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Jaime Broner
M uchos de nosotros repetimos, casi maquinalmente, que la Organización de las Naciones Unidas aprobó en 1947 la partición del territorio controlado por los británicos en dos Estados, uno judío y otro árabe, y que en mayo de 1948 se constituyó el Estado de Israel. Al mismo tiempo, muchos desconocemos la impresionante realidad vivida en Éretz Israel durante esos meses.
Hay muchos hechos (quizá demasiados) que hemos olvidado, o que nunca llegamos a saber. Hoy quisiera referirme a uno de ellos, que mi tío Isaac (Z’L) me contó poco antes de celebrar mi Bar Mitzvá. Me impactó tan intensamente que nunca lo he podido olvidar. Él lo vivió personalmente, fue testigo presencial de ese milagro. Aclaro que mi tío viajó en compañía de otros nueve jóvenes colombianos como voluntario para participar en la guerra de 1948.
La situación de todo Israel era crítica. La falta de suministros de todo tipo, alimentos, agua, armas, etc. era apabullante. Pero quien más sentía los rigores del asedio árabe era la Ciudad Santa: Jerusalén era el hito más importante de esa guerra. David Ben Gurión mantenía la firme convicción de que había que hacer todo en su defensa, pues si caía, el Estado de Israel caería también.
Jerusalén no habría sido una Ciudad Santa si no hubiese recibido alguna manifestación casi milagrosa de Hashem. En abril de 1948 sus habitantes desfallecían de hambre. Los convoyes que la abastecían enfrentaban las continuas emboscadas árabes, y la situación era cada día más crítica. El racionamiento era feroz.
Entonces, una hierba silvestre salvó milagrosamente a la población del hambre: la jubeiza, parecida a la espinaca.
Con las lluvias de primavera había brotado por doquier, y tanto los elegantes del barrio de Rehavia como los obreros yemenitas llenaron sus cestos de ellas. Antes de que la hiciese desaparecer la sequía, había figurado incluso en el menú del Hotel Edén, con el nombre de “croquetas de espinaca”.
Varios días antes de la marcha de los ingleses, una lluvia torrencial (poco corriente para la estación) cayó durante tres días sobre Jerusalén, haciendo surgir por todas partes nuevos brotes de jubeiza. “El Señor está con nosotros”, pudieron afirmar los sabios de la ciudad. “Cuando abandonamos Egipto, nos envió el maná. Esta vez nos envía la lluvia para llenar nuestras cisternas y para hacer brotar la jubeiza”.
Así, la jubeiza fue el maná del siglo XX.