Mucha tinta ha corrido en torno al hecho de considerar la fotografía como una manifestación artística, a tal punto de verla expuesta al lado de obras fundamentales de la plástica universal. Pero para que ocupara tal sitial, arduo y de calidad fue el trabajo de los pioneros que de ello se encargaron. Muestra de esto es la fotografía de Man Ray, un discurso tan poderoso o más como el que nos presenta el óleo desde la tela
Redacción NMI
El padre era de Kiev, Ucrania, y la madre de Minsk, Bielorrusia. Ambos formaban la típica familia judía de Europa del Este. Y de una tierra tan mítica como la eslava, hacia finales del siglo XIX se trasladaron a un lugar diametralmente opuesto y recién creado como los Estados Unidos de Norteamérica. Allí, en Filadelfia específicamente, nació en 1890 Emmanuel Radnitzky, a quien la posteridad conocería con el nombre de Man Ray. Poco tiempo después la familia se trasladaría a Nueva York, ciudad en la que el joven Radnitzky se emplea en una agencia de publicidad, mientras que por las noches estudia en la Academia Nacional de Dibujo.
Estando en la capital del mundo, Emmanuel entra en contacto con la vanguardia neoyorquina a través de sus visitas a la galería del judío Alfred Stieglitz, también renovador de la fotografía contemporánea. En ese ambiente era inevitable que nuestro joven hiciera su aporte, y es por eso que hacia 1913 pinta su primer cuadro cubista: un retrato del mencionado Stieglitz.
Nueva York, Stieglitz y el cubismo constituían la combinación perfecta para que Man Ray conociera a uno de los renovadores del arte del siglo XX, Marcel Duchamp, a quien lo unirá una estrecha amistad que duró toda la vida. Con ellos traba fervorosa amistad, hace inventos fotográficos y cinematográficos, y forma el capítulo neoyorquino del movimiento dadá, que estaba causando furor en Europa. “Yo creé a dadá cuando era niño. Yo podría proclamar que soy el autor de dadá en Nueva York”, escribió en su autobiografía Autorretrato.
Pinta sin descanso, y en 1915 tiene lugar su primera exposición individual en la Daniel Gallery de Nueva York. Fue él quien hizo el primer performance (one-man-show) en tierras americanas. Trabaja con aerógrafo, colocando objetos y moldes sobre la tela, que luego rocía con pintura. Por esos días compra su primera cámara fotográfica para hacer reproducciones de sus cuadros, e inmediatamente se pone a jugar con el aparato fotografiando objetos construidos, sacados de su contexto original, como su famosa imagen de un batidor de huevos con una leyenda donde se lee Femme (1920). A este tipo de objetos, Man Ray los llamó “objetos de mi afecto”.
Su creatividad estaba en ebullición, y París con sus vanguardias artísticas lo llamaban con insistencia. Impulsado por su amigo Duchamp, se mudó a París en 1921, ciudad en la que viviría siempre, con excepción de unos diez años (entre 1940 y 1951).
En París, y ante la dificultad de vender su obra, Man Ray vuelve a la fotografía, captando la atención del público con la aparición de doce de sus “rayogramas”, titulados Champs delicieux (1922). Los “rayogramas” son el producto de la superposición de objetos tridimensionales en el papel fotográfico que luego se expone a la luz; es decir, son una especie de creaciones fotográficas hechas sin la intervención de una cámara.
Al mismo tiempo sigue trabajando en sus naturalezas muertas, pinturas y esculturas, cuando el movimiento dadá se fractura y comienza a coquetear con el surrealismo. Siguiendo el modelo de Duchamp de “arte encontrado” (object trouvé o ready made), Man Ray crea piezas como su famoso Objeto para ser destruido (1923), un metrónomo cuya aguja tenía adherida la fotografía de un ojo. Este mismo objeto, nueve años después, sería modificado, al ser Man Ray abandonado por Lee Miller, su pareja de entonces, sustituyendo el ojo que colgaba en la aguja del metrónomo por la foto del ojo de su amante, y cambiando el nombre de la pieza por el de Objeto de destrucción.
Tiempo después la pieza fue destruida por un grupo de estudiantes, siendo reconstruida por su autor una vez más, quien la tituló definitivamente Objeto indestructible. Bajo ese nombre, conjurado todo mal, se conserva hoy día.
“Por supuesto, habrá siempre los que miran solamente la técnica, que pidan el ‘cómo’, mientras que otros de una naturaleza más curiosa se preguntarán ‘por qué’”
Otro aspecto fundamental de la obra de Man Ray son las femmes fatales. No pocos son los desnudos célebres en su obra fotográfica, como aquel inolvidable que inspirara su modelo y amante Alice Prin, mejor conocida como Kiki de Montparnasse, titulado Le Violon d’Ingres (1924), relectura de la figura que aparece en primer plano en El baño turco (1863), célebre pieza de Dominique Ingres. Además de Kiki, hay que mencionar los inmortales retratos que hizo a las hermosísimas bailarinas y también amantes suyas Ady Fidelin y Juliet Browner, quien fue la última mujer de su vida.
Hacia finales de los años veinte comienza a realizar películas de corte netamente vanguardista, como La estrella de mar (1927) y Los misterios del castillo de dados (1929), con las que buscaba convertirse en el cineasta surrealista por excelencia. Pero en eso se apareció Luis Buñuel con Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930), y ya conocemos la historia.
La década de los años treinta, y sin abandonar del todo las “rayografías”, es la época de las “solarizaciones”, técnica donde la luz entra en el negativo durante el proceso del revelado, provocando fuertes contrastes en los contornos y mostrando las figuras como siluetas. La solidez y aceptación de su trabajo se comprueba al formar parte de la muestra Arte fantástico, dadá y surrealismo que en el año 1936 se realiza en el Museo de Arte Moderno de Nueva York.
La fama que Man Ray fue ganando con el tiempo le permitió realizar retratos a los personajes más relevantes de la cultura, que por extensión pasaban a formar parte de su grupo de amigos. Pablo Picasso, Jean Cocteau, Alberto Giacometti o Frank Sinatra fueron inmortalizados tanto por su propia obra, como por el retrato que de ellos hizo Man Ray.
En la década siguiente, huyendo de la ocupación nazi de París (1940-1944), nuestro fotógrafo se instala de nuevo en Estados Unidos, primero en Nueva York y luego en Hollywood, y durante su estadía en California se gana la vida como profesor. Entretanto, en 1946, se casa con Juliette Browner, en una boda doble junto con la pareja de artistas Max Ernst y Dorothea Tanning.
Hacia 1951 regresó a París, donde siguió trabajando en medio de una Europa arrasada por la barbarie. Son tiempos de reflexión que le llevan a revisar su vida y a escribir sobre ella, producto de lo cual daría a las prensas su libro de memorias titulado Autobiografía.
Hay mucho trabajo por hacer, hay que refrescar la visión del mundo, hay que (re)crear. Y se le ocurre incursionar en el mundo de la fotografía de moda y la publicidad, de las que fue gran renovador. Prueba de su aceptación es la publicación de su trabajo en revistas tan prestigiosas como Bazaar, Vogue y Vanity Fair.
Man Ray fue un verdadero artista, y por tanto debemos entender su obra más allá de la mera imagen que está ante nuestros ojos. Su trabajo nos hace replantear la figura del fotógrafo como un creador de composiciones insólitas con la cámara, pues como él mismo declarara en una oportunidad: “El fotógrafo es un explorador maravilloso de los aspectos que nuestra retina no registra nunca (…) He tratado de plasmar las visiones que el crepúsculo, la luz demasiado viva, su fugacidad o la lentitud de nuestro aparato ocular sustraen a nuestros sentidos”.
Man Ray liberó a la fotografía de sus funciones netamente documentales, y la elevó a la categoría de arte. Ello fue lo que tuvo en consideración el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York cuando, en 1973, dedicó una retrospectiva a su obra fotográfica.
Tres años después, en París, moriría a la edad de 86, y allí descansa en el cementerio de Montparnasse, en cuya tumba se lee el siguiente epitafio: “Despreocupado, pero no indiferente”. Y uno no puede más que asentir con la cabeza, pues la fantástica obra de Man Ray, en apariencia “despreocupada”, supo abrirle paso a la novísima fotografía en el mundo del gran arte, en momentos en que tal camino parecía intransitable.
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