gran escritor. Porque Mauricio era entonces, y ha sido siempre, un lector que abarca lo mejor de la literatura en español y en inglés, y escribe con elegancia, talento y con el piso que da su vasta cultura.
El doctor Rafael Muci Mendoza, al pronunciar el discurso de bienvenida al nuevo académico, se paseó por todas las lecturas y toda la excelencia de Mauricio como médico e investigador. Se refirió también a su carácter explosivo, muchas veces agrio, tras el que se esconde un alma sensible y solidaria. Tengo dos anécdotas que dan fe de esta condición. En 1976 mi yerno Ram Cohen, entonces novio de mi hija Raquel, fue a estudiar Medicina a México por el cierre de la UCV. Raquelita empezó a tener caída del cabello. Yo era directora de Información del Ministerio de Educación, y estaba llena de trabajo por el montaje de una exposición. Envié a Raquelita sola al consultorio de Mauricio. Al rato recibí una llamada suya; de entrada y sin preámbulos me dijo: “Quizá lo que haces es muy importante, pero ocúpate de tu hija, ella lo que está es deprimida, por eso se le cae el pelo”.
Yo comencé a llorar; pensaba que Raquelita se había quejado de mí, pero no fue así; Mauricio combinaba la dermatología con la sicología, como lo hace un médico integral.
La otra anécdota se refiere a Claudina, la inefable empleada gallega que estuvo más de cincuenta años en nuestra familia. Tenía una llaga en el pie y su especialidad era mostrármela cuando yo estaba desayunando. Le pedí una cita a Mauricio, y ya que era la primera vez que visitaba un médico en sus más de cincuenta años de vida, estuve preparando a Claudina para que no dijera algo que sacara de quicio al irritable médico. Mauricio la trató con una ternura como si se tratara de un familiar cercano.
Y ese mismo ser que podía estallar iracundo ante cualquier disgusto, fue un amigo que nunca dejó de llamarme y preguntarme cómo me sentía en momentos difíciles de mi vida.
Cuando estábamos en cuarto año, se hicieron las primeras elecciones de un Centro de Estudiantes del Moral y Luces. Los candidatos a presidente fueron mi primo Marcos Lucy Gamus (Z’L), de nuestro grado, y Marku Glijenschi, de tercer año. Nuestra plancha, la 2, perdió por un voto. No recuerdo cómo logramos saber que ese voto era el de nuestro querido amigo de siempre, René Bleiberg (Z’L), cuya mamá, la dueña de la cantina del colegio, lo obligó a votar por “ese muchacho que habla idish tan bonito”, es decir Marku. Pasaron años, décadas, y en cada encuentro con René le recriminábamos, entre risas, su “traición”. Desde entonces y hasta el día de hoy, cada vez que hablamos o nos vemos con Mauricio nuestro lema es: “¡Al menos nos queda la plancha 2!”.
Que siempre nos quede hasta los 120, querido Mauricio, y que nunca cesen tus logros y el reconocimiento que mereces. Ahhh y para terminar y hacer justicia: tu carácter se ha dulcificado con los años.
*Ex diputada y ministra, actualmente escitora