“Globalizar la intifada” no invoca resistencia sino que respalda las tácticas del terror, las mismas que Israel ha enfrentado durante décadas y que ahora acechan en las calles de Occidente
Jonathan Sacerdoti*
Mientras los cánticos de “globalizar la intifada” resuenan continuamente en las calles de las ciudades occidentales, un siquiatra nacido en Arabia Saudita arrolló con su coche un mercado navideño en Magdeburgo, Alemania, y un terrorista de ISIS nacido en Estados Unidos arremetió con una camioneta contra una multitud en Nueva Orleáns, matando a 15 personas.
Muchos de los que gritan alegremente ese clamor descarado y muy mal entendido no comprenden todas sus implicaciones, pero su significado ha sido escrito con sangre durante décadas.
La intifada —una palabra vinculada a los levantamientos palestinos contra Israel— nunca fue meramente una rebelión localizada. Fue un modelo para la guerra ideológica islámica que combinaba terror, simbolismo y celo implacable. Y mientras lamentamos dos atrocidades más en Europa y Estados Unidos, se hace imposible ignorar la cruda realidad de que la intifada ya se ha vuelto totalmente global. El ataque en Magdeburgo, dirigido contra una multitud que se congregaba en el marco de una fiesta de Navidad, se cobró cinco vidas, incluida la de un niño pequeño; más de 200 personas resultaron heridas, muchas de ellas de gravedad. Los motivos del presunto atacante, identificado como Taleb Al Abdulmohsen, siguen siendo objeto de investigación y especulación, pero el método y el momento del ataque hablan con una claridad que los detalles biográficos no pueden ocultar.
De manera similar, a pesar de llevar la bandera de ISIS literalmente atada a su vehículo alquilado, el atacante de Nueva Orleáns, identificado por el FBI como Shamsud-Din Jabbar, es objeto de idas y venidas sobre su origen y educación totalmente estadounidenses. Sin embargo, ambos actos salvajes llevaron las marcas inequívocas de un guión ideológico, guión que se ha repetido repetidamente en Berlín, Niza, Estrasburgo, Londres, Manchester y otros lugares.
Manifestación exigiendo “globalizar la intifada” en Nueva York
(Foto: All Israel News)
Sin embargo, Occidente sigue obsesionado con las historias personales de los atacantes. ¿Abdulmohsen estaba impulsado por el resentimiento hacia la sociedad saudí, a la que había renunciado por ser un «ex musulmán»? ¿Jabbar se sintió amargado por la ruptura de su matrimonio o por el tiempo que pasó en el ejército estadounidense? Estas preguntas, aunque tentadoras, corren el riesgo de limitar nuestra visión a lo incidental e inmediato. Detenerse en las peculiaridades de un atacante en particular es concentrarse en un solo hilo, e ignorar el tapiz de violencia con el que los acontecimientos recientes tienen un marcado parecido.
Pertenecen a un patrón de violencia que se ha arraigado en Europa y Estados Unidos en los últimos años, y que no solo ataca vidas sino también símbolos. Los mercados navideños, las celebraciones públicas, los bares, las iglesias, los centros judíos y los locales de música se han convertido en los escenarios favoritos del terror, donde los ritmos inocuos de la vida occidental se trasforman en escenas de horror. Lo que une a estos ataques no es solo su brutalidad, sino su resonancia ideológica.
Son la herencia de un manual perfeccionado durante la primera y la segunda intifadas en Israel. Las bombas en lugares públicos, tiroteos y apuñalamientos que plagaron Israel a finales del siglo XX y principios del XXI fueron cuidadosamente calibrados para erosionar tanto la seguridad como la siquis, convirtiendo lo mundano en mortalmente peligroso.
Estos ataques terroristas pertenecen a un patrón de violencia que se ha arraigado en Europa y Estados Unidos en los últimos años, y que no solo ataca vidas sino también símbolos. Los mercados navideños, las celebraciones públicas, los bares, las iglesias, los centros judíos y los locales de música se han convertido en los escenarios favoritos del terror
Occidente se encuentra viviendo un eco retardado de la realidad de Israel, que ha cruzado fronteras no solo como un conjunto de tácticas sino como una exportación ideológica. El terrorismo no tiene por qué implicar ejércitos o infraestructuras complejas; un auto, un cuchillo o incluso una piedra, blandidos con convicción ideológica, pueden lograr fines devastadores.
El jeque Ahmed Yassin, fundador de Hamás y uno de los principales arquitectos de las intifadas, fue explícito acerca de su propósito: no eran simplemente protestas contra las políticas israelíes, sino una guerra religiosa totalizadora contra los considerados infieles. El mensaje de Yassin era inequívoco, pero nunca fue comprendido plenamente por un público occidental inclinado a interpretar esos conflictos a través de los prismas de la política o la economía. El resultado es una profunda incapacidad para entender las fuerzas que actúan para destruir nuestro modo de vida.
Las sociedades occidentales, inmersas en el secularismo y el individualismo, tienen la costumbre de reducir el terrorismo a una patología. Buscamos pistas en la vida del atacante (una mala infancia, una sensación de alienación, dificultades económicas) y tratamos esos factores como si explicaran plenamente los horrores que comete. Catalogamos los agravios y las desconexiones, como si el terrorismo fuera el subproducto inevitable del fracaso social en lugar de un arma de la ideología.
El jeque Ahmed Yassin, fundador de Hamás y uno de los principales arquitectos de las intifadas, fue explícito acerca de su propósito: no eran simplemente protestas contra las políticas israelíes, sino una guerra religiosa totalizadora contra los considerados infieles. El mensaje de Yassin era inequívoco, pero nunca fue comprendido plenamente por el público occidental
Este enfoque no solo es erróneo; es peligroso. Oculta la realidad de que estos ataques son parte de un conflicto ideológico más amplio, uno que considera la existencia misma de la sociedad occidental (sus libertades, sus valores, sus celebraciones culturales) como una afrenta a la Ummah musulmana, afrenta a la que se debe responder con violencia.
Esta ideología imagina una comunidad global de musulmanes, unidos por su fe compartida, su hermandad espiritual y su responsabilidad colectiva, trascendiendo las fronteras étnicas, nacionales y culturales. Nosotros somos un obstáculo en el camino.
Tomemos al atacante de Magdeburgo: un ex musulmán, crítico de Arabia Saudita, un hombre que compartió imágenes distorsionadas de Angela Merkel en Internet. Estos detalles parecen contradictorios, incluso desconcertantes. Pero la elección del objetivo —un bullicioso mercado navideño— no es nada aleatoria. De la misma manera, matar estadounidenses el día de Año Nuevo es una decisión cargada de simbolismo.
Ambos son ataques al corazón de nuestra identidad occidental, símbolos de alegría, tradición o herencia cristiana. Centrarse exclusivamente en los agravios personales de los asesinos es pasar por alto las fuerzas ideológicas que, consciente o inconscientemente, moldean sus acciones y determinan su objetivo.
Esta ideología imagina una comunidad global de musulmanes, unidos por su fe compartida, su hermandad espiritual y su responsabilidad colectiva, trascendiendo las fronteras étnicas, nacionales y culturales. Nosotros somos un obstáculo en el camino.
Si Europa espera resistir esta ola de terror en curso, debe aprender de la experiencia de Israel. Esto requiere algo más que una vigilancia reactiva; Nueva Orleáns puede erigir tantas barreras como quiera para proteger a los peatones. Necesitamos una comprensión proactiva de cómo operan las redes terroristas, cómo se propagan las ideologías y cómo explotan las vulnerabilidades sociales como parte de su impulso ideológico para desestabilizar y destruir la sociedad occidental.
Occidente también debe encontrar el coraje para abordar verdades incómodas sobre la inmigración y la integración. El fracaso de Europa en la integración de las comunidades inmigrantes ha dejado a poblaciones enteras aisladas, agresivas y alejadas de las sociedades en las que viven.
Quienes somos el producto de una inmigración exitosa tenemos el deber de alzar la voz; la historia de mi propia familia, como judíos que llegaron a Gran Bretaña, es una historia de respeto, adaptación y gratitud, no una historia de rechazo a la integración y búsqueda de dominación.
“Globalizar la intifada” no invoca resistencia, sino que respalda las tácticas del terror, las mismas que Israel ha enfrentado durante décadas y que ahora acechan nuestras calles. Encender velas y colocar flores puede ofrecer consuelo, pero no hace nada para enfrentar las fuerzas detrás de estos ataques. Las interminables marchas de “no al odio” y “no nos dividirán” solo muestran cuán perdida y débil se ha vuelto nuestra sociedad.
¿Cuántas vidas más deben perderse de esta manera para que dejemos de responder como si cada ataque fuera el primero? ¿Cuándo reconoceremos finalmente la guerra en la que ya estamos, y comenzaremos a contraatacar?
*Periodista y productor de televisión británico. También es activista contra el antisemitismo, ganador del premio Herzl de la Organización Sionista Mundial.
Fuente: Daily Express (express.co.uk).
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.