Personalidades judías prominentes, como la cineasta Sarah Friedland, deberían preguntarse si sus posiciones privilegiadas realmente las protegen de las duras realidades que enfrentan otros judíos
David Christopher Kaufman*
Todos los afroamericanos como yo nos criamos escuchando historias de los “esclavos de la casa” y “esclavos del campo” como parte de las estremecedoras memorias de nuestros antepasados. Los primeros, a menudo de piel más clara y mejor alimentados, disfrutaban de los “privilegios” relativos de servir en las casas de sus amos, mientras que los segundos trabajaban en los campos: engranajes de piel más oscura en la máquina de la miseria que eran las industrias del algodón y el tabaco del Sur estadounidense anterior a la guerra civil.
Pienso a menudo en los esclavos de la casa y los esclavos del campo cuando veo a judíos como la cineasta Sarah Friedland, quien, como Jonathan Glazer durante los Globos de Oro en abril pasado, utilizó su momento de premiación en el Festival de Cine de Venecia este fin de semana para denunciar a Israel y defender la causa palestina.
Aunque las mujeres judías como Friedland —blancas, de élite, adineradas— pueden parecer muy diferentes a las esclavas sureñas, tienen mucho más en común con las esclavas “de la casa” y del campo de lo que imaginan. De hecho, las judías como Friedland, junto con su segunda hijastra Ella Emhoff y la comediante Ilana Glazer, son las “esclavas de la casa” de la América judía moderna.
La cineasta Sarah Friedland con los premios que ganó en el Festival de Venecia
(Foto: Reuters)
Pero a diferencia de los dueños de esclavos de mediados del siglo XIX, Friedland y sus semejantes —los “judíos domésticos”, podríamos llamarlos— sirven a amos que no tienen alma y que cambian de forma; simuladores de virtudes (virtue signaling) que intentan distanciarse de sus correligionarios que luchan en los campos de la santidad y la supervivencia judías.
Es fácil encontrar defectos en los judíos domésticos como Friedland, descartarlos como desagradables y deshonrosos. Y lo son. Pero en muchos sentidos, no tienen la culpa. Los judíos estadounidenses han tenido un recorrido espectacularmente estelar dentro del Nuevo Mundo, y nada los había preparado para la avalancha de antisemitismo que ha arrasado la nación —y el mundo— desde el 7 de octubre.
Ese éxito cultural y económico (“privilegio”, como le gusta decir a la gente “progresista”) ha llegado a una culminación envidiable en artistas como Friedland, cuya aguda y desenfrenada creatividad refleja todo lo bueno de los logros judíos estadounidenses.
La pregunta es: ¿por qué los “judíos de la casa” abandonan tan fácilmente a su propia gente de una manera que los negros, los latinos y los LGBT han evitado? Por un lado, ¿por qué no? Hay dinero que ganar y elegantes festivales en los que obtener premios para los “judíos de la casa” dispuestos a vender a los suyos
Pero, como tantos “judíos domésticos”, Friedland ha sucumbido a la falsa creencia de que su privilegio y posición de alguna manera la protegen de las duras realidades de lo que significa ser judío en este momento. “Mis padres provienen de identidades de clase mixtas e interpretaciones divergentes de la identidad judía”, dijo Friedland en una entrevista de 2022, imitando el lenguaje estándar de los “judíos domésticos” mientras se esforzaba en tranquilizar a los gentiles de que ella no era —¡Dios no lo permita! — uno de esos judíos “progenocidio” de los que la representante Ilhan Omar habló tan infelizmente en abril.
Encontramos “judíos de la casa” en todas partes: protestando por Palestina y a favor de #blacklivesmatter, exigiendo espacio para los oprimidos en los comités de diversidad y en las reuniones de Zoom en apoyo a Kamala Harris, denunciando un genocidio inexistente en Gaza en festivales de cine de renombre, y menospreciando su #normatividad por unos pocos “me gusta” en sus redes sociales.
Están en todas partes, todo el tiempo, para todos, excepto para los judíos, en particular para los “judíos del campo” que luchan en primera fila por la supervivencia de Israel y en la batalla contra el odio global a los judíos.
La verdadera razón por la que los “judíos de la casa” actúan con tanta impunidad es el miedo. Nada ha preparado a la judería moderna para este momento de odio global desenfrenado. Y para muchos, como Friedland, la respuesta obvia es actuar como si ese odio no se aplicara a ellos
La pregunta es: ¿por qué los “judíos de la casa” abandonan tan fácilmente a su propia gente de una manera que los negros, los latinos y los LGBT han evitado?
Por un lado, ¿por qué no? Hay dinero que ganar y elegantes festivales en los que obtener premios para los “judíos de la casa” dispuestos a vender a los suyos. Industrias enteras sobre derechos al privilegio (entitlement) y reivindicaciones históricas (grievances) claman por judíos dispuestos a validar sus ideologías progresistas y enmarcar a su propia gente como las principales barreras para la equidad negra, latina o trans. Los judíos son “ricos”, “blancos” y “privilegiados”; y quién mejor para confirmar ese privilegio que los judíos más privilegiados de todos: judíos como Friedland, lo suficientemente privilegiados como para creer que de alguna manera están exentos del odio de Hamás.
Pero que los judíos woke sacrifiquen a los suyos en el altar del wokismo es una respuesta demasiado obvia. La verdadera razón por la que los “judíos de la casa” actúan con tanta impunidad es el miedo. Nada ha preparado a la judería moderna para este momento de odio global desenfrenado. Y para muchos, como Friedland, la respuesta obvia es actuar como si ese odio no se aplicara a ellos. Pompa y desfile en oposición a los “judíos del campo” como yo, que estamos muy conscientes de que no hay diferencia entre las Sarah Friedland del mundo, ya sean del norte de Londres, del norte de California o del norte de Tel Aviv.
En eso reside la estupidez de los esclavos domésticos del pueblo judío como Friedland. Al igual que sus homólogos verdaderamente esclavizados hace dos siglos, que en última instancia seguían siendo esclavos, los “judíos de la casa” siguen siendo, en última instancia, judíos, blanco para la violación, el secuestro y el asesinato, por mucho ruido que hagan con sus actos de prostitución en favor de “Palestina”
Por supuesto, Friedland claramente piensa que ella es diferente, se enorgullece creyendo que sus credenciales “antisionistas” la salvarán de alguna manera de la espada del exterminador. Pero quienes están exterminando ciertamente no lo creen. De hecho, nos lo han dicho. El asesinato de judíos está consagrado en la Carta Magna de Hamás y, aunque la han modificado en los años posteriores, la sed de sangre de Yahya Sinwar y su grupo el 7 de octubre no deja lugar a dudas sobre sus ambiciones genocidas.
En eso reside la estupidez de los esclavos domésticos del pueblo judío como Friedland. Al igual que sus homólogos verdaderamente esclavizados hace dos siglos, que en última instancia seguían siendo esclavos, los “judíos de la casa” siguen siendo, en última instancia, judíos, blanco para la violación, el secuestro y el asesinato, por mucho ruido que hagan con sus actos de prostitución en favor de “Palestina”.
Son muchos los desafíos, pero también muchas las recompensas de ser alguien como yo, judío y afroamericano. Una de las recompensas es la claridad de visión. Le creo a Hamás cuando dice que quiere matar judíos, no solo porque lo ha dicho, sino porque conozco de primera mano la depravación de la larga historia del racismo en Estados Unidos. Es un tipo de odio visceral, rabioso e insaciable. Los “judíos de la casa” como Friedland harían bien en creerlo también.
*Columnista y editor del New York Post y miembro adjunto de The Tel Aviv Institute.
Fuente: The Jerusalem Post.
Traducción Sami Rozenbaum / Nuevo Mundo Israelita.