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No hace falta ninguna infraestructura, ni células clandestinas, solo el triángulo del mal: una ideología fanática, un imán radical y un joven cerebro destruido. A partir de ahí, matar es fácil.
H ace poco el editorial del The Washington Post empezaba así: “Si un sacerdote pidiera la destrucción de todas las mezquitas en Europa, se produciría un cataclismo”. Y lo describía en términos de quemas de iglesias, manifestaciones, muertos, etcétera. En cambio, si el jeque Abdul Aziz bin Abdulah, gran mufti de Arabia Saudí (one of the most important leaders in the muslim world, “uno de los líderes más importantes del mundo musulmán”, según el Post), dice que “es necesario destruir todas las iglesias de la región”, entonces no pasa nada. De hecho, hizo esa proclama el día 12 y no ha habido ni una sola protesta. Y así va siendo desde que el fenómeno integrista islámico ha ido copando el discurso público del Islam, alimentando el odio a Occidente y la yijad en su doble versión ideológica y violenta.
Sea porque tenemos miedo, o desconcierto, o porque no nos tomamos en serio esta grave amenaza, lo cierto es que nuestra permisividad para con el fundamentalismo empieza a ser letal. El último botón de muestra lo ha ofrecido, en forma trágica, el yijadista francés que ha matado a varias personas, entre ellas tres niños. Su biografía es el estándar clásico de los radicales europeos: jóvenes con pocas luces y poco éxito social, fascinados por los imanes de verbo incendiario —bien financiados por las dictaduras del petrodólar—, y finalmente convertidos en posibles máquinas de matar. No hace falta ninguna infraestructura, ni células clandestinas, solo el triángulo del mal: una ideología fanática, un imán radical y un joven cerebro destruido. A partir de ahí, matar es fácil.
Sin embargo, lo que no debería ser tan fácil es propagar la ideología fanática en nuestros países, pero nada hay más simple. En mi estudio sobre el integrismo titulado La república islámica de España, alerté de la impunidad con que se celebran congresos salafistas, los llamados daura, la mayoría en Cataluña. Según parece, el asesino de Toulouse participó en alguno de ellos, quizá los celebrados en Roses o en Balaguer, o en Vic, o en Vilanova... Hay para escoger, porque Cataluña se está convirtiendo en el centro de peregrinaje del salafismo europeo. Sin embargo, la práctica totalidad de los discursos de odio se hacen con total impunidad.
Por suerte, gracias a los Mossos y al fiscal Aguilar, ahora está encausado uno de esos imanes, el imán de Terrassa, cuyas barbaridades sobre la mujer son coherentes con la ideología que defiende. Pero solo es la punta del iceberg de lo que ocurre en Cataluña, actual epicentro del islamismo radical en Europa. Por ello es tan importante romper el círculo de la impunidad. No solo para aislar a estos delincuentes disfrazados de líderes religiosos, sino sobre todo para evitar que los cerebros de los jóvenes queden destruidos. Porque no olvidemos lo sustancial: estos jóvenes son el brazo ejecutor de la muerte, pero los imanes del odio son la mano que mece la cuna.
*Periodista y ex diputada catalana.
Fuente: La Vanguardia (Barcelona). Versión NMI.