Al escribir estas líneas, el Likud aparecía, entre los partidos que tendrán curules en la próxima Knesset, con la mejor opción para encabezar la coalición que dirigirá el próximo gobierno de Israel. Será para Benjamín Netanyahu su quinta ocasión como primer ministro, la cuarta de forma consecutiva, que podría mantenerlo en el cargo hasta el año 2023 en una cadencia corrida récord de 14 años.
Setenta años después de la Independencia de Israel, a medida que el Estado judío crece y se fortalece, mientras la diáspora disminuye y se debilita, se sigue percibiendo que la mayoría de la judería mundial mantiene una solidaridad automática e incondicional con ese país. Ese compromiso sigue siendo trasferido a su gobierno de turno sin importar su signo político, respetando así lo que la población de Israel decide en las urnas electorales.
Sin embargo, parece existir una brecha ideológica dentro del pueblo judío, entre los que habitan en Israel y quienes lo hacemos fuera de él, con relación a los intereses y conflictos del país y la forma de canalizarlos en términos de política partidista.
Esta conclusión se obtiene al comparar la cobertura de las recientes elecciones por parte de la prensa israelí por un lado, y la diaspórica por el otro. Refuerza esta idea el contraste entre los resultados de un simulacro electoral efectuado por el Departamento de la Diáspora de la Organización Sionista Mundial, entre casi 1.000 activistas de comunidades judías de Latinoamérica, y los resultados oficiales en Israel.
Entre ambos grupos hay un punto de encuentro en el tema de la seguridad de la nación, el gran activo de la gestión de Netanyahu, que todos sus oponentes en la contienda reconocieron. De hecho, el Likud obtuvo en el referido simulacro un resultado un poco más abultado que en la elección real, mientras los partidos de izquierda vieron triplicados sus votos en la consulta ficticia. La nueva fórmula centrista Kajol Labán salió igual parada en ambas votaciones.
Si cruzamos estos resultados con los artículos de prensa, la marcada polarización en la diáspora contrasta con la mayor diversidad de opiniones en Israel. Esto parece tener relación con dos temas de debate. El primero es el llamado proceso de paz con la Autoridad Palestina. Hay que recordar que este asunto no formó parte de la campaña electoral de ninguno de los principales partidos, de vencedores ni de perdedores, reflejo de que para la mayoría de la nación el tema perdió relevancia. Razón tienen los palestinos al decir que esta elección representa “un clavo más en el ataúd” de sus aspiraciones. La alta abstención electoral entre los árabes israelíes y su disminuida representación en la Knesset lo confirman.
Sin embargo, sí pareciera que muchos judíos de este lado del mapa creen que la reactivación de las conversaciones es una necesidad no solo de los palestinos, sino también de Israel, y parecen apoyar la tesis que adjudica al Estado judío la total responsabilidad por el estancamiento. Hay que tomar en cuenta que los judíos de la diáspora vivimos bajo el “asedio” de la prensa y las redes sociales extranjeras, abrumadoramente hostiles a Israel, algo que al israelí promedio parece no afectar.
El otro debate que se da en ambos grupos, los de aquí y los de allá, es la división entre los más y los menos practicantes de los ritos y costumbres, o entre religiosos y seculares, como es enunciado generalmente. Los llamados partidos religiosos captaron en su conjunto cerca del 20% de los votos en Israel, mientras entre los activistas comunitarios menos del 5%. Al cruzar el resultado con el obtenido por la izquierda tradicional en la misma consulta, se puede concluir que en la diáspora se objeta la participación de los religiososen la política de Israel, a diferencia de su aprobación por parte de un sector importante del electorado.
Dejando a un lado las consultas electorales, la real y la ficticia, el grupo de judíos que parece distanciarse más de Israel es el que vive en los Estados Unidos de América. Una gran parte de ellos sigue las corrientes conservadoras y reformistas, opuestas a la ortodoxa que domina en Israel y en otros lugares. Sus intentos por lograr su reconocimiento ante la Rabanut Harashit han sido infructuosos, y su influencia en el actual gobierno republicano de Estados Unidos está limitada por la tradicional simpatía de los judíos del norte hacia el Partido Demócrata, que por su lado parece haber entrado en un derrotero adverso a Israel y hasta antisemita. La simpatía del presidente Donald Trump hacia Israel, evidenciada en varias medidas administrativas, no ha limado las diferencias. El gobierno de Netanyahu ha conseguido fortalecer su alianza con la superpotencia sin necesidad de apoyarse en las personas e instituciones que tradicionalmente eran clave para eso, el mal llamado lobby judío.
Aquel Israel que en sus inicios debía agradecer su existencia al resto de las naciones, y que dependía en parte de la influencia de los judíos en ellas, no existe más. El Israel de la “era Netanyahu” se exhibe como potencia tecnológica, económica y hasta política, cuya seguridad está en sus propias manos y que tiene la jutzpá de presentarse como un igual ante las grandes potencias. Es pronto para saber si esta percepción corresponde a una realidad de largo plazo, pero sobran datos que parecen corroborarlo.
El israelí promedio tiene cada vez menos conciencia de la simple existencia de la diáspora, ni mencionar su relativa relevancia. A los de aquí nos conviene intentar conocer y entender mejor el Israel de hoy, a sabiendas de que los de allá no van a recorrer el camino contrario. Si lo logramos, comenzaremos a cerrar el vacío que nos separa; de lo contrario nos quedaremos aislados de este costado de la brecha.