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Sami Rozenbaum
La Declaración Balfour es un texto muy corto: tiene apenas dos párrafos. Pero marcó un hito que, un siglo más tarde, continúa generando controversias. Para comprender su origen y contenido debe analizarse el contexto en el que fue promulgada
E l sionismo, la noción de que el pueblo judío tiene derecho a la autodeterminación nacional en su tierra ancestral, se convirtió en movimiento político en el Primer Congreso Sionista convocado por Theodor Herzl en Basilea, Suiza, en 1897.
En los pocos años de vida que le quedaban, Herzl intentó obtener el apoyo de los principales dirigentes políticos de la época, desde el sultán otomano (que a la sazón tenía el control de Palestina) hasta el káiser alemán, pasando por el papa Pío X; pero ninguno mostró interés, e incluso varios se opusieron radicalmente a la idea, como el propio pontífice.
Durante los siguientes años el movimiento sionista siguió ganando simpatías y continuó incrementándose la inmigración judía a Éretz Israel, donde se crearon los fundamentos de una nueva sociedad, como los primeros kibutzim y la ciudad de Tel Aviv. Pero su estatus político seguía siendo precario; el yishuv (comunidad judía de Palestina) estaba sometido a las decisiones arbitrarias del sultán y los terratenientes locales, además de los ataques de bandoleros en aquella comarca olvidada por el mundo.
En 1914 estalló la Primera Guerra Mundial. Los judíos de Palestina no solo quedaron aislados de Europa por el conflicto —lo que les impedía exportar sus magros productos agrícolas y artesanales—, sino que Estambul comenzó a verlos con creciente hostilidad, pues la mayoría provenían del Imperio Ruso, ahora enemigo de Turquía.
Para ese momento, en el movimiento sionista había adquirido un papel preponderante un personaje singular: Haim Weizmann. Nacido en 1874 en la ciudad bielorrusa de Pinsk, entonces parte del Imperio Ruso, en su juventud se radicó en Londres y se hizo ciudadano británico. Era un químico de gran prestigio, y durante la guerra desarrolló un proceso para sintetizar acetona por medio de la fermentación bacteriana de materia vegetal (de hecho, se le considera el padre de la fermentación industrial); esto tuvo gran importancia bélica para los británicos, ya que la escasez de acetona dificultaba la producción de cordita, un explosivo esencial.
Weizmann era también una figura destacada en el joven movimiento sionista, y aprovechó sus relaciones con el estamento político para sensibilizar al liderazgo de Londres. Este era un momento clave: resultaba evidente que al final de la guerra las potencias vencedoras —Weizmann estaba seguro de que serían las de la “Entente” (Imperio Británico, Imperio Ruso, Francia, Italia y Estados Unidos)— tendrían que decidir sobre la candente cuestión de las nacionalidades, y la judía debía ser una de ellas.
Según narra Walter Laqueur en su clásica Historia del sionismo, el primer contacto de Weizmann, ya en 1914, tuvo lugar con Charles Prestwich Scott, miembro liberal del Parlamento y además editor-propietario del influyente diario Manchester Guardian. Siendo asiduo lector de la Biblia, y enterado por Weizmann de la terrible situación de los judíos en Europa Oriental, Scott quedó deslumbrado con las ideas sionistas, y sugirió una entrevista con Lloyd George, en ese momento canciller de las Cortes Legales. Este, a su vez, propuso que Weizmann se reuniera antes con Herbert Samuel, el primer judío que había llegado a ser miembro del gabinete británico con el cargo de secretario de Gobierno.
Weizmann temía que Samuel fuera hostil al sionismo, como muchos dirigentes judíos británicos de la época. Laqueur describe el encuentro: “Por eso, cuando Samuel le dijo que sus exigencias eran muy modestas, enmudeció de la sorpresa. Samuel le aconsejó que ‘pensara en grande’, agregando que los objetivos del sionismo eran parte de las preocupaciones de sus colegas de gabinete. Weizmann respondió que de ser religioso habría pensado que la época del Mesías estaba cerca”.
La reunión de Weizmann con Lloyd George, en enero de 1915, también fue muy auspiciosa. “Para él como para otros de sus contemporáneos, el retorno del pueblo judío a Palestina no era un sueño, ya que creían en la Biblia, y el sionismo representaba una tradición por la que sentían gran respeto”, continúa Laqueur. Weizmann escribió en el libro Trial and Error, su historia del nacimiento de Israel, que estos personajes eran unos verdaderos estadistas no atados a la realpolitik, “el llamado realismo de la política moderna que no es realismo para nada, sino oportunismo puro, falta de fuerza moral, falta de visión y el principio de vivir al día”.
Claro que había otros intereses en juego: a los británicos les interesaba tener una “barrera” entre el Canal de Suez y el Mar Negro, es decir, entre el estratégico paso interoceánico y Rusia.
Herbert Samuel preparó un memorando para el primer ministro, Herbert Asquith, en el que sugirió que Palestina, una vez conquistada, fuese un protectorado británico; sin embargo, el secretario del Exterior, Edward Grey, respondió que era muy prematuro ocuparse de la cuestión palestina, agregando que resultaba necesario “consultar a Francia antes de tomar decisiones respecto a la división de esferas de influencia en el Cercano Oriente”.
En realidad, explica Laqueur, el gobierno británico estaba dividido en cuanto al sionismo. “Un grupo de políticos y altos oficiales se oponía a la idea de una Palestina judía; la consideraban absurda, impráctica y sin valor para Inglaterra. Otros se inclinaban en favor de la idea pero rechazaban el compromiso y las obligaciones implicadas por el proyecto de un protectorado inglés. Sugerían, en cambio, un condominio con Francia, o quizá con Estados Unidos. No habían estudiado suficientemente la cuestión y algunos se preguntaban si Palestina no era demasiado pequeña, si los judíos eran capaces de construir un país y, sobre todo, si irían a Palestina si esta se les otorgaba”.
Diplomacia de múltiples caras
Pero en ese mismo momento se estaban llevando a cabo negociaciones secretas en otros ámbitos. Henry McMahon, alto comisionado inglés en Egipto (entonces colonia británica), mantuvo una abundante correspondencia entre 1915 y 1916 con el jerife Hussein ben Ali de La Meca; a través de estas cartas, el Imperio Británico llegó a un acuerdo según el cual reconocería la independencia árabe al final de la guerra, “en los límites y fronteras propuestas por el jerife de La Meca” con excepción de algunas porciones de Siria, a cambio de que los árabes llevaran a cabo una revuelta contra los otomanos. Hasta el día de hoy no queda claro si Palestina formaría parte de este gran Estado árabe en el Medio Oriente.
La revuelta árabe fue encabezada por Faisal, hijo de Hussein, y dirigida por el arqueólogo, diplomático y militar británico Thomas Edward Lawrence (“Lawrence de Arabia”). En un memorando que envió en enero de 1916 a las autoridades en Londres, Lawrence mostró el cinismo del imperio ante el asunto árabe, aunque también resultó visionario: “[La rebelión árabe] es beneficiosa para nosotros porque va de acuerdo a nuestros objetivos inmediatos, [que son] la fractura del ‘bloque’ islámico y derrota o disrupción del Imperio Otomano, y porque los Estados [que Hussein] establecería para reemplazar a los turcos serían inofensivos para nosotros. Los árabes son aun menos estables que los turcos. Si se les maneja apropiadamente, seguirían constituyendo un mosaico político, un tejido de pequeños principados celosos entre sí e incapaces de cohesionarse”.
Simultáneamente, los británicos sellaban otro pacto secreto, esta vez con Francia: el acuerdo Sykes-Picot. Mark Sykes, representante de la Oficina del Exterior británica, y Charles Picot, su homólogo francés, rubricaron en 1916 una división del Medio Oriente de posguerra que contó con la aprobación de Rusia. El mapa resultante originó las extrañas líneas rectas que caracterizan las fronteras de esa región hasta el día de hoy, sobre todo en los límites entre Jordania, Siria e Iraq.
Según ese acuerdo, Palestina quedaba dentro del área de influencia británica, con excepción de una parte de la Galilea, y los lugares sagrados de Jerusalén serían internacionalizados. Como explica Laqueur, “el acuerdo Sykes-Picot fue importante porque ataba las manos del gobierno británico en sus negociaciones con los sionistas”. Paradójicamente, el propio Mark Sykes se haría poco después amigo del movimiento sionista, al cual asesoró y aconsejó.
En diciembre de ese año 1916 se desató una crisis política en Londres, y el primer ministro Asquith renunció, siendo sustituido por Lloyd George. Arthur James Balfour, también simpatizante del sionismo, fue designado secretario del Exterior. Esto parecía muy promisorio para las perspectivas sionistas, aunque Herbert Samuel quedó fuera del gabinete.
Poco después, en febrero de 1917, tuvo lugar una reunión sobre el tema de Palestina en la que estuvieron presentes Mark Sykes, Herbert Samuel, dos miembros de la influyente familia Rothschild —que también apoyaban al sionismo— y dirigentes del movimiento. Allí se descartó el concepto del condominio a favor de un protectorado británico; como Sykes mencionó que Francia podría oponerse, el movimiento sionista envió a uno de sus líderes más destacados, el periodista y escritor Nahum Sokolow, en una gira por París y Roma que resultó trascendental. El embajador francés en Londres, Paul Cambon, accedió a darle una carta (un verdadero antecedente) en la que afirmaba que “sería una acción de justicia y reparación ayudar, con la protección de los poderes aliados, al renacimiento de la nacionalidad judía en la tierra desde donde se exilió hace tantos siglos al pueblo de Israel”.
Por su parte, el papa Benedicto XV consideraba que la emigración judía a Éretz Israel era algo “providencial”, y declaró: “Sí, creo que seremos buenos vecinos”, seguramente en referencia a que prefería que los santos lugares estuvieran bajo el control de los ingleses en lugar de los otomanos. Ya se asumía que el ejército británico tomaría Palestina antes de que finalizara ese año 1917, tal como el primer ministro Lloyd George ordenó al general Edmund Allenby, nuevo comandante de la llamada Fuerza Expedicionaria Egipcia.
En ese clima optimista, algunos dirigentes sionistas de Londres sugirieron enviar una carta a su gobierno expresando apoyo, y proponiendo que Inglaterra declarara que la creación de un Estado judío en Palestina era uno de los objetivos esenciales de la guerra. Sin embargo, Sokolow consideró que eso era demasiado ambicioso, y que “si pedimos demasiado, nada obtendremos”. En su opinión, resultaría más factible y conveniente obtener una declaración oficial de simpatía hacia los objetivos del sionismo, que además daría lugar a otras similares por parte de las demás potencias victoriosas.
De hecho, en su propio borrador, el Ministerio del Exterior británico comenzó a utilizar expresiones como “asilo”, “refugio” y “santuario” en Palestina para los judíos perseguidos. Laqueur comenta: “Desde luego, fue rechazado por los sionistas, quienes insistieron en que la declaración carecería de valor si no afirmaba el principio de un reconocimiento de Palestina como hogar nacional del pueblo judío”. Esta frase de compromiso (no solo un “refugio”, pero tampoco un Estado) pareció la más apropiada, y fue la que finalmente propuso Lionel Rothschild a Balfour.
El difícil parto de un documento
El primer borrador de la declaración se sometió a la consideración del gabinete en agosto de 1917, pero su discusión se pospuso hasta el 3 de septiembre; en esta segunda ocasión, tanto Lloyd George como Arthur Balfour estaban ausentes y las fuerzas contrarias al sionismo, encabezadas por Edwin Montagu (otro judío miembro del gabinete, pero virulentamente antisionista) se opusieron. Weizmann y los demás dirigentes del movimiento sionista se reunieron con Balfour para redactar un nuevo borrador, que se presentaría el 4 de octubre.
En esta tercera sesión Montagu siguió oponiéndose, y se decidió consultar al presidente de Estados Unidos, Woodrow Wilson, quien para ese momento estaba comprometido de lleno con el esfuerzo bélico, pues las tropas norteamericanas habían roto el estancamiento de la “guerra de trincheras”. Wilson respondió dando su apoyo a la propuesta.
La declaración siguió recorriendo los caminos de la burocracia política; en la sesión de gabinete del 25 de octubre, el conservador George Curzon informó que introduciría un documento diferente sobre el mismo tema; se trató de una táctica obstruccionista, pues su texto, presentado días después, señalaba que en Palestina “la tierra es pobre, el clima inclemente, y la población depende de la exportación de productos agrícolas. En breve, Palestina no serviría como hogar nacional para los judíos”, narra Walter Laqueur.
Balfour solicitó redactar un nuevo borrador que tuviera en cuenta tanto los objetivos del sionismo como las objeciones que habían surgido. Después de tantos circunloquios, el nuevo documento, aprobado el 31 de octubre, no hacía mención a un Estado judío (de hecho, en ese momento el movimiento sionista no perseguía formalmente esa meta, a pesar de ser el título de la obra fundamental de Herzl), ni aclaraba si el “hogar nacional” sería un protectorado británico o de otra nación, ni incluía límites geográficos o temporales. La declaración no estaba dirigida a Haim Weizmann, su principal promotor, sino a Lionel Rothschild:
Oficina de Relaciones Exteriores
2 de noviembre de 1917
Estimado Lord Rothschild,
Tengo mucho placer en comunicarle, a nombre del gobierno de Su Majestad, la siguiente declaración de simpatía con las aspiraciones sionistas judías, que ha sido sometida y aprobada por el gabinete.
El gobierno de Su Majestad ve favorablemente el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío en Palestina, y hará sus mejores esfuerzos para facilitar la consecución de ese objetivo, en el entendido de que nada se hará que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías existentes en Palestina, o los derechos y la condición política disfrutada por los judíos en otros países.
Agradeceré que usted haga esta declaración del conocimiento de la Federación Sionista.
Suyo,
Debe mencionarse que el mismo día en que el gabinete británico aprobaba la declaración, 31 de octubre, sus ejércitos iniciaban la ofensiva final al sur de Palestina y conquistaban Beersheva de las fuerzas turcas. El 7 de noviembre Gaza cayó en manos inglesas, y el 16 tocó el turno a Yafo y Tel Aviv. El 11 de diciembre, el general Edmund Allenby marchaba triunfalmente por Jerusalén en medio del entusiasmo del yishuv.
El impacto y las consecuencias reales
La llamada Declaración Balfour apareció publicada en la prensa británica el 8 de noviembre de 1917, compartiendo titulares con otra noticia: la revolución bolchevique. La mayoría de los diarios la interpretó como el primer paso hacia un Estado judío: The Times tituló “Palestina para los judíos”, el Daily Express encabezó con “Un Estado para los judíos”, y The Observer opinó que “en esta encrucijada no podía darse un golpe diplomático más justo o más sabio”.
Todas las comunidades judías de Europa Occidental y Estados Unidos expresaron su júbilo; incluso personalidades de origen judío poco identificadas con su fe expresaron su satisfacción, y la disposición a ayudar en lo que pudieran para la reconstrucción nacional.
Weizmann y el resto de los dirigentes sionistas no estaban tan entusiasmados. La declaración dejó demasiados aspectos en el aire: la palabra “facilitar” no comprometía realmente a los británicos, no quedaba clara la naturaleza del “hogar nacional”, no se mencionaba la autonomía judía, ni la participación del movimiento sionista o cualquier otra organización judía en la administración del territorio.
La comunidad internacional asignó al Imperio Británico el Mandato sobre Palestina en la Conferencia de San Remo de 1920, uno de cuyos objetivos específicos era implementar la Declaración Balfour en todo el territorio de Palestina (que comprendía ambas riberas del Jordán, la actual Jordania y la Franja de Gaza).
Estas decisiones fueron confirmadas por la Liga de las Naciones en julio de 1922, e incluso aceptadas por la derrotada Turquía en el Tratado de Lausanne de 1923 (1).
El primer comisionado británico en Palestina fue Herbert Samuel, lo que generó mucho optimismo entre el movimiento sionista y el yishuv; pero bajo su administración ya se hizo patente que el gobierno de Londres comenzaba a entorpecer, en lugar de “hacer sus mejores esfuerzos” por apoyar los objetivos del sionismo.
Poco después, los británicos cercenaron del “hogar nacional” la mayor parte de Palestina para entregarla al emir Abdala, de la tribu hachemita de Arabia Saudí, con el nombre de Transjordania. En las décadas siguientes, el Imperio Británico se convertiría en el principal obstáculo para que se materializara el “hogar nacional judío”, incluso impidiendo la inmigración judía durante y después del Holocausto.
En síntesis, la Declaración Balfour no determinó la existencia del Estado de Israel; el proceso que finalmente desembocó en su creación ya había comenzado, y continuaría sin ella; pero sí constituyó el primer reconocimiento formal y público de los objetivos del movimiento sionista por parte de un Estado, con lo cual fundamentó la secuencia de documentos y acuerdos que cimentarían su legitimidad internacional, culminando con la Resolución 181 de la ONU en 1947.
FUENTES
- Martin Kramer (2017, junio 5) “The Forgotten truth about the Balfour Declaration”, en mosaicmagazine.com.
- Walter Laqueur (1988). Historia del sionismo. Tel Aviv: La Semana Publicaciones.
- Mordecai Naor (1998). The twentieth century in Eretz Israel. Berlín: Steimatzky.
- Wikipedia.org
(1) Véase “La Conferencia de San Remo: el origen de la legitimidad del Estado de Israel”, en NMI Nº 1787 (archivo.nmidigital.com, presionando “Ediciones Anteriores”).