¿S abía usted que nuestros patriarcas eran devotos excavadores? Imagínese cavar por horas, o incluso días, sin éxito aparente. Excavar treinta metros y encontrar solo tierra y roca. Uno se pregunta acerca de las expectativas. Se cuestiona si los esfuerzos son en vano. ¿Se han calculado mal las proyecciones? ¿Se eligió el lugar equivocado? ¿Se debe perseverar y profundizar más la excavación?
Si se decide seguir adelante, y la determinación es premiada en un lapso breve, imagine la emoción de descubrir una nueva fuente. De repente, el agua fresca abunda y usted sabe que las horas y los días invertidos fueron fructíferos. El descubrimiento nos hace sentir plenos; el esfuerzo se ha coronado con logros.
Encontrar agua es el propósito de excavar. Descubrir un pozo es de lo que se trata. Es la razón por la que cavar pozos era la ocupación preponderante de los primeros judíos.
Las experiencias de nuestros patriarcas nos sirven de aprendizaje a nosotros, sus descendientes. Los letreros están destinados a dirigirnos. ¿Qué dirección ofrece su acto de excavar?
Un amigo me dijo recientemente que su hijo de nueve años le hizo la siguiente pregunta: “Voy a la escuela para poder obtener un diploma; necesito un diploma para poder conseguir un trabajo, y necesito un trabajo para poder vivir. Pero ¿por qué necesito vivir?”.
El niño describió con acierto la vida, como la experiencia de cavar un pozo. De la infancia a la niñez, de la adolescencia a la madurez. De la escuela al trabajo, de la construcción familiar a la jubilación. Es una larga exploración. Un viaje de descubrimientos en el que cavamos, buscamos y exploramos hasta que descubrimos el propósito de la vida.
La vida solo puede tener sentido si tiene un propósito, y el único propósito que puede dotar a la vida de significado es uno que es mayor que la vida misma. Uno que nos permite llegar más allá de nosotros mismos y contribuir a algo de mayor; tal vez de significado cósmico.
Nuestros patriarcas cavaron pozos para descubrir agua. Nosotros también vivimos para buscar agua. Vivimos para descubrir y desencajar las fuentes de la Torá y la divinidad que están ocultas por las actividades mundanas de la vida cotidiana.
En cada actividad mundana hay un propósito general. Nuestra tarea es descubrirlo. Trabajamos para ganarnos la vida; pero ¿por qué ganamos la vida? ¿Para poder comer? ¡Por supuesto que no! Ese tipo de lógica es circular. El propósito de ganar dinero es cumplir la mitzvá de tzedaká (caridad).
Comemos para poder alimentarnos y vivir, pero ¿por qué necesitamos vivir? ¿Para que podamos comer y ser alimentados? ¡Por supuesto que no! Eso es lógica circular. Vivimos para servir a Dios. Además, el acto de comer también sirve a Dios, cuando nos aseguramos de que el alimento es kasher y que las bendiciones apropiadas son recitadas antes y después de ingerir alimentos.
Tenemos un coche para que podamos conducir, pero ¿cómo servimos a Dios manejando? Cuando ofrecemos una “colita” a un peatón, cumplimos la mitzvá de amar a nuestros semejantes y de servir a un propósito mayor que nosotros mismos.
La búsqueda de un propósito general puede aplicarse a todos los esfuerzos de la vida. Nunca debemos contentarnos con vivir en la superficie. Debemos buscar algo más audaz y de mayor profundidad. Debemos alcanzar niveles superiores, y descubrir las fuentes del significado y la meta que nos ha asignado Dios.
Además de cavar sus propios pozos, Isaac reabrió los pozos que su padre había excavado, pero que habían sido tapados por los filisteos después de la muerte de Abraham.
Hay momentos en que descubrimos un pozo, pero eventualmente permitimos que influencias mundanas lo cubran. Nos esforzamos en dedicarnos a una actividad particular para lograr su propósito general y luego volvemos a un acercamiento superficial y fácil a ese esfuerzo particular.
Esto es especialmente cierto en las mañanas. Nos levantamos temprano en la mañana y dedicamos nuestras primeras horas de vigilia a Dios. Nos dedicamos a orar, a meditar sobre él y atizar las llamas de nuestro amor. Envueltos por la pasión de una sagrada devoción, percibimos una chispa divina en cada esfuerzo y decidimos adentrarnos en las fuentes de la vida, vivir para un propósito general.
A medida que la oración avanza, descendemos de las alturas de la devoción celestial y permitimos que los tonos de la pasión se desvanezcan lentamente. Al principio, la música vive en nuestra memoria y recordamos la emoción de su promesa, pero al salir del santuario, nuestra flotabilidad espiritual desaparece. Las fuentes abiertas quedan cubiertas por el materialismo de la vida.
Aquí es donde tomamos la dirección de la “señal” de Isaac. Abraham sirvió a Dios por amor y fuentes de devoción sin cubrir, pero el amor siguió su curso y, los filisteos pudieron recubrir los pozos. Isaac, quien sirvió a Dios con humilde disciplina, tuvo éxito donde su padre los dejó. Reabrió los pozos de su padre.
El amor a Dios está limitado por su propio tamaño. Nos lleva lo más lejos que puede, pero cuando nos enfrentamos a un obstáculo mayor que nuestro amor, necesitamos algo más fuerte para catapultarnos.
Imitemos a Isaac y su abnegación. Su estricto código de obediencia cambió su enfoque sobre sí mismo hacia Dios. Su devoción, nacida de la obediencia, no se midió por el criterio de su amor por Dios. No podía verse comprometido por el encanto de lo material.
Cuando dejamos el santuario y el llamado del amor de Abraham, debemos recurrir a la obediencia de Isaac y mantener fluidas nuestras fuentes. La pasión de la oración libera los manantiales de la mañana, y por eso agradecemos a Abraham. La disciplina humilde mantiene la tentación a raya y asegura el flujo del agua. Por ello damos gracias a nuestro patriarca Isaac.